El paseo, de Robert Walser

noviembre 27, 2010


Al comienzo sólo vemos sus suelas: el escritor abandona la habitación poblada de fantasmas para ir a recorrer las calles. Todo es novedad: la gente que cruza, el sol que se pone, la maravilla de abandonar el trabajo para ir simplemente a deambular por los senderos. Se encuentra con un científico, pregunta por el libro más vendido a un librero, va a comprar pan, ve a unos niños que juegan a darse besos, decide enviar una carta. Cita lo que dice la carta, y allí se habla de la prosperidad de aquellos hombres devotos del dinero, de las hazañas inútiles de los esclavos del trabajo, de la vanidad, del oropel: en fin, del mundo literario que triunfa en busca de un pedestal. Queda entonces manifiesto que es un marginal de ese mundillo, un escritor solitario, sin generación, que no vende. Visita un banco para pedir que le bajen los impuestos, y de argumentación levanta una queja por las estrecheces, por la probreza que asedia al escritor que no publica debido al poco laborar. El gerente le mira con gravedad, y enarbola un reproche:  por su puesto, cómo no le va a ir mal si siempre se le ve paseando. Se justifica el escritor con que sólo así se aprende a ver el mundo y a conocer al hombre, mecanismo legítimo de aquel que siempre está encerrado, escribiendo. Luego se entera que unas damas caritativas se ha rebajado al nivel del poeta, compadecidas de su estrechez y han donado una suma a su nombre. Del gesto le queda el mal sabor de la limosna no pedida. Ahora va a devolver un traje para desquitarse con el sastre. ¿Desquitarse de qué? No está claro. Del cinismo banquero. De la beneficencia. El sastre no se deja convertir en el chivo expiatorio de aquella angustia que le persigue a todas partes, aquel malestar invisible que Sartre llamó Náusea, que Baudelaire llamó Spleen, que Pessoa llamó desasosiego. Visita a una mujer que le da de comer, va al bosque, ve a un mendigo que le sorprende por ser espejo de su propio desamparo futuro, y a una muchacha que es casi una aparición sublime: canta como los ángeles. La perfección, lo sabemos, acaba con lo humano. Todo lo que describe Walser está encumbrado, sublimado con adjetivos antepuestos al sustantivo, a veces con dobles calificativos: un adjetivo de cualidad y otro metafísico (inflexible y científico bastón), de los que tanto seducían a Borges. El paseo, pese a todo, va bien; pero poco a poco, el mundo ennegrece. Así como pasa en la vida de cualquier esclavo del trabajo en cualquier calle de cualquier pueblo o ciudad: el mismo fantasma que recorre el mundo (ver leyes de Murphy); esa tendencia a que toda jornada que bien empieza, mal acaba. Es el final de la tarde y el escritor recoge flores en el bosque. Entonces se pregunta para qué recoger flores. Se responde: para ponerlas sobre tu desdicha. ¿Como lápida? Todo el decorado del paseo, el sol amarillito, la beldad del bosque, los olores del campo, se derrumba. Los recuerdos se sobreponen y llegan las recriminaciones. Sólo hay una certeza, y esa certeza aplasta: vivimos de postergaciones; las cosas que nunca hicimos, las cosas que no dijimos, la gente a la que ofendimos; todo lo que aparece siempre al final de la tarde y le da ese cariz sombrío a la gente que monta en transmilenio después de su jornada laboral.
El escritor deja caer las flores y vuelve a su casa porque en la oscuridad no hay nada que lo detenga.
¿La dicha negra de Stendhal?
¿Los paisajes espirituales de Bernhard?

"No comprendo ni comprenderé nunca que pueda ser un placer pasar así corriendo ante todas las creaciones y objetos que muestra nuestra hermosa Tierra, como si uno se hubiera vuelto loco y tuviera que correr para no desesperarse miserablemente. De hecho, amo el reposo y todo lo que reposa. Amo el ahorro y la moderación y soy contrario en el nombre de Dios en lo más hondo de mi ser a toda prisa y atosigamiento."

El viaje sentimental, en la acepción de Sterne: el falso desplazamiento; el viaje interior, el recorrido externo como pretexto para hacer el análisis de los pensamientos más elevados, disfrazados de nimiedad.
No sé por qué Ciruela cobra tanto por los libros de Walser, si Walser fue el único que no ganó nada con sus escritos.
Pueden leerlo aquí:
El paseo, de Robet Walser
Y abajo, muerto en un paseo:

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Maneki-Neco

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