La otra raya del tigre

septiembre 21, 2009

La otra raya del tigre es una novela cuyo paisaje literario se corresponde con un paisaje real para mí: ocurre en las montañas de Santander, muy cerca del pueblo donde nací.
Esas montañas descritas por Pedro Gómez Valderrama como cortadas a pico de botella, eran las mismas montañas que tenía frente a mis ojos al hacer una pausa en la lectura cuando una tarde de diciembre de 1998, después de sacar el libro de la biblioteca pública empecé a hojarasquearlo con desconfianza tomándome un café. Me detuve después de leer la descripción de una mujer que orina en la hierba y pensé: increíble. 
Pronto estaba completamente imbuido en la historia del alemán Geo von Lengerke, alcohólico y fugitivo que arrasaba con todas las mujeres que le pasaban por delante. El correlato que nos narra la historia la historia de la construcción de los caminos de piedra de Santander en la época de bonanza de las Quinas, cuando las guerras civiles amenazaron con la atomización definitiva de un territorio abstracto llamado Colombia y el emancipado y efímero Estado Soberano de Santander depositó todas sus esperanzas de desarrollo en ese alemán exportador que construiría una serie de caminos para desarrollar el estado y como ruta de comercio hacia el Magdalena con el fin de conectar a Santander con Colombia y a Colombia con el mundo. 
Un ejército de hombres huérfanos por la última guerra civil penetró entonces desde las selvas tupidas de la cordillera oriental siguiendo los mapas del corógrafo Agustín Codazzi y atravesó la llanura en busca del río Yuma que los condujera hacia el mar, y del mar a la Europa en expansión, ávida de febrífugos y alucinadores para sus pestes y dolores y miserias humanas. 
Sólo que antes de que se cumpliera el sueño Europa ya no tenía buenos ojos para la quina de Suramericana donde los árboles de esta especie prácticamente se habían extinguido por sobre- explotación continua desde la conquista, sino que se aprovisionaban de las Indias Holandesas. La ruina para el Estado Soberano de Santander se sintió venir una vez más, y el malogrado sueño de Lengerke de abrir caminos como rayas de tigre terminó con la patente del químico Félix Hoffman —cuando alentado por las reiteradas insistencias de su padre reumático, que ingería ácido salicílico para mitigar el dolor de las coyunturas, logró sintetizar el derivado acetilo de dicho ácido y descubrió así la aspirina- y la inutilidad de la quina fue otra bonanza perdida por Colombia. Entonces el Estado Soberano trasladó la esperanza al café, y cuando el café también cayó en los precios internacionales unas décadas después, todo el mundo se quebró en Santrander y el espejismo del desarrollo se volcó en la guerra civil de 1900. Y los caminos de Lengerke volvieron a cubrirse de ortigas hasta que debajo de las ortigas brotó el petróleo.
Era la fabulación de una historia sobre el fin del feudalismo, sostenida sobre un sustrato histórico real. Lengerke existió. Sus caminos siguen allí y lo atestiguan. La quina abundó en sus tierras. Y una gran colonia alemana pobló a Santander. Algunos hombres que participaron en ese sueño se instalaron en Zapatoca y poblaron esa tierra con la bastardía alemana. Muchos pelirojos y ojiazulados decían que eran hijos ilegítimos de Lengerke y compañía. 
Después de leer por segunda vez La otra raya del tigre en el transcurso de esa semana de 1998, mi amigo Jorge Correa que tuvo que escuchar mis despropósitos y agravios a todos los descubrimientos de aquellos años, me dijo: ¿quiere conocer el castillo de Lenguerke?
Pensé que era otra de sus tretas para emborracharnos mientras él hablaba y hablaba de literatura y me contaba anécdotas literarias que yo consideraba verdades literarias de a puño. Esta era cierta. Hasta el señor de los milagros de Girón donado por Lengerke por salvarlo de un naufragio. Hasta la pérdida de la gran campana comprada en España. Hasta las mujeres desnudas, danzando por los caminos y orinando sobre la hierba. Verdad literaria, que es lo más opuesto a la esquiva realidad.
Los caminos de piedra que se propuso trazar Lengerke y el castillo feudal que levantó junto al cerro de la Paz, seguían en pie, en 1998 y aun hoy, en la serranía de los Yariguíes que abarca cinco pueblos (Zapatoca, Galán, El Carmen, San Vicente, Simacota) y el castillo de Lengerke sigue ahí, en una vereda entre Bucaramanga y San Vicente, al pie del Cerro de la Paz llamado así porque en 1650 allí se pacto una tratado de paz entre los españoles que pensaban fundar un pueblo (con el nombre Pueblo Antiguo de León) y los indios Yariguíes que un día rompieron el pacto y lo incineraron con todos dentro. 

Era julio de 1998 y preparamos el viaje en un jeep Willys de la segunda guerra mundial que nos dejó a seis kilómetros, en un desvío de tierra ácida, amarillenta, plagada por los fantasmas de los guerrilleros muertos en los últimos años de la guerra local. Poco a poco empezamos a reconocer las cercas de piedra, los fragmentos borrados del camino empedrado y la línea recta que trazó Agustín Codazzi para comunicar el castillo de Montebello con la hacienda El Florito en una sucesión de estaciones de arriero que servían para llevar la yunta por jornadas de medio día. 
En ocasiones me detenía y esperaba a quedarme atrás para extraer el libro de la mochila y leer en voz alta algunos pasajes memorables que hablaban de un estanque con caimán a la entrada de la muralla, de la gran campana de bronce perdida en un desfiladero al desbarrancarse la mula, y sobre todo, los pasajes que hablaban de los amores fantasmales del alcohólico que aparecían como visiones fugaces dispuestas a dejarse poseer sobre los terrones de tierra dura y seca o sobre las teclas de los pianos para desaparecer luego como lancetazos de un mundo hedonista.

Cuando dejaba de leer y ponía el libro en la mochila, el poeta ya marchaba lejos, sin poner atención a mi lectura en voz alta, extasiado como iba en pos de una ninfa que nos servía de acompañante. Pero yo seguía empeñado en leer mientras caminaba, aun consternado por la constatación de lo fácil que era recorrer y comprobar la dosis de realidad o de falacia dentro de un paisaje literario y la evidencia de que un espacio geográfico y una persona histórica son susceptibles de ser ficcionalizados.

Poco después, al bordear de una curva, apareció el castillo. Entonces no pude ocultar mi decepción. Yo esperaba torres almenadas y esto era la casa de tapia de una hacienda. Entonces aprendí uno de los principios ineludibles de la literatura: magnificar lo nimio. Y degradar lo espléndido.
El castillo era una casa grande de tapia pisada. De la muralla impenetrable que protegía el castillo, no quedaba más que un portal de hacienda mediocre, con tablones apolillados. No había un empedrado grande y un portal para que ingresara el coche de caballo. Ni había caballerizas. Ni almenas. Ni calabozo. Ni armería. 
La imagen profunda de esos castillos medievales con torres y fosos defensivos, se vio convertida de pronto en una simple y escueta casa de fundo español, con muros de adobe y teja de barro y patio interior. El balcón del cuarto del alemán estaba elevado sólo a un metro del nivel del suelo. Al leer, mi mente caprichosa sublimaba el paisaje. Tenía fresco el recuerdo de una serie hecha por Carlos Mayolo sobre Lengerke y suponía una copia de castillo medieval. Había un perro sarnoso y sin muelas ladrándonos sin mucho esfuerzo y un marrano que pastaba con las gallinas.
Un anciano grueso, de pelo blanco y mano temblorosa de parkinson, pintaba los amplios muros del caserón con pintura rosa.
“Ey, abuelo: ¿ésta es la hacienda Montebello?”
“Sí, señores: la casa del senador Robledo”.
Fue el momento sublime de aquella tarde. Ahora la hacienda pertenecía a un senador de la república, que solía llegar en helicóptero y recorrer desde el aire sus fanegadas.
Entonces el anciano nos explicó los cambios de la nueva remodelación y de lo que se perdió del patrimonio. Habló de los muchos años que llevaba como obrero en aquella hacienda, de sus cuatro dueños anteriores, a cual más peor que el otro, del incendio que destruyó las ensenadas y los túneles del ala occidental, de aquel imbécil propietario que mandó derrumbar la muralla que rodeaba el palacio para hacer de la casona un lugar amable abierto a todo mundo, de la reforma agraria que hizo la guerrilla contra los hacendados en treinta años de extorsiones continuas, de los sembradíos de coca que tenían los paramilitares al otro lado del cerro de la Paz, de sus nuevos dueños que venían a pasear la hacienda en helicóptero una vez por año y quienes le habían ordenado pintar de aquel color rosado sus muros otrora blancos, y luego viendo nuestra cara de aburridos pasó a las leyendas: del jinete negro que a media noche aparecía por el portón principal soltando chispas incandescentes y amedrentando a los perros, de las sombras de viejos muertos que se paseaban por todas las habitaciones mientras dormías o te masturbabas, de los treinta exploradores que una noche acamparon dentro de la casa y sintieron los pasos de un hombre espuelado que les pasaba por encima, de los gritos y alaridos como cuchillos rasgando la noche, de la campana que se oía a plena luz solar en mitad de los potreros desiertos, de las mujeres desnudas que te invitaban a la cocina con un movimiento de seducción y cuando las habías perseguido para tener sexo medieval con ellas desaparecían sin explicación en el cuarto oscuro de la alacena y tú caías en estado de inconsciencia. 
El libro era mejor que la realidad. Y eso era la ficción, una sublimación de la realidad.
No olvido aun el picnic servido al mediodía más caluroso de aquel año en el pastizal que alguna vez estuvo empedrado y sirvió de cuadra de caballos y aparcadero de mulas aperadas. No olvido tampoco que para amenizar la decepción, esgrimí el libro de Pedro Gómez Valderrama y empezamos a leer a cuatro voces la historia de un piano que atravesó el océano para remontar el río grande de la magdalena y podrirse de polilla en un rincón de aquel palacio. 
Entonces vi la ninfa. Corría descalza mientras el patrón la perseguía, la desvestía y la sentaba sobre el piano. Volví a mirar entre los árboles y vi a otra dama que me hacía señas obscenas y encandilado por el febril espejismo la perseguí por el potrero y entusiasmado me fui quitando la camisa cuando hizo un gesto de que me quedara en cuero como iba ella y mientras intentaba zafarme un zapato y rodaba desapareció y luego decepcionado empecé a buscarla, semidesnudo en el forraje que rodea el terreno aledaño del viejo castillo, como un alcohólico alemán enfermo de poseer, enfebrecido, sin quina.

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Maneki-Neco

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