3. Las palabras

abril 02, 2013


Estimado Jean Paul: ¿Qué significa eso de no tener superyó, como afirmó tu sicoanalista? ¿La muerte, a tus dos años, de Jean-Batiste, que no tuvo tiempo de fungir como padre? ¿Significa que no hubo una autoridad para rebelarse? Todo cambio sustancial en la vida empieza con una rebelión y con un castigo. ¿Cuál fue esa rebelión entonces? ¿Qué te dio el pretexto para escapar a una vida absurda? ¿Los libros, o la capacidad de escribirlos? Si no fue la rebelión parricida contra la autoridad paterna, porque padre no hubo,  ¿es acaso el descubrimiento de la fealdad lo que te empujó a buscar la belleza de las palabras y de las ideas? ¿Te acuerdas acaso del episodio con que acaba tu infancia? Dices que fue un cambio sutil de confianza en la literatura, que vino en reemplazo de un Dios castizo, mudo y cruel que se vanagloriaba de permanecer en silencio ante la angustia de los seres humanos. Dices más. Ésto:

“Yo pensaba darme a la literatura cuando, en verdad, entraba en las órdenes. En mí la certeza del más humilde creyente se volvió orgullosa evidencia de mi predestinación. Predestinado, ¿por qué no? ¿No es elegido todo cristiano? Yo crecía, hierba silvestre, en la tierra de la catolicidad, mis raíces chupaban jugos y los convertía en mi savia. De ahí provino esa ceguera lúcida que padecí durante treinta años. Una mañana, en 1917, en La Rochelle, esperaba a unos compañeros que me tenían que acompañar al colegio; tardaban, al poco rato no supe qué inventar y decidí pensar en el Todopoderoso. Saltó sobre el azul en el acto y desapareció sin darme explicaciones: “no existe”, me dije con una extrañeza educada, y creí arreglado el asunto. En cierta forma lo estaba, ya que desde entonces nunca he tenido la menor tentación de resucitarlo. Pero seguía el Otro, el Invisible, el Espíritu Santo, el que garantizaba mi mandato y regentaba mi vida con grandes fuerzas anónimas y sagradas. Aún me costó más librarme de éste porque se había instalado en la parte de atrás de mi cabeza entre las nociones traficadas que usaba para comprender, situarme y justificarme. Escribir durante mucho tiempo fue pedir a la Muerte, a la Religión, con una máscara, que arrancase mi vida del azar. Fui de la Iglesia. Era militante y quise salvarme con las obras; místico, intenté revelar el silencio del ser mediante un ruido encontrado de las palabras y, sobre todo, confundí las cosas con sus nombres: eso es creer. Estaba encandilado. Mientras duró, consideré que no tenía problemas. A los treinta años logré el estupendo hecho de escribir La náusea –se me puede creer que muy sinceramente. La existencia injustificada, salobre de mis congéneres y de poner a la mía fuera de casa. Yo era Roquentin, mostraba en él, sin complacencia, la trama de mi vida][ Era el prisionero de estas evidencias, pero no las veía: veía el mundo a través de ellas. Engañado hasta los huesos y confundido, escribía alegremente sobre nuestra desgraciada condición. Era dogmático y dudaba de todo, excepto de ser el elegido de la duda: restablecía con una mano lo que destruía con la otra y tenía a la inquietud por la garantía de mi seguridad: era feliz. []He cambiado. Más adelante contaré qué ácidos corroyeron las transparencias deformantes que me envolvían, cuándo y cómo hice el aprendizaje de la violencia, descubrí mi fealdad – que durante mucho tiempo fue mi principio negativo, la cal viva en que se disolvió el niño maravilloso-]
De modo que las historias que leíste tenían la única virtud que puede esperarse del apasionamiento inicial a la literatura: la capacidad de brindar consuelo. Después hubo un saltó más: el hallazgo de poder descubrir los motivos de la existencia a través de las palabras que escribieron otros (a través de la capacidad propia de orquestarlas, sopesarlas, organizarlas, manipularlas con guantes de seda y crear una historia que fuese un espejo de tu vida y del mundo en que viviste a través de personajes y escenas que no eran reales, pero que tendrían la virtud de perdurar un poco y encontrar nuevos significados en virtud de la belleza, luego de la eficacia, en últimas del acierto de ser escritas.) ¿El hallazgo de las palabras es el camino que conduce a la rebelión? ¿Y esta rebelión contra una entidad suprema no es otra forma de religiosidad? ¿Cómo aparece el deicidio? ¿Con la literatura? ¿La literatura que suplanta al credo para convertirse en otro? ¿De ahí la idea que sostendrías hasta la siguiente rebelión de la edad madura: que la literatura podía transformar al mundo al cambiar primero al autor, luego al lector y luego a una comunidad ideal de pares intelectuales, pero que el mundo sólo podía cambiarse con ideas políticas? ¿Y por qué elegir el camino de la literatura y no otro? ¿Por qué no, pongamos por caso, el camino de la violencia del individuo contra una sociedad que sólo ofrece ignominia? Hubiera podido ser también ese camino, ya que pasaste la niñez con un ojo desviado que se negaba a ver el objetivo e insistía en mirar a la izquierda mientras oías la burla de los demás compañeros que gritaban “feo ceporro con gafas y gorro”. El reconocimiento de la fealdad es el reconocimiento de una exclusión: sentirse rechazado en tanto desvalido; ser una rareza, un miembro más de la familia freak, vetado para jugar en un deporte de competencias físicas. ¿Qué hace un niño excluido de todo destacamento para sentirse incluido en algo? Algunos se impondrán por otros medios, al enquistar el rencor y convertirlo en demencia o en profesión: jefes tiranizadores, generales de mano mórbida, violadores de niños; esos son caminos que se empedran para el desquite. Otros niños, si son orientados, probarán suerte con las facultades del intelecto. Eso parece viable de ser entendido, porque todos tenemos una tara. Pero, ¿qué es eso de sentirse genio? ¿Es posible decidir ser genio siendo un niño? ¿El genio es la capacidad de hacer cosas hermosas?
Acaso tengas razón. El oficio de los poetas, como el de los sacerdotes, es decir ideas de forma bella. Eso se consigue persiguiendo la expresión precisa. Eso se consigue descubriendo las palabras, adentrándose en su influjo. Las de los demás y la capacidad propia de ponerlas en marcha mediante un mecanismo lleno de pequeños encadenamientos que conducen a niveles más hondos de complejidad, eso se consigue poniéndose por horas frente a un bloque de apartamentos para tratar de describirlos, siguiendo el ejemplo de lo que hacía Flaubert con Maupassant al ponerlo dos horas frente a un árbol para después describirlo. Me quedan otras dudas, al leer Las palabras. ¿Es más admisible la muerte mientras más absurda es la vida? ¿Puede un niño elegir sus propios venenos? ¿Te creías inmortal? ¿Puede darse sin traumatismo una rebelión a Dios que suplante a la divinidad por la literatura y luego una crisis y rebelión que suplante a la literatura por las ideas políticas? ¿En dónde se separaron el ser en sí y el ser para sí desde la perspectiva de tu propia vida? ¿Somos lo que elegimos, día tras día, en la suma de elecciones que al final dan la catadura de la vida de un ser humano, aun cuando cada vez el enredo y las imposiciones que nos determinan -la subsistencia, vida escolar, la vida laboral, la vida familiar, la vida civil, el hipódromo profesional- nos impidan realizar la tarea de dilucidar lo que somos engañándonos con lo que debemos ser? ¿Es importante entender lo que otro escribe para que el hechizo de la literatura sea posible? Yo pienso que no. Pero podemos discutirlo más adelante.

Att. Tu amigo en Suramérica

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