Stephen Blumberg, ladrón de libros

febrero 19, 2010



En marzo de 1990, en una Casa Usher, con vista al río Des Moines, en Ottumwa, un pueblo al sur de Iowa, en Estados Unidos, fue capturado Stephen Blumberg, ladrón de libros. Blumberg, según todos los portales con su nombre en la web, saqueó las más prestigiosas bibliotecas de los museos y universidades del norte: 670 ejemplares de la universidad de Harvard, 780 de Claremont College, un número indefinido llamado “colección Blumberg” de la UCLA (Universidad de los Ángeles), otros cientos de Washington State University, otros más en Miami, en Oregon, en el Fuerte militar Knox, y hasta de las universidades canadienses: la de Vancouver y la de Toronto. En total: 19 toneladas de libros, compuesta por 11.000 ejemplares, robados de 327 bibliotecas y avaluados en 40 millones de dólares. Su debilidad eran los incunables, raros y curiosos, y los de valor histórico: códices aztecas y manuscritos que databan de la época de la conquista de América. Sostenía que las bibliotecas eran las “cárceles de la información”. Decía que se robaba libros cuyo valor sólo él era capaz de apreciar. Acusaba a los bibliotecarios de ser carceleros del saber. Los trucos que utilizó para extraerlos son de libros de espías: en Boston (donde también robó libros el pintor y poeta Joe Brainard) pasó una noche oculto entre los estantes, luego tomó pruebas de cerraduras de alta seguridad de las salas, viajó a Canadá y allí pasó por casero de condominios para poder sacar copias en una fábrica de cerraduras inviolables; luego regresó, robó y lo celebró brindando con agua y mirando las botellas champaña (en su casa había 500 botellas de aquel líquido que al parecer no probaba, porque era abstemio).

Era metódico y paciente, como un gran felino. Podía pasar semanas enteras agazapado en las mesas y estanterías de las bibliotecas acechando su presa, observando las rutinas por el rabillo del ojo, calculando la regularidad en los sistemas de alarmas y cambios de guardias, los movimientos de vigilantes y de funcionarios. Cuando todo estaba calculado, el felino caminaba hacia la presa.

Se robó un códice azteca de 1493 que posiblemente leyó Cristóbal Colón. Se hizo fabricar una gabardina con bolsillos y cremalleras diseñados para libros de gran formato. A veces rompía ventanas con cortadores de vidrio o se introducía a través de ductos de ventilación como un fontanero vestido de papá Noel (Santa). Otras veces contrató una horda de adolescentes para que robaran en su lugar, y les pagaba con miserias que después compensaba alquilándoles su casa para fiestas y sanas orgías. Sin embargo, la mayoría de extracciones se deben más a su ingenio e intrepidez que a las lecturas.

Cuentan que no sólo era apasionado por robar libros, también tenía debilidad por antiguallas y toda clase de objetos inútiles: se movilizaba siempre en viejos Cadillacs, se vestía con la elegancia de un lord inglés y cuando lograba ingresar en una mansión, desmantelaba porcelanas, lámparas, jarrones, cajas fuertes y obras de arte. Nunca aceptó que sus extracciones fuesen robos. Nunca, durante las indagatorias, se refirió a los impulsos de su pasión como si fuesen latrocinio. A su método lo llamó con una expresión técnica: “sistemas para la construcción de mi colección”.

Pretendía hacerse con una colección de historia americana que organizaría en su casa como el mapa de perro de los Estados Unidos. De oriente a occidente y de norte a sur de la casa Uscher, Blumberg podía pasearse intelectualmente en el mismo sentido que un paseante caminaría por cada estado: organizó los libros robados en bloques temáticos que se correspondían con bloques territoriales, al frente de la casa: California, y en los cuartos traseros, Nueva Inglaterra. De modo que su biblioteca, más que biblioteca, era una instalación; y la instalación correspondía a un mapa a escala de su país por el que podía pasearse dichoso en calzoncillos.

Como indica el posesivo en la expresión “Mi colección”, le apasionaba pasearse por un país ideal, atemporal, libre porque era de papel, modelo a escala para un solo habitante. No lo movilizaba sólo el placer fetichista de apoderarse de los libros. También solía leerlos. Leía y releía y anotaba al margen en los incunables. Ponía insultos o efusivas apreciaciones de puño y letra sobre lo que pensaba de los indios y de los pioneros y de los habitantes de Estados Unidos; resaltaba errores gramaticales, corregía imprecisiones y contradicciones históricas, al punto de llegar a convertirse en subrayador erudito y corrector de estilo de la historia de su país; al punto de engañar con datos a profesores y especialistas en diversas áreas con quienes tropezó en sus viajes. La apropiación que tenía de los temas le hizo hacer pasar ante los bibliotecarios y académicos incautos como por profesor de altos estudios. Sin embargo, Blumberg sólo era bachiller. Tenía una personalidad diacrónica: se creía de otra época. Suponía que se había equivocado de mundo. Que debió haber nacido durante la conquista del oeste norteamericano, o en la era victoriana, o en alguna época cuando “aun había elegancia” en este mundo.

Según destacan todas las páginas Web que registran su nombre, Stephen Blumberg fue condenado en diciembre de 1991 a 6 años cárcel y 200.000 dólares de multa. Además fue vetado del ingreso a bibliotecas. En diciembre 29 de 1995 salió de la prisión de mínima seguridad en Yankton, Minnesota. En 1997 volvió a robar libros. Lo capturaron en Julio de 2003 por robar en una mansión de Keokuk, Iowa. Estuvo preso hasta 2004. En junio del mismo año volvió a robar en Knoxville, Illinois y fue llevado a Keokuk, donde, según coinciden las fuentes, sigue preso en 2010.

Hoy debe tener 60 años. Nunca se casó. Los vecinos del pueblo donde tuvo la mansión lo creyeron homosexual, por las fiestas con adolescentes. Su papá era médico, pero sufría de depresiones. Nunca quiso hablar de su hijo Stephen. Se deshizo de él otorgándole una pensión que le permitió vivir cómodamente y dedicarse a negocios varios (no encuentro cuáles, pero será otro eufemismo para “robos”). Su madre y otros familiares enloquecieron por razones varias. De pequeño, tuvo problemas de adaptación, a pesar de su inteligencia, y fue cliente asiduo de media docena de siquiatras hasta que descubrió para qué había reencarnado en esta vida: para amar los libros que robaba.

Cleptobibliomanía, dijeron los siquiatras.

Bibliofilia, la llamo yo.

 

 

Prometeo mal encadenado

 

Blumberg encarna el papel de Prometeo moderno. El ladrón del fuego. Sólo que era un Prometeo egotista que no robaba conocimiento para entregarlo a los hombres, sino para calentarse la cueva. Blumberg consideraba las bibliotecas como cárceles del pensamiento. Para ingresar a ellas, fabricaba planes de rescate del saber con un solo propósito: burlar a los carceleros y poner el pasado fuera de la ley. Blumberg reacciona a la peor prohibición que hay: la prohibición del saber, perpetrada “por una legión de autoridades” que se adueñan de los recuerdos, del pasado , y que lo reemplazan por un presente continuo y superfluo. Tal vez por eso la condena que recibió en 1991 era un reto ridículo que se imponía a un enemigo de la prohibición y no una pena. Que lo condenaran a 6 años de reclusión y $200.000 dólares de multa por robar libros era una divertida anécdota para un hombre acostumbrado a vivir retirado entre cuatro paredes tapiadas de libros que valían $40.000.000 de dólares. La verdadera pena, la más dolorosa, la más humillante, era la caución por la cual quedaba vetado del ingreso a ninguna biblioteca. El estado norteamericano, en su papel estelar de protector de derechos de la “mejor democracia del mundo”, restringe a todos a nombre del bien común desde fumar en lugares públicos, suicidarse, meterse droga, beber a los doce años y que el perro se cague en la calle. En Estados Unidos está prohibido el pasado y el recuerdo cuando atentan contra la seguridad nacional. Si tú vas a una biblioteca y pides uno de esos libros inofensivos que ostenten en la tapa “¿cómo fabricar una bomba atómica con maíz fermentado?” debes llenar una ficha y dar tu dirección y esperar que constaten tus antecedentes penales. Prohibirle a Blumberg entrar a una biblioteca era invitar al ladrón a entrar de nuevo por la ventana. De los tres castigos, estoy seguro que el más insoportable tuvo que ser la prohibición de volver a estar en contacto con los libros. Caución que era la proyección del castigo fuera de las rejas. Prueba de eso, las cuatro recapturas posteriores. De nuevo por robo.

 

En lo que he encontrado, se dice que por línea materna Blumberg tuvo tres antepasados locos. No dice el biógrafo qué tipo de locura los aquejaba. Sí dice que su madre era una de las tres condicionantes, que también enloqueció. No aclara de qué. Nunca dio entrevistas. De viva voz (las entrevistas que Blumberg concedió a Weiss) sabemos que al otorgarle una pensión que le permitía sobreaguar la vida se desentendió del hijo y renunció a todo contacto con él. ¿Era esta la reprobación definitiva? ¿El olvido total? Tras la salida de la cárcel, Blumberg vuelve a reincidir. Una vez más trasgrede y desafía la prohibición paterna. De nuevo es capturado, pero ahora usa un nuevo nombre y un apellido distinto que le permite eludir la caución y a los sabuesos del FBI. ¿Borrar su nombre es romper con la figura paterna? Así como de niño su padre lo somete a asistir a diversos tratamientos siquiátricos, y él reincidía; tal vez su reincidencia adulta sea una proyección de la infancia. Los antecedentes de infancia son borrosos, pero podrían ser significativos. El biógrafo deja de lado esto y resalta que Blumberg era elegante, que conocía tan bien la historia de Estados Unidos que pasó por especialista pese a ser bachiller; enfatiza en que su casa estaba exquisitamente ordenada como un mapa y adornada de antigüedades. El afijo patológico que acuñaron los siquiatras durante el juicio se basó en tres características: Robo + libros + afán= Cleptobibliomanía.
Bibliofilia, la llamaría yo. Amor desmesurado por los libros.

La estructura síquica de este ladrón de libros está escondida en su familia: su padre era un tipo ignorante y de mal gusto, y su madre, una mujer genial.

Blumberg tenía predilección por el objeto antiguo. Llámese Cádillac, mansión Victoriana, libro incunable o antigualla. El objeto antiguo, dice Baudrillard en El sistema de los objetos, es un elemento mitológico que simboliza la recuperación del pasado. El retorno al pasado tiene que ver con la nostalgia del origen y con la obsesión de autenticidad. La involución a las fuentes es la involución a la madre, y la necesidad de autenticidad proviene del padre. El padre es la fuente del valor, la certidumbre del origen. La madre de Blumberg enloquece y su padre lo niega…

Buscar el pasado era recuperar a su madre, y la obsesión por los objetos originales y su desmesurada valoración, era un acto narcisista: el auto-reconocimiento. Blumberg rechazó a su padre, en respuesta, con cada robo; rechazó su época, se convirtió en su propio padre. Los que no tuvimos padre, sabemos bien que somos nuestro propio padre. Blumberg convirtió a su madre en una mansión victoriana, con todo lo que necesitaba para recuperarla, y se fue a vivir dentro de ella.

Allá, en ese vientre de papel, hubiera sido feliz si no hubieran ido a capturar en marzo de 1990.

 

Fuentes:

Diners año XXX no. 289- abril de 1994 (Guillermo Martínez Arévalo, versión de un texto original de Philipe Weiss en Harper´s Magazine, sin número ni fecha)

Ver más información sobre Blumberg en, Alberto Manguel, Para una historia de la lectura

Páginas WEB con contenido al respecto:

http://harvardmagazine.com/1997/03/biblio.3.html

http://www.cmaj.ca/cgi/reprint/165/12/1646.pdf

http://everything2.com/title/Stephen+Blumberg%252C+Bibliokleptomaniac

Fuentes para la divagación: El sistema de los objetos, Baudrillard; La interpretación de los sueños, Freud; Lo que se de los lugares donde no volveré, Diario y Bustrophedon, Stanislaus Bhor

Imagen: No es Blumberg, es David Bowie. Así lo imagino.


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