Bicentenario de Colombia

febrero 05, 2010


Había una vez un país gobernado por hijos de perra. El presidente gustaba visitar las provincias más pobres, acompañado por sus ministros, por monseñor y un grupo de prostitutas. Cuando llegaba a las aldeas solía lanzar pedazos de carne cruda que la turbamulta se encargaba de devorar con frenesí. A continuación sentaba carpa y daba su discurso con la cabeza de un terrorista clavada al asta de la bandera.
La carne que ustedes han comido es carne de terrorista, decía.
Si quieren comer más de esta carne sabrosa voten ¡voten! ¡voten por mí y por la seguridad que les brindo!
Estaban cerca las elecciones, y el pueblo necesitaba cubrir sus cuotas básicas de pan y circo. Entonces cien estudiantes (los más aplicados de la comarca), desnudos y amaestrados para la ocasión, hacían ejercicios gimnásticos y entonaban, con la mano en el miembro, el himno nacional, y la oración patria. Enseguida los generales les enviaban a buscar, dentro del público, a presuntos terroristas encubiertos. Parecían sabuesos adiestrados para tan canina y patriótica labor. Los adolescentes escogían de treinta a cuarenta personas del público. Cumplían así con las cifras oficiales. Las cifras oficiales calculaban aproximadamente 50 terroristas por cada 3000 habitantes. Solía ocurrir que entre los elegidos, muchas veces fuesen incluidos el hermano o la mamá de algún sabueso. La anciana entonces replicaba:
¡Hijo mío, soy tu madre!
Y él contestaba:
Ya no eres mi madre; eres una terrorista.
Y la escupía.
Entonces los ministros aplaudían, y el pueblo clamaba: ¡terrorista!
Enseguida, los militares colgaban de ganchos con pico curvo a 25 de los terroristas elegidos (los más jóvenes) y mediante una grúa los elevaban sobre las tribunas.
¿Qué quieren que hagamos con ellos?, preguntaba el presidente.
¡Sangre, sangre!, clamaba el pueblo.
Una ráfaga de ametralladora los atravesaba en el acto y sangre llovía sobre las cabezas.
La gente reventaba de alegría. Algunos abrían la boca y saboreaban esta nutritiva sangre terrorista. Los militares hacían venias y lanzaban besos como reinas de belleza antes de llevar al centro del escenario a los terroristas restantes y sacar a escena al “Descuartizador Humano”. El público amaba este número. De repente todos callaban y se maravillaban ante el espectáculo que estaban a punto de presenciar.
“El descuartizador humano” era llamado así porque el ejecutor basaba su arte en el buen uso de la motosierra. Mientras cercenaba brazos y piernas, los ministros jugaban póquer y las prostitutas les servían más vino y coñac y rayas de cocaína. Las cabezas se cortaban sólo hasta el final, cuando un chorro de sangre espesa proveniente de las carótidas salpicaba la cara del presidente y lo hacía tener un orgasmo en la boca de su secretaria privada.
Era apoteósico esta vez el aplauso de la multitud.
En seguida pasaba a desfilar la ministra de cultura para entremés de los asistentes, mientras los militares despejaban el escenario con vistas a la ceremonia religiosa que precedía siempre al banquete y la orgía presidencial.
La ministra subía a la mesa con sus nalgas adornadas de hermosos cráneos y sus pechos rodeados de ojos y orejas y dientes humanos. La acompañaba, de lazarillo (que no edecán), el ministro de defensa, pues la ministra tenía los ojos desorbitados por el trance. Ya en el centro, el ministro de defensa se masturbaba y eyaculaba un esperma denso en la cara negra de la ministra, y ella se relamía de gusto. Cuando la ministra salía por un extremo, las luces se atenuaban y por el otro extremo subía monseñor vestido de púrpura para la ceremonia religiosa.
Para sorpresa de todos, monseñor se había mandado operar los senos. Dos tetas de silicona llamaban toda la atención de los asistentes. El número de monseñor era tal vez el más cómico de todos. Consistía en acuclillarse y defecar sobre una bandeja de plata mientras repetía salmos en latin. Luego entraba en escena una niña núbil, impúber, virginal y totalmente desnuda, que andaba a cuatro patas y el cuello atado a un grueso collar de perro que aferraba la mano gordezuela del canciller. Después de comer con fruición toda la deposición de la bandeja, la niña se relamía las comisuras y decía ante la cámara de televisión: “um, qué rico, no te pierdas el cuerpo de Cristo con nuevo sabor a chocolate”.
A continuación, monseñor la desfloraba con el dedo pulgar, y con la sangre del himen roto trazaba una cruz sobre la frente del canciller y de todo el gabinete ministerial. Para finalizar la ceremonia religiosa el presidente en persona tenía que lamer la sangre que maculaba los muslos y sorber la vulva de la niña y dar un beso a monseñor y decir: bendita sea la voluntad del pueblo, de la corte y de Dios que me eligieron.
En ese instante, el público se daba el saludo de la paz.
Era entonces tiempo de arrojar más carne a la multitud. Cuarenta magníficas piezas de caza del terrorismo eran arrastradas por militares entre la muchedumbre, con la cabeza delicadamente envuelta en seda negra. Diez monaguillos vestidos de blanco los recibían con agua bendita y les llevaban a un cadalso, les ungían de gasolina todo el cuerpo y los incineraban a término medio para dar inicio al banquete presidencial.
En la mesa principal los ministros comían sólo muslo de niño y feto humano. La carne debía ser tierna, porque los movimientos de las mandíbulas reflejaban un placer sin igual. La gente miraba la gran variedad de platos servidos en la mesa y comparaban el contraste con su régimen de raciones reducidas, pero ninguno se quejaba y todos devoraban con indiferencia su porción de terrorista calcinado. Simplemente, no podían creer que tuvieran un presidente tan generoso, dispuesto a compartir las sobras de su exquisito menú con el pueblo intonso. Cuando el banquete terminaba, empezaba la orgía.
El trabajo más arduo lo llevaban ahora los camarógrafos de los principales medios para transmitir todo el evento al resto de la nación: el harén de prostitutas se acoplaba con los ministros, el vicepresidente con el presidente y los militares tenían plena licencia para romper filas y violar a las más bellas asistentes del público. Los pobres y los viejos, sin embargo, sólo podían masturbarse.
El consejo terminaba antes de caer el sol, cuando el presidente debía volar a la capital, atender llamadas y embellecer los escándalos con sus iguales de otras naciones y ocupar en el palacio el solio para el que fue elegido (en compañía de la primera dama).
¿Cómo va la patria?, preguntaba la primera dama.
Obediente, como tú, mi amor, contestaba el presidente, y la primera dama limpiaba las comisuras aun manchadas con sangre de su amado mandatario.

Agradecimientos: esta fábula moral inimaginable se debe a lecturas e influencias de Donatien Alphonse Francoise, Pier Paolo Pasolini, Jonathan Swift, Juan Malherido y todos los presidentes, gabinetes ministeriales y generales en retiro de nuestra republica.

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Maneki-Neco

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