Sin remedio, Antonio Caballero

septiembre 25, 2008

Sin Remedio es una obra que aborda la ciudad de Bogotá como paisaje, el fracaso creativo como drama y el fin de las utopías revolucionarias como contexto. Esas ideologías de izquierda que atravesaron todo el siglo veinte desde la Revolución Rusa y que se arraigaron en América Latina después del triunfo de la Revolución Cubana y el auge de la Revolución Cultural China, y que se fracturaron luego por el revisionismo foquista, el pro-maoísmo, el pro-leninismo (siendo el caldo de cultivo para muchas de las guerrillas por las cuales trasegó Colombia) ya se perfilan caminando hacia su fin a finales de los setentas y comienzos de los ochentas, y en las páginas de Sin Remedio. Van en falso. Descarriadas. Previendo los enemigos capitalistas en cada esquina sin fijarse en la propia vereda, del mismo modo que los amigos de Ignacio Escobar, el protagonista de la historia, advierten en cada gesto anarco de este escritor fracasado una prueba de decadentismo ideológico-burgués, sin advertir la misma putrefacción en cada pase de cocaína que se despachan por la nariz. Ignacio Escobar se debate entre la desventura de pertenecer a una clase burguesa que detenta el poder, y aparentar no serlo. Vive en un apartamento de cierto barrio sumido en las medias tintas de no ser ni rico ni pobre. Sus amigos son revolucionarios de cafetería, y todos lo saben, pero evitan decirlo, para que lo diga Escobar y después refutarlo. Él los complace. Discute con ellos. Les señala su propia vergüenza, les desdeña su impostura mental, pero sigue frecuentando sus casas y sus fiestas hasta embrutecer.  Sexo y droga es lo que no falta en las mansiones de Chapinero. Sin embargo, su gran tragedia, la más grande de todas, la más temible y evidente desde el fuero interior, no es que la revolución haya fracasado en manos de tipos como sus amigos que pontifican sobre la emancipación de una clase popular a que no pertenecen, o que sus familiares lo vean ya como el disidente o el desclasado, un caso perdido que ya se adivina en la tez de su rostro demacrado por las drogas, sino que a su misma edad, los treinta años, el poeta Rimbaud ya había puesto punto final a toda su obra y había quebrado el lápiz. Él no.  
La novela de Caballero puede ser, sin competencia probada (y sin remedo) la transposición perfecta, en clave de ironía, del decadente ambiente del pequeño-burgués y la decadencia ideológica a comienzos de los años ochentas en Colombia (lo mismo que en cine representa esa sátira en clave de documental del director Luis Ospina llamada Un Tigre de Papel). Literatura urbana crítica, de la que advierte que el modelo de ciudad fracasó, coherente con el malestar que se produjo en la sociedad de transición de aquellos años. Literatura de la que otea sobre los muros de la ciudad dormida para advertir que son ruinas y no hombres soñando quienes yacen allí. Así vivió la juventud pequeñoburguesa el fin de las ideologías. Así neutralizó un sector oligarca la invasión de emigrantes por la guerra: excluyéndolos a los cinturones de miseria que nadie quiso mirar. Los coroneles Buendía de esta novela no son los épicos de García Márquez, sino asesinos disfrazados de gente honorable, y los senadores y obispos son mafiosos y pederastas encubiertos, fantasmas nocturnos en una ciudad con ribetes de infierno. La estratificación de la Bogotá de entonces empieza a desechar ya a los marginales en un mundo misterioso que en la novela de Caballero nunca aparece como paisaje directo, sino como territorio alusivo: El sur. El profundo sur donde anidan las ratas, donde anclan los desterrados, el hampa y todo el pueblo que ya no se emancipará. Una ciudad literaria como ésta no miente. Una ciudad invisible, pero desmesurada como las páginas que la contienen. “Una ciudad renegrida, reblandecida, informe, pululante de gente, como una gruesa morcilla purpúrea cubierta de insectos, bruñida de grasa, goteante, rellena de dios sabe qué porquerías: sí, de sangre putrefacta”. 1984.

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