El papel de lija, Alejandro Carpio

marzo 02, 2012

El papel de lija, Alejandro Carpio

Imaginemos por un instante que el Libro de Arena, el mismo del relato de Borges, existe: que hay en el mundo un libro cuasi mágico que cambia sus páginas a cada instante, de manera que el lector jamás puede volver atrás porque la página leída ha trasmigrado a otra. Imaginemos que ese libro (según Borges se lo vendió un extraño contrabandista sacado de las mil y una noches y lo escondió luego entre uno de los dos millones de volúmenes que tenía por entonces la Biblioteca Nacional de Buenos Aires) ahora ha sido robado y arrastra la leyenda maldita de dejar herido de muerte a su poseedor. Imaginemos que los autores del robo son una red clandestina de contrabandistas que van dejando una estela de muerte entre los que se cuentan pilotos, gerentes corporativos y otros incautos que acaso no hayan leído un libro en su vida. Esta red clandestina pensó comercializar El libro de arena como metal vil en una isla de las Antilllas y parecen no saber la suerte letal que se cierne sobre todo aquel que ose tocar sus páginas. Imaginémoslo, tan solo, porque no hay un apartado concreto y directo en El Papel de Lija en que el narrador diga cuál es el objeto del deseo que produjo el primer crimen. Acaso este:

“Garzó desenvolvió el paquete de la mano izquierda y sustrajo del empapelado un libro de tapa verde azulada, aunque en la penumbra Tirado no pudo distinguir demasiado bien el color. Garzón tomó el libro por el lomo. Colocó el dedo índice en la esquina de la tapa del libro y el pulgar en la permanente muchedumbre de las hojas. Un minúsculo movimiento muscular desencadenó la furia de las páginas, un torrente inacabable, un río en movimiento que implicaba, en sus dedos marcados, el sonido de los vientos en la infinitud de los bosques, las arenas del mar renovadas en múltiples orbes, una gran pregunta, la enumeración de los recorridos siderales, la inagotable regeneración de extremidades en generaciones y generaciones de insectos, la suma de todos los fríos, el titánico margen de los números y la derrota final de precisiones a las que él mismo se había entregado.
-¿Y?- preguntó el teniente.
-¿Acaso no entiende usted? ¿Acaso no puede ver con sus ojos? –Las páginas seguían corriendo hacia el abismo, con un amor insoportable-. Es un libro sin fin.” 

Más que en el occiso, la clave de un crimen está en el objeto del deseo que lleva al criminal a cometerlo. Salvo si la muerte es casual, como en los crímenes de la rue Morgue donde el asesino es un orangután, o si el cadáver no tiene importancia, como en Cosmos, de Gombrowicz, donde el cuerpo del delito es un pájaro. En esta novela se trasgreden todo los patrones regulares de la novela policíaca y su mutación, la novela negra: Tirado, teniente investigador de este libro, no es un paradigma de la sagacidad, la inducción y la réplica como Dupin o Sherlock Homes, pero tampoco es un justiciero tan delincuente como los delincuentes que persigue, como los antihéroes de Dashiell Hammett o el Marlowe de Raymond Chandler. Es un gordo pantagruélico, inocente, enamoradizco, que resolverá el caso sin ninguna acrobacia, con la inocencia y la falta de malicia necesaria para salir a cazar mariposas y atrapar a un pterodáctilo. Al final del capítulo 4, el rapsoda enloquecido, que hace las veces de narrador y abre los inicios capitulares y los saltos de escena con dativos y salutaciones a la luna, al destino, a las estrellas cual hicieran los diacevastes griegos, llamará a su protagonista “un romántico” porque ha preferido seguir fiel a su mujer que acostarse con la sospechosa sensual. Esa es la forma de distanciar el realismo con la sátira: los personajes son caracterizados por sus defectos, o exagerados por sus decisiones o exaltados por falsas atribuciones:

“Amanda era un pedazo de filete cocinado a fuego lento en un paraíso pagano, adobado por una deidad simpática, en un día soleado, envuelto en papel de celofán con estampado de corazones rosa y bajado desde el cielo por angelitos rococó. Pesaba cuarenta y seis kilos, pelo negro y rizo, cejas consumidas por la maldad, senos pequeños y un par de nalgas furiosas que equivalían a un cheque por cien mil dólares.” 

Los villanos no son genios del mal, sino ejecutivos con dobles vidas atrapados en las redes de prostitución corporativa en que caerán, víctimas o asesinos, y los policías son caricaturas del mundo sórdido policial. La noción de la muerte en el mundo policial es profana, casi sacrílega: los policías comen y fuman y se ríen y se pelean frente a los cadáveres, nadie se conmueve en la escena del crimen, los policías no resuelven asesinatos por compasión, sino por un desafío, por una apuesta, por celos profesionales. Las escenas del libro avanzan por diálogos, y los cambios de ambiente se dan como saltos de decorados teatrales: de interiores de oficinas y domicilios, a escenas de crimen. La base de la acción son los interrogatorios y los intercambios y cruces de información entre oficiales. El mundo de los criminales no existe, o hay que adivinarse por declaraciones de interrogados, no por lo que hacen. La información sobre el crimen tampoco se dosifica ni se construye; simplemente se resuelve en la mente del investigador que postergará el momento, dejará que sus competidores hagan conjeturas, para después descrestarlos al resolver el caso. La resolución de este crimen no tiene grandes intrigas, ni graves incidentes que desvían la atención, ni sospechas que se multiplican. Hay sí, una hipótesis del crimen, a modo de falso clímax, y una resolución final en la que el protagonista expone cómo ató todos los cabos. La función del papel de lija es simétrica a la de la inducción, dice el enfebrecido narrador: herramientas que usamos para desvelar o limpiar capas superficiales de los objetos o del pensamiento. Pero hay texturas en las que no puede usarse, como la piel, porque la hiere. Lo más notable de este libro es aquello que no se ve y que debemos desvelar: una narración que por momentos se aproxima al barroquismo (minucia de detalles, irrupciones del narrador, incisos). Estos registros múltiples de la narración -símiles cáusticos, admoniciones del narrador omnisciente, encabezados con cambios de tono- revelan la naturaleza paródica de este libro donde el origen del crimen se esconderá en otro libro: los inicios de capítulos son parodias de El Ulises de Joyce, de Cien Años de soledad, de La Ilíada, de Las Soledades de Góngora, de La Metamorfosis de Kafka. Hasta donde mi modesta cultura literaria me lo ha permitido, capté guiños de Augusto Monterroso, tonos de Cortázar, ecos de Rulfo. Frases que nacen en el pozo de la originalidad y acaban en cita, o bien fragmentos que hacen el recorrido inverso: se inician como citas sin entrecomillar y se fusionan luego en la acción de la escena.

Tal vez algún día, un clan de fanáticos de este enigmático autor puertorriqueño, hagan un rito de culto para tratar de identificar hacia dónde apuntaba cada inciso, cada intercapítulo, cada remate de sus obras completas, tal como lo hacen los fanáticos de Flan O’ Brien, de Borges, de Osvaldo Soriano o de Cabrera Infante. ¿Pastiche, parodia, homenaje? No importa. ¿No es acaso la historia de la literatura la historia de unos pocos grandes libros?

El papel de lija, Alejandro Carpio, editorial Arte y literatura, Cuba (2012) 

Nota: La vida también hace pastiches con la literatura: ¿Qué, sino La perla de Steinbeck se esconde en éste medallón hallado en las tripas de un tiburón malayo?

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