Vida y destino, Vasili Grossman (II)

enero 16, 2011

Vasili Grossman
Durante el siglo XX en la literatura rusa se prohibió, por decreto, incluir borrachos, prostitutas, mendigos, asesinos, rateros, contrarevolucionarios, agitadores profesionales. Para el realismo socialista sólo cabía la “gente buena”. Todo lo que en literatura se saliera de tal directriz sería señalado de “decadentismo burgués”. Y los escritores que cultivaron tales obras, parásitos de la sociedad, contrarevolucionarios, traidores. Sabemos que Maiakovski fue el Poeta de la revolución hasta que se suicidó con un balazo tras la desilusión de la Rusia pos-leninista. Sabemos que Mandelstamm fue deportado en 1937 a Vladiosvostock para asignarle un campo de concentración, de camino enloqueció y en su locura se negó a comer porque temía que lo envenenaran, en consecuencia murió de hambre. Sabemos que Ajmátova tuvo que aprenderse de memoria sus poemas porque sus papeles fueron confiscados una y otra vez. Sabemos que Tsvetaeva se ahorcó en una crisis de desesperación al regresar a su país del exilio y descubrir que la Rusia estalinista seguía condenando al ostracismo a los poetas y condenando a las lesbianas como monstruos inmorales. Sabemos que Solzhenitsin vivió en la miseria por atreverse a publicar un libro que atentaba contra el espíritu de la revolución socialista. Sabemos que aun después de la desestalinización que introdujo Nikita Jrushchov se siguió censurando a los escritores. Sabemos la historia del Doctor Zhivago: Pasternak entregó los originales de su novela a la Unión de Escritores Soviéticos (que vigilaba la disciplina ideológica de los autores e informaba de su lealtad con el régimen, manipulaba los textos, eliminaba capítulos enteros, dictaminaba la distorsión de los contenidos); la Unión de Escritores cedió el texto a instancia final para que el propio Jrushchov diera la última palabra, y Jrushchov que era un campesino apático a la lectura aprobó su publicación inmediata, pero la Unión de Escritores lo acusó entonces de autorizar una obra que atentaba contra la URRSS, tras lo cual Jrushchov rechazó a Pasternak y salvó su pellejo, procediendo a vetar la publicación de la novela en Rusia, pero no en el extranjero; nuevamente la Unión de Escritores atacó a Jrushchov y el gran hermano procedió a confiscar esta vez todos los originales del Doctor Shivago, pero Pasternak había enviado ya un manuscrito al italiano Giangiacomo Feltrinelli; tras lo cual obtendría el premio Nobel, el galardón del mundo anticomunista, que no se atrevió a recibir por temor a la cárcel. Sabemos que aquellas persecuciones obligaron a los escritores a planear las más ingeniosas formas de difusión clandestina: panfletos, colectas entre amigos, tertulias subterráneas, recitación obligada, mecanografía telepática. Sabemos del código de honor que implementaron algunos amantes de la literatura: “un grupo de amigos, de total confianza recíproca todos, acuerdan que si cualquiera de ellos encuentra un buen texto literario se compromete a hacerlo conocer de los demás y si es de indudable buena calidad, deciden en común ponerlo en circulación cerrada. También aquí el procedimiento es simple: cada uno contribuye con un rublo mínimo y confían el manuscrito a un mecanógrafo que cobre diez kopeks por página. En seguida cada amigo hace llegar otra copia a otro amigo (que a su vez tiene un círculo de amistades al cual generalmente pertenece el primero), y repite la operación siguiendo en ello la cadena de “listos” que en el Occidente surge de tarde en tarde y que se llama –o algo así- la cadena de la felicidad para recibir relatos gratuitos. Así pudieron circular en la URSS el relato de Eugenia Guinzburg, El vértigo, la novela de Bex, Nada, y cuando las autoridades decidieron autorizar la publicación por entregas de la novela de Vassili Grossman, Tienes suerte, el samitzdat (autoedición, en ruso) ya lo estaba editando hasta el punto que sus ventas fueron poco menos que nulas, ya que las gentes conocían el libro en su edición clandestina”. Por estas ediciones piratas de escritores marginales, el mundo conoció la historia de aquellos hombres a los que se les condenó a trabajos forzados por escribir un poema, aquellos que se tatuaban en la frente “soy un secuestrado de la URRSS” y luego un cirujano les arrancaba la piel de la cara. Por esas ediciones piratas que lograban cruzar la frontera en portafolios de médicos, entre ropa interior femenina, en pañaleras de bebé, en microfilms, se supo de aquellos hombres que ingeniaban torturas que pusieran fin a su confinamiento; hombres que se tragaban anzuelos sujetos a las bisagras de la celda para así destrozarse los órganos internos cuando los carceleros abrieran con la mazamorra en la escudilla, hombres que se auto-mutilaban, que clavaban sus propios testículos con tachuelas, que se enterraban puntillas tras las orejas para perder el conocimiento, que aspiraban polvo de vidrio molido para destrozarse los pulmones, que se tragaban las fichas del dominó para morir de indigestión; hombres condenados por haber dejado ir una errata en el nombre de Stalin, por haber escrito un poema, por haber puesto de protagonista de su cuento a un asesino…

(Más torturas espléndidas y automutilaciones en Antología de la literatura clandestina soviética, prólogo de Uriel Ospina, Editorial Bedout, Colombia, 1974)

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