El anacoreta

octubre 13, 2009



Carlos Obregón, poeta y vagabundo errante por África, Europa y Norteamérica, amante sin consorte, monje sin congregación (que solía irse del cuerpo cuando amaba y después de follar solía celebrar misas haciéndose pasar por cura) se suicidó el 1 de enero de 1963. Acaso a cien por hora, mientras hundía hasta el fondo el pedal de su carro y buscaba un abismo o un muro de contención para acabar con todo. Acaso en Madrid, España, o por cualquiera de sus sierras adyacentes: es tan poco lo que sabemos, tan infame el olvido en que se le ha tenido, el silencio de una obra poética escrita en la decepción y el dolor y la metafísica, que si preguntamos a los poetas más celebrados de las últimas décadas, casi ninguno, podría decir quién fue Carlos Obregón Borrero. No sabemos cómo fueron sus últimos cuatro días sumido en estado de coma, y el lugar común del por qué buscó la muerte habrá entonces que buscarlo en sus versos ascéticos, que de su vida se sabe apenas nada: que era bogotano, que en 1952 el suplemento Literario del diario El Tiempo publicó un poema suyo llamado Mar, o Presencia del mar donde estaba contenido en bruto todo lo que iba a escribir después. Que terminó estudiando Física y Matemáticas en los Estados Unidos. Que a su regreso de la Universidad de Michigan todos en Colombia lo consideraban sabio en las ciencias puras, pero nadie daba cinco centavos por los versos del matemático. Que en lugar de usar su profesión científica, se fue a sembrar algodón al caribe colombiano. Que allí embarazó a una muchachita de dieciséis: su primer gran fracaso. Que el segundo fracaso fue quebrarse como agricultor. El tercero: terminar por impartir clases de lógica matemática en la Universidad de los Andes. El cuarto, arrastrar como una maldición la pérdida de todos los amores que tuvo: la bogotana que abortó su segundo hijo, la austriaca por la que viajó a Europa, la francesa que lo abandonó en París, la española que no quiso decirle adiós. El quinto fracaso, haber buscado a Dios por sobre todas las cosas y no haberlo hallado nunca sino en el estro vaginal de esas mujeres que siempre, en la mejor parte, lo abandonaban como un perro. El sexto fracaso: haber decidido hacerse monje de clausura, y haber sido rechazado de todos los monasterios por publicano y libidinoso y putañero. El séptimo, no lograr nunca nada con sus poemas: un cuadernillo estupendo llamado “Distancia Destruida” publicado casi en silencio en el Madrid franquista de 1957, y otro llamado “Estuario”, dedicado a sus amigos José Bergamín, Nicolás Gómez Dávila, Jorge Rojas, Gonzalo Torrente Ballester y publicado en Palma de Mallorca en 1961. En ambos libros hoy deduzco que hay dos tipos de ascetismos: el místico y el estoico. El primero busca la unión con la divinidad a través del retiro y la constricción. El segundo (y es el que le tocó a Obregón al ser rechazado por mujeres y mojes) busca la contemplación del universo y el sentido de la vida a través de la belleza, la pobreza, el dolor del poeta y el silencio. El verdadero asceta no es aquel que elige la simple y llana soledad. Hay que aspirar a la mística, a la epifanía, al insigth. El ascetismo verdadero y elegido es mucho más profundo que ese insignificante “querer estar solo”, pues ningún hombre o poeta (ni Obregón, ni Jattin, ni nadie) en el fondo deseaba estar solo. Querían estar con su arte, o con sus pensamientos, o con el silencio. Pero la soledad cuesta caro. Para Obregón el ascetismo debía ser algo más profundo que la soledad de una cárcel: debía sentarlos a la mesa con Dios. Paradójicamente, Carlos Obregón no se sentó a la mesa con Dios. Se sentó a la mesa de Dios, y comió de su pan y se emborrachó con su vino y después, ya enloquecido por las irradiaciones del banquete del señor se cagó en el tapete, echó a Dios sobre la tierra y violó a las 14 mil vírgenes, y eso se paga, caro, con sangre, con buitre, Prometeo osado.
Su condena fue el vagabundeo por tres continentes sin hallar asidero. Obregón se quedó solo, peregrinó sin destino, exploró su sufrimiento en cientos de versos musicales y metafísicos (que a veces eran despecho, a veces contemplación y a veces matemática) y luego, desamparado, buscó la muerte a mano propia, lanzándose a toda velocidad por una carretera de España, a cien por hora, trepidante, dando saltos y bandazos, bordeando curvas a siete mil revoluciones, rechinando las cuatro ruedas y destrozándose contra el mundo.

Lo último que dijo, fueron estos versos:

Busco el pensamiento que mida la nada.
Busco la nada, la nada (y nada más que la nada)
Y la nada me huye, se esconde, se escapa,
Se esconde en sí misma, se esconde en la nada.
Lucho contra una voz de inquietud transparente,
Diminuto recinto donde habita un sueño,
Una mujer de lluvia con los brazos dormidos
Excavando un muro de indefinida sombra
Que le resta un alcance de dimensión lejana
Y nos devuelve un eco más agudo que el grito.
Voy solo por la nada con preguntas del hombre
En redes saturadas de vértigos y vuelos,
Solitario, en soledad tremenda,
Sumergido en la noche,
Investigando hoyos repletos de palabras,
Levantando la forma para encontrar la idea
Con un andar hambriento de los terrenos duros,
De las duras montañas con las cimas intactas
O de estancias solares donde el hombre se halle
Y erija su estructura para después de siempre,
Afirmando la búsqueda eterna que me alza.

¿Dónde la noche que mi noche buscaba?
¿Dónde estuvo el ser en la noche que es?

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Maneki-Neco

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