El loco

septiembre 21, 2009

Antes de morir, atropellado como un perro sin amo, escribió para sí mismo:

Soy el chanchito poeta
Mis enemigos dicen simplemente CHANCHO HIJUEPUTA
CHANCHO MIERDERO
CANCHOTE DE MIERDA
Pero ellos no saben que bajo mis sobaco de zanahorias
Guardo un portafolio blanco y rosado como mis naricitas de alcanfor
Para cuando no como ni me baño en el dulce barro del resto
(Del resto lo único que sirve es el resto)

Del plato opulento del resto yo derivo mis poemas
Dulzuras de galletas en almíbar
Ternuras de duraznos sancochados
Frituras de manzanas en su color original y adobadas en azúcar
Allí, allí bajo sus adorables mesas derivo el sagrado plato de la poesía
Mía
Mía
De nadie más que del chanchito poeta
El que sobrenada en la sopa de frijoles con chicharrón fraterno
Donde encuentra la saladita musa su mejor canción
Un chicharrón es una veta de ilusiones siempre vírgenes
Una cantera de sabrosuras líricas incomparablemente más jugosas
Que las de cualquier paraje iluminado por un pastel de crema

Allí medro en medio del resto que ha terminado por despreciarme y
Pedirme
No mastiques en voz alta tus poemas
No resoples tan frondosamente ayes de placer
Bebe para ti el agua mala de tu inspiración y calla chanchito

Te dejaremos engordar tus papeles de ilusión y tus eructos…
Algún día almibarán el principio de algún banquete nuestro.

Su apellido: Gómez Jattin. Su nombre: Raúl del Cristo. Y dicen que estaba loco, que frecuentó los andenes y los manicomios, y allí, entre perros hambrientos y alienados escribió su peor poesía, según otros. Yo creo que no. Que todos los poemas fueron el testimonio luminoso de su dolor. Que no estaba loco cuando se paseaba desnudo por la casa de sus amigos y se comía una cubeta con cuarenta huevos en una sartén y un litro y medio de gaseosa. Eran los huevos y la gaseosa que le debían de mil noches dormidas con hambre, en un andén, oliendo pegante y tomando alcohol impotable para soportar el frío. No estaba loco. No lo estaba cuando lanzaba mierda contra las ventanas de los recintos sagrados de la poesía en Colombia, porque en ese acto simbólico les estaba regresando en todo caso un poco de lo mismo que allí le dieron. No estaba loco cuando convirtió los libros de derecho y los poemas de José Asunción y Guillermo Valencia (que le quedaban de su paso por la universidad y su repaso de la historia de la literatura colombiana) y le arrancó las hojas a todos y las dobló en avioncitos de papel que después incendió con fósforos y luego lanzó por la ventana del apartamento (y que duraron una tarde entera, cayendo y cayendo, por los ventanales del edificio para desmenuzarse luego convertidos en ceniza sobre las cabezas de los policías que iban a detenerlo). No estaba loco cuando liaba cigarrilos de marihuana en las hojas del Código Civil y compensaba el desequilibrio de la mesa coja con el Código Penal. No estaba loco cuando regalaba su ropa a otros más menesterosos que él y caminaba desnudo en el patio del manicomio, pidiendo ser dios para repartir almas. Locos estaban los otros. El resto del resto. Los que cambiaron la pluma y el vino por un portafolio y una presidencia ejecutiva en cualquier banco de la república. Sigmund Freud, el rey de los locos, adujo que cuando la mitad de los hombres comparten un mismo delirio, a ese delirio lo llamarán entonces ciencia, cultura, religión, política y patriotismo. Cuando el delirio lo comparten sólo unos cuantos, se les llamará terroristas, anarquistas, guerrilleros, desquiciados, desalmados, energúmenos y se les matará, se les perseguirá, se les callará, se les hacinará en una cárcel, en una galera, en una mazmorra, en una arrabal, en un extramuro o en un manicomio —como lo hicieron en Colombia con nuestro último poeta del siglo pasado—. Ese es el camino del apestado. El camino que le tocó a Jattin, el más aplicado alumno del colegio de la Esperanza en Cartagena, el asmático que nunca hacía ejercicio, el más pulcro, el de la camisa abotonada hasta el último ojal del cuello, el estudiante tímido y encorbatado (y tal vez el mejor estudiante de derecho en la universidad de su época) y el actor revelación del teatro y la poesía colombiana. Poco a poco, paulatinamente, se fue transformando de leguleyo en arlequín. Poco a poco empezó a rasgarse con discreción las vestiduras. Cayó el saco, trozó la corbata, emergió de la timidez, se ensució el cuello y los puños inmaculados de la camisa, y desvaneció la razón en versos, hongos alucinógenos y borracheras sin final. Poco a poco aquellos que tuvieron el dulce martirio de conocerlo, le vieron perder uno a uno de sus dientes como Voltaire y Antonine Artaud, le vieron una tarde mendigando monedas y asaltando a quien no accediera a dárselas para comprar un pan y una botella de alcohol impotable que sería mezclado luego con gaseosa y así cauterizar las heridas del corazón y del hígado. Empezó gritando parlamentos en los escenarios y terminó gritando poemas en una acera, de madrugada, sin tener dónde reclinar su cabeza llena de sueños para dormir un rato. Poco a poco el estudiante aplicado de derecho, el que seguía al pie de la letra las indicaciones de Joaquín Pablo, su viejo, para ser un abogado importante de la costa caribe, se rebeló, empezó a leer a Nicanor Parra, a Machado, a Cavafis, a Juan de la Cruz, a Pessoa, al tuerto López, a García Lorca, a Jorge Manrique, a los clásicos griegos, y a descreer de todo y de todos. Poco a poco, tirado en una hamaca, debajo de un naranjo de la finca Mozambique en Cereté, un pueblo de Córdoba tapizado de muertos (cuando ya el mocetón de dos metros de altura había hecho trizas una profesión con futuro para dedicarse al teatro y medir y desmedir versos) empezó a conversar con un visitante que nadie distinto a él veía (o quiso ver), llamado con su mismo nombre: Raúl Gómez Jattin (y a recitarle a este duende de su imaginación un ramillete de inmensos poemas). Estamos ya en 1980. Y a los 35 años el antiguo hombre de corbata y ahora poeta tardío y desarrapado, publica su primer libro “Poemas”. Poco después coge la vocación extraña de todos los verdaderos poetas por fracasar en el amor y de irse de vacaciones a los sanatorios siquiátricos, de dormir en la calle y de jugar a las muñecas debajo de los palos de mango, de acostarse con todos, hombre o animal, de mendigar día y noche billetes y granadillas (y la más imperdonable de todas sus elecciones que convirtió en poema: la de no defender al capital siendo abogado) para regresar con los libros tutelares que recogerán este delirio: Amaneceres en el valle del Sinú, Del amor, Tríptico Cereteano, Hijos del tiempo y El esplendor de la mariposa. Jattin sabía muchas cosas mal sabidas. Entre otras, que era el mejor poeta de Colombia, que merecía el premio Nobel, que en su corazón vivía Pavese y Pessoa y Manrique y Artaud, y juntos, conversaban y sostenían debates a través de su boca sin dientes. Intuía, sobretodo, que un verdadero poeta debía sacrificar la vida a la poesía y recibir a cambio una satisfacción exigua y miserable en retribución de nada. La poesía me deparó pobreza, locura y soledad. El que quiera ser escritor deberá estar dispuesto a sacrificar hasta su propia existencia y recibir a cambio la satisfacción de entregar felicidad a quienes ni siquiera conoce. ¿Se le lanzó a las llantas de un bus en movimiento el 23 de mayo de 1997, lo atropelló uno de estos costeños caremondá que se sintió aludido en su devoción por las burras, o fue una víctima más del crimen que insistimos en llamar con el eufemismo limpieza social? No se sabe. Porque en Colombia nunca se sabe.
Y es irónico que no se sepa lo que ocurrió hace apenas doce años.
Allí quedó el cuerpo gigantesco de Raúl Gómez, enrollado como un embrión que vuelve al vientre de donde no quiso salir nunca.
Muerto.
El chanchito poeta.
Mientras el otro, el que no murió, el que lo acompañaba debajo del palo de mango, le dictaba a sus amigos más fieles:

Ninguno de los que algún día me leerán
Ninguno digo
Y lo juro por sus santas madrecitas
Ha durado 29 días sin comer
29 días hijueputas 29 días desgraciados
Chupándose la lengua
A qué sabía? A lo que quisiera
Al principio sabía
Y después era pura saliva inodora
Insípida, incolora, nada de nada
Chupando en balde porque ni a agua sabía
Y tampoco agua podía beber
No estaba en el desierto ni en la CIA ni en Siberia
Vida mía estabas en un hospital restaurante y no podías
Acercarte a los labios sus tantas confituras y fritangas
Sin que un par de náuseas (¿AMAESTRADAS?) por la boca
Y otra por la ñata se asomaran y empestaran el espectáculo

Oh terror, Oh desgracia.

Difícil creer que tuviera dos enemigas estratégicas en cada hueco de
Placer
Prontas dispuestas siempre despiertas
Porque aun en los sueños me atacaban
29 días de torturas inacabables para este pobre poeta tragulón
29 días secándome el intestino para
decirme jueeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee…
traga embute
engulle lame
mete come
chupa mastica
bebe mordisquea
ingiere muerde
atraganta cébate

De todo esto, y esto estotro
Ya no puedo más
Los cinco sentidos comen beben y cagan desaforadamente
(CONSTE QUE TODO ESTO HA SIDO POR MI EXCLUSIVO BIEN)

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