Los mercenarios de Gustav Flaubert

agosto 05, 2009


Antes del libro, unas palabras acerca de El método pesquiso-paranoico de Flaubert:

Durante el viaje que hizo Flaubert a Túnez para documentarse sobre Cartago, al novelista le prendieron la sífilis. Algo que lo jodió de por vida, lo retiró de un mundo bohemio y putañero en París y lo confinó a escribir juiciosamente en Rohan. El método de Flaubert, el famoso método que lo llevaba a comprobar miles de fuentes antes de escribir una línea, sumergirse en mapas y estudios de geografía antes de describir un paisaje, absorberse manuales de siquiatría antes de dibujar un perfil sicológico, deshojar anales de historia antes de inmiscuir un dato erróneo que se vuelva incuestionable en sus historias y la manía paranoica de juntar dos palabras idénticas en el mismo párrafo por no faltar a la eufonía, se lo debe Flaubert menos al rigor, que a esa sífilis adquirida en Túnez.
Fue la sífilis la que lo confinó como un monje en Rohán.
Fue la sífilis la que lo mantuvo al margen de todo en “la torre de marfil” y concentrado en su obra.
¿Si la disfrutó o fue una tortura?
Eso no lo sabemos.
Pero Salambó bien vale una sífilis.

El argumento de Salambó
Archiconocido: la hermosa y doncella Salambó, hija del generalísimo Almícar, general Cartaginés, es verstal de un templo donde se guarda el tesoro de Cartago: un manto de la diosa que protege a la ciudad de todo mal y peligro. Esta hermosa mujer, al finalizar la guerra contra Roma, es pretendida por un bárbaro de baja estofa de los que acampan en su templo, y con el pretendiente viene la osadía y con la osadía el robo del tesoro de Cartago y con el robo la deshonra de Almícar y de la ciudad y, por supuesto, el detonador de la guerra contra los antiguos aliados. En un plano superficial y aburridísimo podríamos decir que el tema de Salambó es la historia de esa Pasión-Odio que nace del pecho de un bárbaro por la hija prohibida de un general cartaginés y la deshonra por consiguiente de la muchacha pretendida que la hace resarcir su vileza (perder el manto de la diosa) con perjurio (entregar su virginidad para recuperarlo), pero que de este acto, ante los ojos fanáticos de su pueblo, el perjurio se convertirá en altruismo y en consecuencia la convertirán en heroína.
De otro lado está el problema de la virginidad de la hermosa Salambó.

¿El bárbaro buscaba su cuerpo, o arrodillar a Cartago?
¿Y a ella le gustó el bárbaro la codiciara tanto como un tesoro?
Parece. Sólo “parece”, porque Flaubert nunca lo dice. Lo que sí parece insinuar es que una mujer vale tanto como un país en esa época. Al final nos mata a la heroína y nos convierte la epopeya en tragedia y difunde la sensación de que la hermosa Salambó no podría vivir un día más sin su temible bárbaro. Un bárbaro también vale un reino.

El asombroso parecido de la antigua Cartago con la actual Colombia


El otro argumento, el moral en la novela Salambó, es el mismo dilema de Colombia después de un fallido proceso de pacificación: ¿qué hacer con los mercenarios después de una guerra? ¿Jubilarlos? ¿Cobrar impuestos a los civiles para pagar los compromisos adquiridos con los mercenarios?
Ni con toda la plata del mundo antiguo o de un moderno país que no vale una mierda se conformarán los hombres enseñados a dar muerte. Si les pagan, volverán a matar, porque se acostumbraron como bestias a la atrocidad cotidiana. Y si no les pagan, también volverán a matar, porque de algo hay que vivir, patrón, no pierda cuidado.
Flaubert dice que en Cartago, hace dos mil años, no sabían qué hacer con los soldados y “héroes” de todas las pelambres que la liberaron de la opresión romana: los halagaron, les prometieron su paga, devolverlos a casa, sólo que antes de pagarles debían alejarse de la ciudad e ir a acampar lejos para no escandalizar a los ciudadanos con sus prácticas inmorales y, sobretodo, para no arruinar a Cartago con el despilfarro de su solaz.
Dice Flaubert que los mercenarios “no sabían qué contestar a tales promesas. Aquellos hombres acostumbrados a la guerra, se aburrían en el recinto de una ciudad”.
En la primera página del capítulo II se describe de forma magistral el desfile de bárbaros al salir de Cartago para esperar aquella paga: “Desfilaron por la calle de Khamón y la puerta de Cirta, mezclados arqueros con hoplitas, capitanes con soldados, lusitanos con griegos (léase decapitadores con tasadores, torturadores con fusileros, Bloque Centauro y Bloque metro). Marchaban con paso firme, haciendo resonar en las losas sus pesados coturnos, sus armaduras estaban abolladas por las catapultas y sus rostros curtidos por la intemperie y el polvo de las batallas. Broncos gritos salían de entre las espesas barbas; sus cotas de malla, desgarradas, entrechocaban con los pomos de las espadas, y a través de los agujeros del bronce se veían sus miembros desnudos, espantosos como máquinas de guerra. Las sarisas, las hachas, los venablos, los gorros de fieltro y los cascos de bronce oscilaban al unísono, llenaban la calle, rebosante hasta estallar sus paredes, y aquella interminable masa de soldados armados fluía entre las altas casas de seis pisos, embadurnadas de betún. Detrás de sus rejas de hierro o de cañas, las mujeres, con la cabeza cubierta con un velo, contemplaban en silencio el desfile de bárbaros”.
Ahí van los “terribles monstruos” que liberaron la ciudad de un enemigo mayor, los mismos que dentro de poco amenazarán con volverse contra Cartago y destruirlo todo.
Pero enseguida Flaubert, que no era ingenuo, describe el pensamiento general del ilustrado pueblo de Cartago, que quizá puede ser más elocuente en materia de ruindad que el panorama bárbaro: “Todos, sin embargo, se sentían agobiados por la misma inquietud: temían que los bárbaros, conscientes de su fuerza, tuvieran el capricho de continuar en la ciudad. Pero se iban con tanta confianza, que los cartagineses se mezclaron con los soldados. Se los abrumaba con promesas, juramentos y abrazos. Algunos los incitaban a que no abandonaran la ciudad por ardid político y audaz hipocresía. Arrojaban a su paso perfumes, flores y monedas de plata. Les daban amuletos contra las enfermedades, pero no sin haber escupido antes tres veces encima de ellos para atraer la muerte o encerrado tres pelos de chacal, que vuelven el corazón cobarde. Se invocaba a grito herido el favor de Melkart y, por lo bajo, su maldición.”
Me gusta esta sutileza de Flaubert para dibujar otra barbaridad: la del pueblo civilizado que designa quién es el bárbaro.
Para entablar la relación, si bien me acuerdo, Colombia en el 2005 también aplaudió la labor de sus asesinos a sueldo para emancipar el campo de Urabá y el de Putumayo y el Magdalena Medio y la Costa Atlántica de un mal mayor, pero después invitó cortésmente a esos mercenarios a ocupar las fincas de las afueras y así ganar tiempo para reunirles la paga. Colombia también les dio como los cartagineses a los Bárbaros abrazos y discursos y monedas a su paso, pero no olvidó escupir ni invocar la maldición para que fueran extraditados. Tanto en Flaubert como en la mediocre novela de guerra que es este país suramericano, las dos sospechas se constatan: los bárbaros descubrirán que la promesa no se cumplirá, que no les van a pagar recíprocamente la vida y la fuerza bruta invertida en su guerra, y los ciudadanos de Cartago (Colombia) que se quejan de no poder pagar la deuda a los bárbaros preferirán pagar a nuevos mercenarios los costes de una guerra aun más devastadora que terminará arruinado a todo mundo y dejando miles de muertos, veremos.
Cualquier parecido con nuestra debilidad por los mercenarios no es pura mala leche de Gustav Flaubert, novelista francés, uno de los mejores, que ya no volverán, sino puro oportunismo de las élites colombiana acostumbradas a premiar el envilecimiento y después lavarse las manos.



¿Cómo hacer literatura con la verdad histórica y no frustrarse en el intento?


Antes que nada hay que decir que la verdad y la historia, así como el periodismo y la realidad, van por caminos separados. A veces hay que corregir a la verdad, ciertas veces habrá que corregir los diccionarios y casi siempre hay que corregir la historia y siempre siempre a los periódicos.
Dicho esto hay que volver a formular la pregunta: ¿Cómo hacer literatura con la verdad histórica y no frustrarse en el intento? Como Flaubert.
En el capítulo 8 de Salambó que trata sobre la batalla de Marcar se lee esta nota que debería ser un ejemplo elocuente y aleccionador que diera más ánimos que desconcierto a los escritores de guerras: “Flaubert tardó tres meses en escribir este capítulo (que sigue al relato de Polibio), y rehízo algunos pasajes hasta catorce veces. El capítulo mismo ha sido, en su conjunto, retocado nueve veces”.
Lo asombroso no es sólo que dicho capítulo lo compongan escasas diez páginas, sino que siga casi literalmente a Polibio sin ningún rubor y cuando se le da la gana lo tergiverse. Para Flaubert la verdad histórica es sólo un mapa, o un algoritmo de instrucciones para reinterpretar. El Dios de la verdad que imparte órdenes, pero al que no es posible seguir en todos sus mandatos ni se puede arrodillar una obra literaria. Flaubert sigue la historia como un explorador rebelde que le cree poco al mapa. Por eso se da el lujo de cambiar los hechos. Flaubert apela a su método acostumbrado de acopiarlo todo sobre un tema, apropiarse de todo lo que escribieron los antiguos historiadores sobre Cartago y se sirve de ello para encajar las partes de su historia como le da la gana. No le importa la similitud de las frase con las de Polibio, porque en seguida las aumentas o las destila, casi siempre mejorándolas (y no hay original si es mejor la copia, según decía uno de los mayores estilistas de la lengua alemana: Karl Kraus). Si su frase, sin embargo, se distancia del testimonio histórico, tampoco le importa, porque a la novela no le importa la verdad histórica sino la verdad literaria, y la literatura sabe más que la verdad. Si polibio dice que los habitantes de Cartago inmolaron niños a un Dios oscuro para salir del sitio, Flaubert cuenta entonces la tragedia interna de un general que se ha pasado la vida escondiendo a su hijo para no tener que ofrecerlo en sacrificio. Si el historiador dice qué, entonces Flaubert dice cómo. Ese aprendizaje esencial debería tenerlo todo pelagato escribidor que aborde cualquier pasaje registrado por la historia si no quiere vivir en el incesto mental de estarse follando en sueños al primero que lo contó, si no quiere vivir con el mal sabor de haber cavado una cantera ajena.
Los temas pertenecen a todo el mundo, la forma es intransferible.
Salambó es la prueba de varias y viejas ideas tópicas: la literatura es el sueño de la historia (Borges). La historia es la hija bastarda de la literatura (Graves). La literatura, a diferencia de la historia, es capaz de generar pasión (Serrano).
De modo que hagamos otra frase tópica: la literatura tiene la obligación y la libertad de de ver y de hacer lo que la historia no. Creer que los hechos históricos no pertenecen a la imaginación, es una miopía. Flaubert hace con Cartago lo más dignificante que se pueda hacer con el pasado: tergiversarlo. Contar la historia como si fuera ficción. No le importó que lo censurara el futuro lector-topógrafo al leer que hay un abismo donde no lo hay, ni que el lector-arqueólogo pusiera en duda la existencia de un acueducto en Cartago cuando tampoco hubo. Flaubert necesitaba un acueducto para introducir a dos de sus protagonistas bárbaros en Cartago para luego dejarla morir de sed durante el sitio, así que lo puso: levantó piedra sobre piedra y automáticamente la ciudad se inundó. Flaubert necesitaba acercar al lector a un mundo supersticioso y por eso crucificó leones y cinocéfalos sacrificados a la luna y caballos consagrados al sol, y si el lector-historiador se sorprendió de hallar en Cartago un culto que pertenecía a los egipcios, Flaubert replica con su autoridad ecléctica: “yo no digo que fuesen consagrados a Esculapio, sino a Eschmón, asimilando a Esculapio, Iolaus, Apolo y el Sol”, dioses de todas partes, válidos para todas las cosmologías del mundo antiguo, y válido para un crisol de pueblos como debió serlo Cartago en guerra.
Flaubert no tuvo miedo de fallar a la verdad. Con cada falta, con cada tergiversación a nombre del arte, mejora la historia. Una novela que conjuga el barroquismo estilístico con una eficacia narrativa del siglo XIX, parece mentira que se deje leer hoy con tanto interés y parece mentira que trate de un mundo tan lejano si parecer arcaica. Al contrario, parece tan actual por su nivel de ironía y su poder de inmersión. Parece mentira que la hubiera escrito un ratón de biblioteca encerrado en una mansión rural y que nunca empuñó una espada ni enarboló un hacha ni destripó enemigos ni decapitó a nadie (aunque ganas no le faltaron)
¿Sabía que estaba haciendo una obra de arte muy nueva con una historia bastante viaja?
Tal Vez. De lo contrario no habría escrito esto en una carta mientras la redactaba:
“Salambó, 1. Irritará a los burgueses, es decir a todo el mundo; 2. Dejará nerviosas, asqueadas a las personas sensibles; 3. Fastidiará a los arqueólogos; 4. Parecerá ininteligible a las damas; 5. Me hará pasar por pederasta y antropófago… ¡Baudelaire quedará contento! Seamos feroces, derramemos aguardiente sobre este siglo de agua azucarada. Ahoguemos al burgués en un licor de once mil grados hasta que se le quemen los hocicos. Que ruja el dolor”.

Post Scriptum

Si algún día escribimos un decálogo del buen novelista en este blog, en alguna parte deberemos poner algo así:
Si usted es un novelista interesado en la novela histórica, debe perder el miedo a faltarle a la verdad. La literatura es más importante que la verdad. Porque el arte es más importante que la verdad. Una verdad que suene mal, debe cambiarse por una mentira eufónica.

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