Léxico familiar, Natalia Ginzburg

noviembre 14, 2009





Tres frases:
La plata, porque el que pide y no da con qué, lo mismo se le tré.
En el llano, en el llano, el enfermo ayuda al sano.
O huele a cuajada, o hay dama mal sentada.

Con esas tres frases puedo esbozar tres capítulos de mi historia familiar. La primera pertenece a mi hermana, un cerebro capitalista que la única forma del éxito que concebía era tener plata y que aprendió muy bien el lema materno de que el dinero se ganaba sufriendo. Echaba mano de ella cada vez que iba a la tienda y yo le pedía entre las viandas una carreta de salchichón para usar de fiambre: “la plata, porque el que pide y no da con qué lo mismo se le tré”.
La segunda era típica de mi madre, que personificaba la abnegación y el orden en mi humilde covacha. Era una típica mujer que a todo respondía “yo puedo sola”, así que no pedía ayuda, porque tuvo que ser madre y padre al mismo tiempo, pero cuando ya crecimos y nos veía convertidos en una partida de holgazanes embrutecidos por el televisor y ella pasaba con los músculos reventados y la varice a punto de estalla por la canasta repleta de mercado y ninguno de sus ocho hijos en la deferencia de ayudarla, entonces venía el vainazo que aun resuena en mi mente como un reclamo soterrado: “en el llano, en el llano, el enfermo ayuda al sano”.
La última era de mi abuela microbiana, que tenía los hábitos de higiene de un judío en peste bubónica, y a quien todo hedía apestoso: “o huele a cuajada, o es que hay dama mal sentada”.
¿Pero voy a contarme mi historia familiar a mi mismo?
No.


Léxico familiar, de Natalia Ginzburg

En Léxico Familiar, Natalia Ginzburg hace un inventario de frases, dichos, sentencias que compusieron la impronta proverbial de su familia para reconstruir sus memorias. Sin embargo, sus al mismo tiempo que cuenta la genealogía de la familia Levi, recoge un fresco de la ciudad de Turín, los años duros del fascismo, la escases de la guerra, la figura introvertida de su amigo Cesare Pavese, los años dichosos que trabajó en la mítica editorial Einaudi y la figura de su esposo Leone Ginzburg, asesinado por los fascistas en un campo de concentración de Roma.
El método es casi proustiano. Pero al revés de Proust que empieza a rastrear el pasado a partir del repente que tuvo un día en que desayunaba magdalenas con té, Natalia empieza a rastrear el pasado con las frases de su padre: “No hagáis groserías”, cuando tenían el mal gusto de estornudar en el comedor; “!No seáis palurdos” cuando hacían un acto fuera de tono; “¡Qué borricos sois!” cuando sus hijos preguntaban bobadas; “¿A qué apesta el ácido sulfídrico?” cuando alguien se echaba una pedorrea; “¡Vaniloquios, puros vaniloquios!”, cuando oía las interminables discusiones entre sus mujeres. Su abuela decía “esta es la casa de tócame Roque” queriendo decir que no rezaban, ni nada era sagrado para la familia Levi. “!Esa historia ya me la sé!” gritaban los hijos cuando los padres empezaban por millonésima vez a contar infidencias ante un nuevo desconocido que se sentaba a la mesa.
“Yo entraba en el comedor aun con mala cara por el jersey de Neuberg, y mi madre, al verme entrar sombría y enfadada, decía:“¡Aquí está María temporal!”.
Sombría y enfadada, es como se le ve en la única foto que hallé en la web para detallar el rostro de la única ausente de esa memoria: Natalia Ginzburg.
Y es que Natalia Ginzburg no recae en el vicio del Yo, tan caro a los escritores de memorias. Sorprende que el acto egotista que se esconde en cada autobiografía y que ofrece la única oportunidad de protagonizar la vida que se tuvo, haya tenido en Natalia Ginzburg un sentido inverso a la vanidosa autocontemplación. Ella no es la protagonista de su relato. No está recordándole al lector a cada dos reglones el pronombre ególatra antepuesto a la acción: “yo hice, yo estuve, yo vi, yo me recuerdo, yo conocí”. Natalia Ginzburg se ha borrado de su libro, al punto de lograr reconstruir su infancia sin estar presente. Todos los personajes que describe, encabezados por su padre, Giuseppe Levi, pasando por su intrépido hermano Mario, hasta su marido Leone y el poeta Pavese, están tremendamente vivos, mientras la figura de Natalia se nos escapa como una sombra omnipresente, pero escurridiza. Es Natalia Ginzburg la que no está en sus memorias. Salimos del libro, aparentemente, sin saber de su vida. Sólo en tres ocasiones menciona algún dato personal. Que estuvo en un confinamiento en los abruzzos, con sus hijos, mientras Leone huía a Roma a editar periódicos de la resistencia mientras los alemanes deportaban judíos a las cámaras de gas. Que luego volvió a su casa materna y trabajó para Eunaudi durante veinte años. Datos periféricos que sólo revisten un pretexto para hablar de un nuevo personaje o un cambio de escenario. Pero a fuerza de esquivarla, Natalia Ginzburg se va metiendo en su época, en la memoria colectiva.
¿Qué es el pasado?, se pregunta uno al terminar el corto libro: lo que puede recordarse.
¿De qué está hecha la memoria de los seres humanos? De recuerdos ajenos.
Convertirse en la memoria de otro es el logro más alto al que puede aspirar un escritor.


“He omitido muchas de las cosas que recordaba sobretodo las que me atañían directamente. No deseaba hablar de mí. Esta no es mi historia sino (incluso con vacíos y lagunas) la de mi familia. Debo añadir que ya en la infancia me propuse escribir un libro sobre las personas que entonces me rodeaban. En parte puedo decir que éste es el libro. Pero sólo en parte, porque la memoria es débil, y los libros que se basan en la realidad con frecuencia son sólo pequeños atisbos y fragmentos de cuanto vivimos y oímos.”

Léxico familiar, Natalia Ginzburg, Ediciones del Bronce, 1989

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