Adiós al Bogotá 39

agosto 27, 2007

Wendy Guerra como Carla Brunni. Fot. Mordzinski


Día I
Las declaraciones de los escritores se parecen a sus caras: Soy la única persona que sabe cómo se llama el autor de Tiburón… (Roncagliolo) ¿Por qué a mí nadie me dice que me parezco a Carlos Fuentes? (Jorge Volpi). Hasta que estás lejos del país, comprendes: en Francia todo el mundo levanta el dedo y dice: ¡la cubana! (Karla Suárez). A García Márquez yo creo que nadie le preguntaba cómo escribir después de José Eustasio Rivera, y en mi caso me haría rico si cobrara por las veces que me hacen la misma pregunta ¡cómo escribir después de García Márquez? (Juan Gabriel Vásquez). El sesenta por ciento de los chilenos son poetas (Alejandro Zambra). En Estados Unidos la gente quiere que yo sea intérprete del Perú, y en el Perú soy el intérprete norteamericayo…(Daniel Alarcón).
¿Podría alguien aducir por este tipo de respuestas quién es el pelo más frizado del Bogotá 39? ¿La calva más prematura? ¿El rostro donde mejor se nota el mestizaje? ¿La nariz perfecta? Quiero decir: Alguien que nunca los haya visto, mucho menos leído sus obras, alguien que no distinga entre ganarse el prestigioso Premio Alfaguara y el Balotto acumulado… ¿pero a quién le importa? (me dirán) ¿qué tiene eso de literario? Pues ojo, que importa mucho: la mejor clasificación del boom, la que mejor define aquel momento de efervescencia literaria bautizada con un término del markenting norteamericano donde se indica un incremento en las ventas de cierto producto de consumo, no la hizo ni el editor Carlos Barral, ni la agente Carmen Balcells, ni el crítico Ángel Rama, ni José Donoso, sino su mujer (la de Donoso) llamada Pilar, cuando dice que Cortázar era el de los ojos azules más bonitos, y Vargas Llosa el del pelo más sedoso, Fuentes el más galante y García Márquez el más arisco y el más corroncho.
Ahora se habla de nuevo del boom, del neo boom en que andan las editoriales hoy, cuando se publican miríadas de talentos ocultos debajo de las piedras (los oficios ajenos a la literatura). Casi todos los escritores convocados a Bogotá 39 se dedican mayoritariamente a actividades que no pertenecen a la creación literaria: son profesores universitarios, periodistas, antropólogos, ingenieros, funcionarios. ¿Se le mitiga el tiempo a escribir para buscar de qué vivir cuando se tiene dos oficios? ¿Cómo repercute esto en la obra de un autor joven? 
Karla Suárez de cuba, ingeniera informática de profesión (y quien cuenta con el pelo y la voz más descrestante de todo el evento) dice que no riñe, que ella expresa en su escritura el mismo desmonte que hace de un computador en su taller de Francia: literalmente el propósito cuando escribe es abrir la mente de los personajes del mismo modo que destaza un hardware… entonces no. Ningún problema. Alejandro Zambra, quien cuenta con el rostro mapuche del evento, aclara que en chile ser poeta es una cosa natural, pero que preferiría dedicarse a podar su poesía de tiempo completo en lugar de dar clases para poder comer. Roncagliolo parece desentendido de ser el millonario del gremio, quiere pasar desapercibido, pero es el único a quien le ha sonreído la vida a sus escasos 32 años, pudiendo vivir desde el 2006, desde le premio Alfaguara, casi exclusivamente de la literatura. Ante la crítica de un espectador que alude a la decadencia y futura muerte de la literatura y la inutilidad de un suceso como el que se lleva a cabo en Bogotá con los 39 escritores menores de 39 más importantes, sonríe y dice que él se la está pasando muy bien, y que la afluencia masiva de los jóvenes no puede ser simplemente una estratagema comercial porque se necesitaría de mucha inversión, y quizá no es tanta. ¿Será cierto? ¿Habrá sido poca? ¿Será puro interés literario el que arrastra a las fanáticas y los licenciosos que tratan de robarle un coqueteo a Daniel Alarcón (el rostro más inaccesible) o una sonrisita a Pilar Quintana (la más bajita, menuda, aguerrida, anodina)? Volpi otea a la multitudinaria juventud burguesa de la universidad de Los Andes y no replica, otorga. A quince años del Crack parece ser el único que sabe aceptar los errores. Sabe que su enemigo no era el fantasma del boom. Su enemigo, el enemigo número uno del escritor, es no callar y sólo hablar y escribir cuando tiene algo importante en la boca y en el pensamiento. Sabe que sólo a él y a sus amigos pudo ocurrírsele el que acaso sea el peor nombre de todos para bautizar un movimiento literario: Crack, ¿una droga?, ¿una onomatopeya? ¿una ruptura? Podrían haberse esforzado y haberlo llamado “Lovecrack”. Sabe, y lo sabe muy bien, que no es por la calvo que nadie lo compara con Carlos Fuentes, sino por una prosa impecable que no transigió, que nunca admitió al realismo mágico (ese invento de los críticos) como única posibilidad literaria de América Latina. ¿Lo sabe?

Día II

Repite en todas las mesas (vuelvo a encontrarlo hoy), que con este encuentro se jubila como escritor joven, porque la etiqueta expira y nunca más lo volverán a invitar. Del mismo modo parece que el jurado compuesto por Bonnet, Faciolince y Collazos sabían que la escogencia polémica de Volpi y Thays (en las fronteras de los 40 ya) era por hacer de ellos una suerte de imanes mediáticos que atraerían tentadoramente al público. Collazos lo confiesa el segundo día, a título personal. Pero muchos suponían de antes este viejo truco de esconder con frutas rojas las que empiezan a pasarse de aroma y fermento. En esta jornada avanzan hacia el cadalso cuatro escritores: Volpi (el menos desconocido para mí) y otros tres que nunca he visto yo, ni tal vez el auditorio. Del brazo de Volpi se apoya una muchachita eléctrica, como el gato de Hemingway, bajo la lluvia. Un poco atrás, Collazos dialoga con un tipo de indudable expresión y acento costeño, y ya de últimas, no lo puedo creer: con una camisa naranja de inenarrable mal gusto, apuntalada hasta el último botón del cuello, y varios ejemplares de lo que más parecen biblias que libros de Norma y Anagrama, avanza, digo, preciso, entre la comitiva, aquel charlatán brasilero que fue el cabecilla de la invasión evangélica a la televisión hispanoamericana (y que si no estoy mal todos los televidentes mayores de dieciséis recordarán por el mote de El Hermano Paulo: ¡Paren de sufrir!) Todos son escritores venidos de “zona de penumbra editorial” (Collazos modera) y ahí mismo empiezan a acribillarnos con sus textos una escritora de carnes leves, un calvo, un costeño y el mismísimo hermano Pablo (Saulo). Ena Lucía Portela es el gatico mojado de Hemingway: una cubana. Sufre de pánico escénico, o de algún que otro mal que sólo les da a los ángeles (y los ángeles también pueden ser genios del mal). Ahora pide al moderador leer su cuento. Es un texto extraño, inclasificable de oídas, que empieza con la frase: “No soporto el verano”. Lo protagoniza una tal Ena Lucía que está inconforme consigo misma, atrapada en un cuerpo que no le pertenece, que odia su largo pelo, que odia el teléfono y que es también escritora. A pesar de todo, no es biográfico, apunta Collazos y sigue leyendo con dicción de locutor, perfecta. La cubana mira a Collazos, y sonríe, pero es una sonrisa nerviosa, como incontrolable, como la de aquellos que sonríen cuando les traen una noticia infausta. Tiene labios finos, las cejas de Virginia Woolf, el pelo largo, la piel blanquísima que no parece haber conocido el sol de cuba. Luego leerá el costeño fornido y ceñudo y bacán, John Jairo Junieles, un cuento urbano, pero me inquieta la cubana, cada vez es más enigmática, temblando en el silencio. Volviendo al presente luego del lapsus, capto el inicio del cuento: “Con la luz que me queda basta”. Pero sólo sé que en tres de los dedos de Ena Lucía relucen anillos con pedrerías falsas y a mí esa luz también me intriga. Mientras la describo buscando algo insólito en ella, ya los personajes de Junieles se desdibujan en mi memoria: un muerto, un policía y una cocinera hija del muerto… En cambio observo que la cubana tiene un par de aretes en forma de lágrima que parecen nórdicos y no cubanos. Junieles sigue insistiendo: “un olor a champú barato en el cabello de la muchacha… ¿Cómo hace esta gente para encontrar belleza en todas partes?” No lo sé, hombe, Junieles, la belleza no es algo que esté por fuera de los hombres; la belleza la llevamos dentro y, si tenemos suerte, aflora en la prosa, en los cuentos, en sordideces sublimes. Junieles, automáticamente, se calla. Y enseguida empieza Volpi. Un fragmento. “No será la tierra”, su última novela. Es la carta que le escribe una poeta a otra poeta. Una de las poetas es la rusa Ajmátova. ¿Le pondré atención? “Querida Anniuscka”. Querida Ena. “Nos separa un vacío: tu nombre”. Pero este vacío no impedirá que te mire y que por un momento tú me intrigues. “Te sueño cubierta con la fría luz de San Petersburgo”. Y en esa luz comprendo que no estás hecha de carne, Ena: tu pelo lo niega, tus manos blanquísimas. “Tu carácter de exiliada”. Dime a qué viniste a Colombia, Ena. “Cuéntame tus secretos y muéstrame qué línea debo tomar. La poesía no representa una maldición ni un milagro. Yo también quiero que un día haya una placa en mi sucia casa...” Volpi se calla, y la manecita temblorosa de Ena empieza a aplaudir con arrebato. Los dientes de encías rosadas y sobresalientes, la sonrisa más triste que jamás haya visto en una escritora. Bueno, es que nunca había visto a una escritora tan joven. Lo último que recuerdo de la esta cubana es que miraba al auditorio, y sonreía, y los deditos temblorosos, no sé si de miedo, no sé si de emoción, se acompasaban a un solo ritmo con el temblor de las rodillas y de los tobillitos y de un diminuto par de botines color café con leche que se estremecían discretos bajo la mesa. ¿Danzabas o tiritabas, Ena, o de qué sufrías? Ya nunca lo sabré. Y es mejor no increpar a los genios del mal por el rostro que tiene Dios.
(“¡Paren de sufrir…!” Gritó entonces el hermano Paulo. Pero si bien terminó leyéndonos una parábola de iniciación Kung-fú que poco tenía que ver con Ecuador, país de donde es oriundo Leonardo Valencia, una cosa quedó tendida en el tapete con su relato llamado Ideograma: que la mayoría de escritores convocados al Bogotá 39 no quieren volver a sus países de origen ni en avión ni en libros.
Collazos les preguntó si esto puede tomarse como un caso de literaturas “aparentemente balcanizadas”, pero no fue clara la respuesta.
¿Cómo definen ellos, desde su punto de vista literario al conjunto que agrupa los 39 narradores menores de 39 que fueron convocados? ¿Qué los une?
Antes del último día tenía que preguntárselo a alguien.
Pero ¿a quién pedirle una entrevista?

Día III

Quise preguntárselo a Neuman, de Argentina, pero sus fanáticas nunca lo abandonaron. Eran muchas, y lo persiguieron por bares y librerías. Al fin pude oírlo, de lejos, en el café Juan Valdéz de la 72. Parte del éxito de Andrés Neuman consistía en el modo de encender los cigarrillos para después fumarlos a través de sus largas y ordenadas respuestas. Con cada pregunta, un cigarrillo. De modo que la entrevista se restringió a tres preguntas y tres cigarretes. Si Bogotá 39 fuera una película, Neuman sería sin duda el galán de barba rala, el centro de atención, la estrella del conjunto. En este caso la vedette sin duda hubiese sido Wendy Guerra. Un grupo de fans machirulos la acompañaron en su entrevista. En apariencia eran los dos escritores con más carisma o más fogueados. En lides literarias, Neuman era conceptualmente el más ingenioso, y Guerra la más politizada. Digno discípulo de él, de su mentor, Roberto Bolaño (quien le dedicara un poemario llamado Tres y lo denunciara ante la crítica como el futuro de la literatura latinoamericana), y ella de Reinaldo Arenas, a quien mentó en varias oportunidades. Las respuestas de Neuman, bien medidas, salían de su pensamiento como dictadas, y pasaban a ser celebradas con risa inteligente entre un público nutrido de lectores fáciles y al director de una gacetilla que desnuda mujeres para ser comprada por hombres que van a la peluquería como al estadio de fútbol: no a peluquearse, sino a peluquear. A sus treinta años Neuman tenía un número de títulos publicados que delatan al escritor prolífico y apasionado: tres novelas, tres libros de relato y tres poemarios. De los premios, ha recibido casi todos los segundos lugares, como Onetti: casi el Herralde, casi el Primavera de novela. Le preguntaron si aceptaba el título de autor prolífico, y respondió que no, porque le sonaba a enfermedad venérea. Enseguida hizo un recuento de escritores que define como “de largo y corto a liento”. Las respuestas inteligentes se celebran con risas, porque la risa son hallazgos y hasta el público menos respetable sale convertido en un público inteligente. Dos personas de entre el público decían que a Neuman se le notaban demasiado las lecturas de Borges y Paul Auster. Él terminó diciendo que estaba muy consciente de una realidad sombría: los 39 escritores menores de 39 no eran mejores que sus antepasados del boom, sino peores. El público pareció ya no querer oír, porque no reaccionó, ni con risas, ni con abucheos. Parece que nadie notó el baldado, pero yo lo anoté para la crónica. Y anoté también lo que dijo acerca de que un escritor no debía ser más político que un panadero. Aceptó que había leído a muy pocos de sus colegas. Habló bien de Wendy Guerra, por supuesto (el co-protagónico), y de Alejandro Zambra también presente. “Es duro decirlo, pero son buenos”. El público le preguntó en una ronda de preguntas por su principal angustia literaria, y él contestó el cliché que todos necesitaban: que escribía contra la muerte, o mejor “para la muerte”. Hizo cálculos, y remató con una teoría: fue procreado en el 77, justo en el golpe militar de Argentina, lo que le dio pie para adelantar su postura apolítica: “Es increíble que un día te des cuenta que cuando eras un niño asististe a hechos históricos sin saberlo”. Luego se puso a leer dos relatos cortos para la audiencia, y terminó la intervención con el acto de indulgencia más grande que puede tener un escritor para con su obra: recitó un cuento de su propia cosecha y de memoria.
Entonces intenté entrevistar a Wendy Guerra, de Cuba: ¿qué los une, como generación? Pero resultó más difícil acercarse a ella como si fuera una diva de sombrero ladeado. Todos querían una foto suya, un autógrafo, o por lo menos olfatearla de cerca para saber si era cierto que no usaba perfume. Durante una hora de charla amena, la cubana respondió a todo lo que le preguntaba Alejandro Gaviria, economista y profesor de una prestigiosa universidad de ricos, mientras se acariciaba con mano rápida su magnífica cabellera, larga y negra como el futuro de Cuba. Daba la sensación de estar ante una mujer con un ego inflado, segura de si, desenvuelta, con un aire de superioridad moral que lo opacaba todo. Después descubrí que no, que era de nuevo mi prejuicio sobre la sohotización literaria (las escritoras deben ser profundamente inteligentes y tremendamente bellas). Y mi otro prejuicio: las modelos no pueden ser inteligentes, porque a qué horas cultiva el cerebro alguien que debe comparecer diez horas de gimnasio al día. El prejuicio me vino por el color rojo del abrigo. El rojo es el primer color que descodifica el cerebro, el color que atrae: un vestido rojo y un abrigo aterciopelado, negro, muy atractivo. ¿Pero de dónde saca estos trajes elegantes y costosos una cubana socialista, superada parcialmente la crisis de los 90s? Todo quedó aclarado hasta después de oírle decir que todo el que huye de Cuba por el aeropuerto internacional del Triángulo de las Bermudas le deja en endoso las prendas y que su mamá fue actriz de televisión. Poco a poco me acostumbré a completar las afirmaciones que daba: “Escribo a las 6:00 am, casi desnuda, en el Caribe” Y todos, mentalmente, la imaginamos. “Tengo miedo: no quiero que me encarcelen por lo que digo de Cuba y tengan después que hacer enviar cartas a Suiza para sacarme…”, dijo, serguramente en serio y seguramente en broma. Asumió con altura el hecho de que su libro “Todos se van” circule en fotocopias en su país. “Firmo muchas fotocopias, coño, la gente con disimulo me da la mano y me dice, gracias”. No le parece extraño que la politicen, que en todas las entrevistas le pregunten irremediablemente las mismas cosas tarde que temprano: “En la escuela (en Cuba) te decían desde chiquito por qué no había nada qué comer, y entonces sabías que era por el embargo. ¿Cómo separar lo que tú escribes, cuando eres sorda, ciega y muda? Somos politizados desde el nacimiento, y todo el mundo te politiza: eres Cuba, el Ché, Fidel”. Algunos la miraron impávidos al oír que una mujer se declarara machista y asumiera de un modo sumiso ser tan capaz de llevarle el periódico al sofá al hombre que ama como de aceptar la censura de sus libros como una condición vital, acaso ética, porque una escritora incipiente como ella no merecía aun ser publicada si amigos suyos, ya escritores consumados, como el hijo del poeta Eliseo Diego y Reinaldo Arenas, seguían con obras grandiosas pero impublicables en su patria. Hubo un momento en que ya nadie permanecía obnubilado mirando su pelo, sino atento a sus palabras. Las últimas respuestas de Guerra fueron sorprendentes. Eran alusivas a su novela “Todos se van”. ¿Por qué no se va también Wendy Guerra? “Porque alguien tiene que quedarse y hacer el reporte del tiempo”. 
El final de la escena llevó a todo mundo al borde de la histeria: “No puedo creer que un hombre tan inteligente como tú (le dijo al economista colombiano quien tentó al diablo preguntando qué pasaría en Cuba cuando Fidel también se vaya) me haga esta pregunta de aeropuerto, primera fila, con ejecutivos al lado…ja… Fidel ya no se va… Pasó a la historia…
No la pude entrevistar. Se fue en limosina, como una verdadera Diva.
Día IIII

Bogotá 39 sirvió para que los escritores, con una que otra ayudita, se hicieran su propia publicidad. Es la ley del mercado: si no muestras, no vendes. Si no te promueves, no vendes.
Si bien había un pacto de honor entre ellos de no opacar al otro, de no robarse la atención, algunos brillaron con más intensidad que el resto. Por suerte (para la literatura) el ingenio jamás será prueba del genio, y para descubrir qué clase de escritores son, o serán capaces de ser, habrá sin duda que leerlos y descubrir hacia donde irán. 
No asistí a las charlas con Thays, ni con Fabrizio Mejía, ni con los otros 38 (38, porque Junot Díaz falló). Pero los vi en la última prueba de fogueo: la despedida del público en el corazón de Bogotá. La prueba de mal gusto por parte de los organizadores. ¿Qué decir de un evento insulso como una comparsa? Que una mesa de 38 es demasiado. Todos estuvieron a nivel: respondieron con agradecimiento brevemente; agradecieron insulsamente el alcohol bebido, la buena comida digerida y las atenciones múltiples. Dijeron las frases de marras para los agazajados en cualquier evento cultural, deportivo, político o científico: que Bogotá era una ciudad bellísima. Que volverían dentro de diez años, si los invitaban al Bogotá 49 (Garcés). Que lo mejor eran los sendos libros que se llevaban (Pedro Mairal). Que los gustos los definieron (¿Cómo generación?) (Ungar). Que de cuatro días así podría extraerse toda una vida de felicidad (Gabriela Alemán). Pero el acto más acorde a la naturaleza pueril de presentación en sociedad de dicho evento fue el último minuto que aprovechó Roncagliolo para promocionar su próximo libro, ya cercano a salir, y la canción de Silvio Rodríguez que dedicó Wendy Guerra al público para mostrar sus dotes de cantante frustrada. Alejandro Zambra recitó mal una cueca de Violeta Parra. Ricardo Silva utilizó un poema de Emily Dickinson para sabotear subliminalmente el evento: “que triste ser alguien”. Iván Thays fue el más acertado al decir que era curioso (¿Por qué no “estúpido”?) estar como saltimbanquis danzando delante del libro cuando el lugar de los autores era siempre estar detrás... Fabrizio Mejía, lo resumió, el Bogotá 39, con su ojo de cronista: “Lo único valioso que he hecho en tres días es recomendar libros de poesía a unos poetas de trece años en una biblioteca lejana del centro de Bogotá”.
La gran ausente de esta jornada fue Ena Lucía, que no apareció. ¿Qué hubieras dicho tú, Ena? ¿Te habrías dejado avergonzar por los lentes oscuros de la Guendy esa? No. Tú no eres de las que se siente vergüenza ajena. Habrías dicho sencillamente, ácidamente, que la literatura no es un calendario para hacerse fotografiar, y ya.
El resto llovió sobre mojado —en español y en portuñol—: Bogotá que linda eres, que linda eres, Bogotá… con tus cerros poblados de pino y urapán, con tus jardines floridos, con tus mujeres amables, con tus restaurantes y bares y todo lo demás…
Y aquí acabamos, señores escritores que mañana se van. Bogotá es bonita en limosina, tras un cristal, como la vieron ustedes, en una suite, en un casino, dentro del bar. Bogotá es divina por cuatro días de buen comer, de culto hablar. Ojalá que vuelvan pronto, si quieren, a quedarse, y tal vez cambien de opinión y empiecen a notar los malos olores, los muertos, la ruina. Más allá, hacia el sur, se cuecen habas.

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