Walden, Henry David Thoreau

junio 06, 2012

30. Uno que pueda salvar vidas (reto 30 libros)


Paul Eluard, Roland Penrose, Man Ray, Ady Fidelin, Ele Sainte-Marguerite, Cannes, France, 1937. Foto-parodia de un cuadro de Manet, por Lee Miller

El ejemplar de Walden que poseo tiene un olor reconcentrado a perfume de mujer y marihuana. A veces trato de imaginar a su antigua dueña en busca de dilucidar por qué se deshizo de él. Lo compré mutilado hasta la página 10, pero no me importó. Una vieja edición de Novaro-México, estilo Peguin Books y portada de libro Poket, lomo arqueado, de bolsillo, de caseta. Ningún formato le viene mejor a Walden; es un libro para llevarlo encima una temporada, en el chaleco o en la cartera. Uno cree que la gente conoce las historias de los libros, pero olvida que en cada generación hay que volver a repetirlo todo para que no se olvide, o para que no se sepa mal sabido.

En 1854, al graduarse cum laude de la universidad de Harvad Henry David Thoreau seguía sin saber qué hacer de su vida. Decidió entonces marchar al norte de Estados Unidos, a los bosques que rodean el lago Walden, para vivir dos años como un ermitaño y fundar una nueva moral, encontrar el sentido de su existencia y entender el devenir de la historia.

Walden es la bitácora minuciosa de aquel retiro. Narra con un ánimo más de entomólogo que de confeso, más de paisajista que de filósofo, cómo se fabricó su propia casa, como asaba su propio pan (sin ir al supermercado), cómo era su relación con los vecinos (lo creían un asesino serial); registra los recorridos que hacía, las conversaciones triviales (que después desmonta y relaciona con la historia de la filosofía), la resistencia y humedad del terreno (dato importante para sembrar una huerta y levantar los cimientos de una casa con sus propias manos), los tipos de árboles, los días de frío, las facturas de presupuesto que necesita un ser humano que viva solo. Y en medio de la descripción contemplativa de su vida en los bosques, el diarista se desgrana a intercalar reflexiones filosóficas, críticas al capitalismo incipiente (por entonces recién se fundada Wall Street, para los que no sepan que hubo una vez un mundo sin bolsas de valores), inmersiones en la soledad, comentarios de poetas clásicos y una descripción minuciosa de sus cambios de temperamento.

Walden ha servido hasta a la Agencia Espacial NASA para tener noticias de primera mano y analizar las variaciones de estado y dilucidaciones de un nombre desconectado del mundo, sometido al aislamiento y a condiciones extremas; ha servido a Henry Miller para orientarse espiritualmente mientras los trabajos le absorbían la vida en Nueva York y él trataba de escribir, subsistir y alimentar a su mujer y a sus hijas al mismo tiempo; ha servido a los líderes de la contracultura norteamericana para crear, al margen de la constitución, una ley moral superior a la ley escrita y que tiene como primera enmienda “no acatar una ley injusta”; y creo que debió servir a la antigua dueña de este ejemplar descuadernado que poseo y que lo impregnó de perfume, para no morirse. Encuentro que algunos pasajes están señalados con hebras de cáñamo y algunas esquinas marcadas por sus lánguidos dedos manchados de colorete y nicotina y perfume de verbena. Encuentro entre sus páginas una página manuscrita, en francés, y ya no sé si fui yo quien la levantó de la calle o ella la que la escribió allí su confesión. Imagino que el libro fue un regalo de amor fatal, y así como vino se fue, por el eco que hace sus subrayados. La imagino que vive su propio Walden colectivo, en una catarata de Villa de Leyva, una comunidad de amigos del canabis. Imagino que ella lee a Thoreau en voz alta, con los pechos descubiertos, mientras su amado acaricia a su mejor amiga y ella soporta los celos sólo para reafirmar ante el clan de faunos los ríos correntosos de la emancipación femenina. A mí me sirvió al menos para afrontar la existencia vendiendo panes dulces cuando tuve que elegir entre escribir y dejarme morir de hambre.

Dice la leyenda que cuando Estados Unidos publicó el decreto por el cual se obligaba a todos los ciudadanos de la Unión a pagar el impuesto de guerra para financiar la guerra contra los cinco estados que arrebataron a México, Thoreau se opuso a dicha ley y tuvo que dejar la cátedra en Harvard para abrigar con sus huesos los ladrillos de una cárcel. Una comitiva de intelectuales encabezada por el filósofo Emerson, su colega y amigo, protestó ante el gobierno y exigieron entrevistarse con el preso emérito en la cárcel del condado. Cuando Emerson entró en la celda, le dijo a Thoreau: “¿Y tú qué haces ahí adentro?”. A lo que Thoreau respondió: “¿Y tú qué haces ahí afuera?”.

Hay varios sitios que quisiera visitar antes de convertirme en zuricata. Uno es la iglesia que mandó construir Voltaire a Dios a las afueras de Ginebra. Otro la llanura de Troya. Otro París. Otro el jardín de Goethe a las afueras de Weimar. Otro Caño Cristales en la sierra de la Macarena. Otro el templo de Poseidón cerca de Nápoles. Y otro el lago de Walden. Algo debe haber ahí que le ayude a uno a morir tranquilamente. Creo.

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