El efecto Feng Shui

agosto 30, 2008

El Feng Shui, el arte milenario de hacer fluir la energía por los espacios cerrados de una casa, dice que los libros hay que organizarlos por colores. Haciéndole caso en estos días, me di cuenta de que mis libros no tienen colores. La mayoría, como los adquirí de segunda mano, o lo rescaté de un naufragio amoroso, lucen un tanto envejecidos, crema o hueso, y algunas colecciones de hace tres décadas están ajadas, y otras adquisiciones que no eran mías llevan un luto conyugal. Debe ser eso lo que me recuerda que el peor enemigo de los libros no son las polillas, sino los divorcios. Mis libros, los decolorados que me quedan después de algunos divorcios y de las avanzadillas de un que otro amigo biblióvago como yo, los he mantenido agrupados en escala de grises por un par de semanas, hasta que he decidido rotarlos otra vez, ayer. Entonces me he dado cuenta de esto: la actividad doméstica favorita es cambiar de puesto los libros que quiero.

En eso invierto más tiempo incluso que el aseo del cuarto mohoso en el centro de Bogotá donde resido. Hubo un tiempo en que los quise organizar por temas, pero entonces me di cuenta que con los cumpleaños me había vuelto monotemático: la literatura ha desplazado todo lo que no sea literatura desde hace años de mi anaquel.

Los años, los cambios de casa y las pérdidas han ido tamizando los libros que considero valiosos de aquellos que no lo eran tanto. Los que sobreviven son los más valiosos para mí.

Hubo un tiempo en que quise tenerlos todos, de todos los temas, colecciones, catálogos completos, enciclopedias. Había gente que se sorprendía de encontrar entre mis cosas un libro de pájaros, Los pájaros en su individualidad de Len Howard, y preguntaban por qué. Tengo libros sobre caza mayor, sobre el sexo en los chimpancés, sobre plantas enteógenas. ¿Por qué? Porque todo eso me interesa. También quiero saber de etimología, de juegos de mesa, de manuales, guías turísticas, enciclopedias de crímenes, autoediciones rupestres, y así ha ido creciendo mi biblioteca de referencia, a gran velocidad. Los compraba en el agáchese de la carrera séptima, los domingos Bogotanos.

Luego me empecé a deshacer de aquello que ya me era innecesario o insoportable cargar, como bibliotecas universales hechas por los periódicos y que circularon con los periódicos. Los bets seller de oveja negra, la biblioteca básica Salvat, y la colección popular del Instituto Colombiano de Cultura, la biblioteca universal El tiempo me sigo usandolos como permuta con el más inocente: a mi gran amigo Abel le cambié veinte simplicidades mías por dos ediciones decentes de Hemingway y Dashiell Hamett. Las demás las cambié en la mejor librería de Colombia que hoy ya no existe, pero que quedaba en la sacristía de la iglesia antigua de Piedecuesta- Santander, y donde compré por un precio irrisorio a Herman Broch y a Boris Vian y a Philip Roth por quinientos, mil y dosmil pesos no sé cuánto tiempo ha.

La verdad es que ya nop sé cómo ordenarlos. Lo he intentado de varias formas: por orden alfabético, por nacionalidad, por tamaños, autores y colores, por afinidades electivas, por amistades, por países, por ciudades.

Los he organizado como la librería en que dormía un ratón: por sus tamaños. Pero no me gustó esa uniformidad de castillo de naipes ensamblado a la perfección. Por nacionalidad desistí cuando me di cuenta que una biblioteca dividida en literaturas nacionales sólo amerita tal organización cuando pasa de tres mil volúmenes hacia arriba. Aun no he llegado a la cuarta parte de esa cantidad con mis libros, aunque ganas no me faltan de organizarla algún día. Lo que me falta es plata para gastarla en libros.

La mejor biblioteca es la que se hace con libros ya leídos. La que se hace con libros por leer puede terminar sirviendo sólo para lo único que no debemos tener una biblioteca: para la ornamentación (como en los consultorios dentales donde ahora los médicos que simulan ser cultos compran sólo lomos que simulan ser libros).

Al respecto tengo una anécdota: hace pocos días me lancé en la calle sobre un libro encuadernado con fineza que, yo juraba, era Rojo y Negro de Stendhal, pero que resultó ser una mera carcasa con peso inexistente y con un título new age para la actividad lúdica que le correspondió en su antigua vida de escondedero de mariguana: Tratamiento para la Nostalgia. Ahora lo uso de caja fuerte para esconder chocolates, que a los dos días huelen también a mariguana.

HAce poco he empezado a anotar en algunas tapas el lugar donde los adquirí o encontré. También etiqueto en un cuadernillo con un rótulo el título y autor. Y hago listas de libros que me faltan para completar un vecindario. Al que sigue luego una búsqueda paciente que puede durar meses (lo que tardo en conseguir la plata, o rastrear una edición de segunda, o robárselo a algún desprevenido inocente que me invite a su casa). En esos meses puedo desistir del entusiasmo original. Bien porque, o el libro ha ido borrándose entre las brumas de otras lecturas, o porque alguna opacidad repentina viene y los desluce en mi cabeza. Pero si un autor sobrevive a esos meses de prueba, si algo por dentro me dice que no podré dormir tranquilo y ser un hombre normal hasta que ese libro que me cautivó repose entre los únicos predios de que me enorgullezco, entonces lo compro.

La semana antepasada los organicé en dos bloques: ensayo y novela.

Pero después comprendí que el patrón diferenciador entre lo que llamo “ensayo” y lo que llamo “novela”, ha difuminado sus fronteras y no tiene ninguna razón de ser. En mi anaquel, Pascal, Nietzsche y Schopenhauer son clásicos de la literatura, no de la filosofía y se confunde con libros de Vila Matas y Borges.

Ayer, mientras los cambiaba de puesto una vez más, he encontrado una solución ex –machina para darle salida a mi problema de organización, así como los griegos hacían que un dios arbitrario entrara en escena y dispusiera de los héroes a su gusto y cuenta en una tragedia.

Difundir ese hallazgo es lo que me lleva a escribir este post.

Creo que al fin he logrado el modo más literario que exista para organizar una biblioteca, que es al mismo tiempo el más arbitrario: el vecindario.

Basta preguntarse junto a quién le gustaría usted vivir en una calle de este mundo, o compartir la tumba del cementerio, método panteón. Si la muerte es como la imaginara Rulfo en Pedro Páramo, un lugar donde la conversación continúa, al final podemos ponernos siempre a conversar con los vecinos de un purgatorio muy afable si nos toca con el miembro indicado. ¿Junto a quien le hubiera gustado compartir casa al vendedor de seguros de Praga? ¿Kafka junto a Herman Melville? ¿Josep K junto a Bartleby? ¿De qué hubieran podido conversar Vonnegut y César Pavese? ¿Y qué tal Pavese con otro gran diarista: León Bloy? ¿Y Bloy con Catherine Mansfield? ¿Y qué tal una eternidad mediando entre Malcom Lowry y Sartre como le toca desde ayer a Norman Mailer que reclamaba con insistencia un par de mujeres felonas, pero lo dejé en medio de estos dos cavernícolas para que se joda? ¿Y a qué dedicarán las tardes Elsa Morante y Natalia Ginzburg? ¿Y las noches de juerga entre Céline y Pierre Drieu La Rochelle? Preferiría no imaginarlo.

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Maneki-Neco

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