No importa, Agota Kristof
enero 26, 2012MuriĆ³ el aƱo pasado, en un accidente de carretera. Su familia no difundiĆ³ el suceso. En espaƱol apenas lo registraron dos periĆ³dicos. En italiano y francĆ©s hubo obituarios escuetos, cĆ”psulas de prensa, que no ofrecĆan mayor informaciĆ³n. Un grupo de teatro que habĆa llevado Klaus y Lucas, su trilogĆa, a las tablas, lamentĆ³ pĆŗblicamente el deceso. Me enterĆ© de la muerte de Agota Kristof por una reseƱa que leĆ en El lamento de Portnoy. Al dĆa siguiente fui a la biblioteca y tomĆ© en prĆ©stamo el Ćŗltimo libro que me faltaba por leer de sus cuatro obras. Eso fue lo mejor que pude hacer para despedirla: leerla.
No importa, se llama el libro. Son cuentos. Unos arcanos. Otros elĆpticos, siempre leves y afilados. ¿QuĆ© le vamos a hacer? Hay escritores que tienen el don de hacer largas obras e inmensidades de cosas pequeƱas, y otros, como Agota Kristof (Schwob, Rulfo, Chejov) que pueden hacer obras mĆnimas que contengan todo el dolor humano. Hay bocetos de este libro que reelaborĆ³ en su biografĆa, La analfabeta, y en el Ćŗltimo volumen de la trilogĆa. Pero es difĆcil precisar si el libro es anterior, o posterior a la trilogĆa. En todos ellos subyace un Ćŗnico rasgo: son parĆ”bolas que esconden el drama interno o lo exponen tan directamente que conducen al absurdo que irremediablemente conlleva toda rutina: un hombre ha esperado toda su vida la carta del padre que lo abandonĆ³ y que le explicarĆ” las causas de su abandono. El personaje reflexiona sobre los padres que abandonan: no necesitamos grandes shows para decirle a un hijo que lo desamparamos; la explicaciĆ³n puede ser una elipsis, o un pequeƱo sumario. Ejemplifica:
“Cuando tu madre me dijo que te llevaba dentro, me fui en un barco, vivĆ en los puertos y bares, era infeliz porque pensaba que tenĆa una mujer y un hijo en alguna parte, pero no podĆa estar con ustedes porque ganaba muy poco dinero y me lo gastaba en beber para ahogar el dolor que llevaba dentro al pensar en vosotros. Ahora estoy debilitado por el alcohol y nadie quiere contratarme en los barcos.”
Cosas asĆ, directas, triviales; una explicaciĆ³n basta, una que servirĆa para confirmar o dispersar las conjeturas solemnes que hicimos por aƱos, y que al menos nos ayudarĆ” a no convertir el odio en cĆ”ncer ni en cĆ”rcel ni en alcohol, pero que no nos harĆ” perdonar, porque los hijos nunca perdonan. Una carta que nunca llega. SĆ³lo que este dĆa, el personaje por fin, la ha recibido entre las facturas de pago.
En La invitaciĆ³n un marido cariƱoso llega de la oficina inflado de cerveza y buen humor y propone a su dama prepararle la cena de cumpleaƱos. El ama de casa preferirĆa un restaurante. Ćl insiste, y promete cocinar un plato exquisito. Llega el dĆa de la fiesta. Ella se arregla. Los amigos estĆ”n por llegar. Ćl pide ayuda de su dama a Ćŗltimo minuto: que desuele las papas, dice, mientras va por el vino. Regresa pronto con el vino y ahora pide ayuda con la salsa, con el adobo, con la mesa. Al final la agasajada vestida de gala termina por preparar su propio festejo y atender los invitados, y ya en la madruga, cuando los borrachos duermen, empezarĆ” a limpiar el desorden que le dejĆ³ su Ćŗltimo cumpleaƱos.
Hay un cuento (El Campo) que expresa la asfixia de la urbe que vendrĆ”: un hombre se queja del ruido que llega a su apartamento ubicado en el centro de la ciudad (carros, polvo, smog canceroso). Decide comprar una granja en las afueras donde haya paz, aire puro y el ruido sea una vibraciĆ³n en la distancia. Lo hace, pero despuĆ©s de comprar el remanso empezarĆ”n a construir frente a su isla una portentosa avenida de cuatro carriles, y junto a su casa levantarĆ”n fabricas con altas torres de humo, y el hombre empezarĆ” a fantasear con la vieja vida del centro que alguna vez fue mejor, y querrĆ” volver, pero el centro, para entonces, habrĆ” sido despejado de ruido, de carros, de humo, y habrĆ” sido acaparado por los que pueden pagar por un mundo con aire y sin ruido. Es la ciudad: no hay escapatoria.
El cuento mĆ”s sorprendente que he leĆdo en los Ćŗltimos aƱos es un simple diĆ”logo entre una pareja que se encuentra en la Ćŗltima estaciĆ³n del tranvĆa. Trascribo el diĆ”logo y me ahorro la descripciĆ³n (dos desconocidos que hablan cuando ya nadie los ve):
“-¿CuĆ”les son las novedades? ¿CĆ³mo estĆ”n los niƱos?
-Se lo agradezco. Por ahora sĆ³lo dos estĆ”n enfermos. Los mayores van a las tiendas para calentarse. ¿Y en su casa?
-Nada en especial. Nuestro perro se ha vuelto limpio. Hemos comprado muebles a crĆ©dito. De vez en cuando nieva.”
Nada mĆ”s. “Su casa”. “Nosotros”. “Ustedes”. “Novedades”. “Los niƱos”. La distancia entre clases sociales, el secreto de los hombres honorables, de las amantes resignadas a ver al padre de sus hijos en la estaciĆ³n de nadie.
Y destaco el siguiente boceto (DĆ³nde estĆ”s MatĆas): un diĆ”logo interno que el personaje elabora consigo mismo, transpuesto luego al juego de identidades del segundo volumen de El gran cuaderno:
“MĆ”s tarde Sandor dijo:
-Yo tambiĆ©n tenĆa un hijo.
-¿MuriĆ³?
-No, creciĆ³.
-Claro –dijo MatĆas- tiene que recorrer la vida.
-¿La vida? ¿Por quĆ©? Yo la he recorrido y no he encontrado nada.
-Es que no hay nada que encontrar- contestĆ³ MatĆas-, nada.
Agota Kristof |
No importa, Agota Kristof, Ediciones El Aleph, 104 pg.
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