Sartoris, Banderas sobre el polvo, William Faulkner

febrero 19, 2013

William Faulkner
Faulkner dibujante

Llevaba semanas sin leer nada de lo último que había comprado. Llevaba semanas con la intensión de releer más que de enfrentarme al simulacro de la actualidad. Llevaba días enteros imaginando los comienzos y finales de los libros definitivos que había leído en una década: qué debió pasar por la cabeza de Melville al escribir Llámenme Ismael. Por la de Hrabal, al escribir: Hace treinta años que trabajo prensando papel viejo, y ésta es mi Love Story. Por la de Thomas Bernhard al escribir: No estando citado con Reger hasta las once y media en el  Kunsthistorisches Museum, a las diez y media estaba ya allí. Por Buzzati al escribir: Nombrado oficial, Geovany Drogo, partió a la fortaleza Bastiani, su primer destino. Por la de Sartre al escribir: En Alsacia, alrededor de 1850, un maestro agobiado por tantos hijos como tenía decidió hacerse tendero. Por Céline al escribir: Yo nunca dije nada. Nunca. Por Capote al escribir: Los últimos que les vieron con vida. Por Hemingway al escribir: Lo maravilloso es que no huele: así es como empieza. Por Gunter Grass al escribir: Pues sí: soy huésped de un sanatorio. Caminé por la calle y apreté el paso, imaginando si esa hiel en las tripas vacías que entonces sentía, si ese deseo de matar o de matarme y no poder hacerlo, era una anticipación de la epifanía, de la musa, o si acaso estaba a punto de volverme loco por no ser capaz de resolver el final de una novela.

Al fin de aquella caminata amarga en la que fui con la mirada pegada al suelo, sin ver nada, regresé a casa y me senté y respiré y probé a releer Sartoris (Banderas sobre el polvo) de William Faulkner. Empecé de la mitad hacia la última escena, específicamente desde la escena en que Horace y Belle juegan al tenis y luego van al salón del piano y tienen un impulso de toqueteo que revelará el adulterio en la mirada de la hija de Belle. Banderas sobre el polvo fue cortada (con cierta razón) por el editor de Faulkner, para mejorar su poder de artefacto narrativo, y de esa abreviación nació Sartoris. La versión abreviada quedó así tan densa y pulida como un diamante. Abreviada, no resulta  tediosa, y las intrigas sugieren más por las alusiones que por aquello que muestran. Y eso que el libro tiene pasajes que aspiran a contenerlo todo. Las secuencias rotas de las escenas finales son dignas de un hombre maduro, atento a las alertas de la vida, a los motivos que mueven a la gente y a los secretos del doble pensamiento humano. Son excepcionales, si uno imagina escribiendo esa avalancha de escenas descocidas a un Faulkner que apenas frisa los treinta años: la desaparición tras el ataque de celos secretos de Byron Snopes después de robar la ropa interior de Narcissa, la seducción y estupro de Narcissa por Bayard durante la convalecencia del accidente de tránsito, la muerte del abuelo Sartoris en el carro (por la afición al exceso de velocidad de su nieto que se seguía sintiendo en tierra un piloto de avión de guerra), la cacería y el devaneo del nieto Bayard Sartoris durante un invierno antes de decidirse a abandonar en navidad a Narcissa y a su primogénito para rodar por el mundo (¿solo necesitaba continuar la estirpe para poder marcharse y ser libre?); la seducción de Horace por Joan, una liberada viuda con aires de mujer fatal, devoradora de machos y amiga de Belle, la amante convertida en manceba de Horace; el nacimiento de Johnny Benbow Sartoris (hijo de Narcissa y Bayard); el intercambio de telegramas entre miss Jenny y Bayard para que éste regrese a velar por su hijo y su mujer parida, la muerte en el aire de Bayard (ex piloto en la primera guerra) en una maniobra aérea mientras prueba un nuevo modelo de aeronave, el carácter tozudo y revelado de Miss Jenny al asumir el poder de la casa Sartoris en la transición acéfala del clan (mientras dure la crianza del último miembro de apellido Sartoris y la pesadilla vuelva a comenzar) y la escena asombrosa de la visita al cementerio con la meditación final de miss Jenny ante la genealogía Sartoris de que el carácter no se labra a golpes de escoplo sino se hereda y suministra en la sangre y en la crianza que dan las mujeres, ahí está, en doscientas páginas toda la densidad y riqueza interior del universo Faulkner: la tierra de los esclavistas que perdieron la guerra por la modernidad, la tierra segregada, la tierra donde las mujeres eran un hueco rodeado de pelos y un dispuesto para la reproducción, la tierra de la derrota: las banderas sobre el polvo son las tumbas de piedra de los patriotas rencorosos.

Sí, pensé, pienso, así es como debe terminarse una novela: como si anticipara otras.

Banderas sobre el polvo, William Faulkner, Seix Barral

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