Lo que no tiene nombre, Piedad Bonnett

enero 11, 2014

Nuestra señora de las angustias, iglesia de La Fuente, Santander

En la iglesia de La Fuente, en Santander, vi el pasado 6 de enero la reproducción de un cuadro titulado “Nuestra señora de las angustias”. Es una representación de María que abraza el cuerpo amortajado de su hijo. ¿Cómo se llama ese dolor? La anomia cultural que minimizó por siglos las capacidades, los valores y los logros de las mujeres, soslayó el dar nombre al estado en que queda una madre cuyo hijo ha muerto. Pese a ser un infortunio repetido en guerras, pestes, barrios populares y tragedias antiguas y modernas, aún seguimos sin encontrar nombre para ese dolor.

Piedad Bonnett ha escrito el libro “Lo que no tiene nombre” al pasar por la criba de perder un hijo. Es 2011 y Daniel Segura Bonnett, pintor y estudiante de la Universidad de Columbia, se ha suicidado arrojándose del techo del edificio donde se aloja en Nueva York. La primera parte del relato es la crónica de los días que sucedieron a este suicidio: las actividades y momentos en que cada miembro fue sorprendido por la tragedia y las inmediatas reacciones, el inventario de los objetos dejados, la donación de los órganos vitales, la cremación de los despojos; las decisiones familiares conforme iban tomando forma según un código doméstico de convicciones positivas, alejadas de la superstición y de los ritos religiosos y de la moral judeocristiana. En esta primera parte, los hechos vividos se contraponen a las observaciones internas de la narradora (en segunda persona). Así logra exorcizar el patetismo de la lamentación y de la auto conmiseración que daría la implicación visceral de la autora en el drama. Al parecer, fue un esfuerzo colectivo del clan para no convertir la muerte en patetismo, las lamentaciones en elegía, y el suicidio en un secreto o negación. Aparte del suicidio en sí, reconstruido con observaciones de terceros y narrado con el distanciamiento de la técnica periodística (inversión del tiempo del suceso, percepción del entorno, registro de diálogos, cambios de espacio), son las decisiones familiares con respecto a la forma de vivir el duelo sin ritos convencionales lo que más me inquieta de esta primera parte del relato. Deciden, con razones, donar los órganos que puedan hacer vivir a otras personas. Deciden prescindir del rito religioso y de panteón y esparcir sus cenizas sin peregrinaciones. Aceptan como honras las ofrendas gastronómicas de los amigos. Recobran y comparten recuerdos privados para componer una memoria común mientras cenan. Ponen en orden los objetos personales para luego dejarlos ir en la misma dirección que tomaron los tejidos vitales. Son pocos días en los que toman esta serie de decisiones que invierten su duelo y lo diferencian de los ejercicios gastados e instituidos por las religiones monoteístas y las pompas fúnebres de esta parte del mundo. La decisión final, al regreso a Bogotá, cuando finalmente acceden a una ceremonia pública, desemboca en la reflexión central que cambia el tono del relato: no negar socialmente el suicidio.

Las siguientes partes reúnen episodios, escenas familiares, crisis afectivas y la descripción clínica de los altibajos y rigores de la enfermedad mental que asedió por años al hijo muerto. ¿Qué originó el suicidio? ¿Cuál es la génesis y el desarrollo de una enfermedad mental? ¿Cómo es el mundo subterráneo de las nomenclaturas y las medicaciones y los efectos secundarios de la medicina siquiátrica? ¿Qué es lo que nos queda de un ser querido cuando desaparece de forma abrupta? ¿Es posible comprender un suicidio? La crónica inicial se transforma fragmento a fragmento en una glosa sobre los sermones de la muerte, memorias, ensayos y cuentos que han escrito otros. Nabokov, Améry, Barnes, Javier Marías. Es curioso que una madre investigue todo esto a la muerte de un hijo. A mi juicio,  hay varias razones para desestimar el suicidio cuando eres joven. Una de esas razones es que tu mamá, papá, novia, hermanos; tus seres queridos, no lo entiendan, ni lo acepten. No lo digo por alardear, sino porque es una de las razones que me disuadieron al menos a mí. Otra es sentirse querido por alguien. La definitiva, quizá sea imponer sentido a la vida a través de una pasión irrefrenable por algo. Pintar, por ejemplo. Aquí la madre se propone comprender las razones del hijo para suicidarse.

El resto del libro revisa el origen de un quiebre en las percepciones mentales, un desequilibrio alimentado por los efectos secundarios de los medicamentos para el acné agresivo y desorientado definitivamente por los efectos de los medicamentos siquiátricos, hasta la crisis de estrés, decepción y angustia que desencadenará el último día de vida de un pintor colombiano de 28 años. Es un drama doméstico narrado desde su desenlace y abierto a sus lectores, pero también acaba por ser un ensayo filosófico sobre la enfermedad mental y el universo de los que la contemplan impotentes y las fórmulas vacías del rito que encubre el duelo. Es una narración y una interrogación, y un viaje a la memoria para recuperar al ser querido.

El suicida aquí es visto siempre por un testigo externo, la madre, o sus recuerdos completados por los recuerdos de otros: el siquiatra, las hermanas, las novias, el padre. El diario de Pavese ofrece el universo interno del suicida, aunque lo único que haya igual entre dos suicidas sea el imperativo: muérete. En el diario de Nijinsky encontraremos la voz del loco, disparada en todas direcciones, en la bruma de un mundo de percepciones amplificadas e involuntarias. En las cartas de Séneca a su madre tenemos las reflexiones reposadas de un sabio condenado a muerte que se acoge como su propio verdugo. En El mito de Sísifo de Camus, las reflexiones del sobreviviente resignado. Aquí tenemos la voz del acompañante, testigo en la distancia del abismo ajeno: la mirada de la madre que ve la lucha del hijo contra un endriago mental, la posesión paulatina de la locura en todos los ámbitos de una vida y el acorralamiento de aquello que siguen llamando “esquizofrenia” en nomenclatura siquiátrica. Esa voz que acaba por comprenderlo todo, que solo deja entrever su preferencia filial cuando celebra la plenitud física de un cuerpo disminuido solo mentalmente, es la que percibe la llegada inminente de la muerte anticipada; al constatarla, la madre acepta el suicidio como única liberación para su pariente. Esa voz que acaba por comprenderlo todo es la que recupera con la escritura un poco de vitalidad antes de que al hijo lo abrace el olvido.

Dos aspectos mayores parecen haber incidido en el suicidio de Daniel Segura Bonnett. Por un lado, la farmacología y sus descompensaciones, y por otro el sistema de ponderación de la pintura en el mundo contemporáneo. Curioso que de todos los posibles factores examinados por la madre como determinantes en este suicidio, el único que no sea percibido como negativo es el sistema de logros académicos que tanto inculcaba en su hijo como estímulo. Siempre dañamos al ser amado creyendo que le hacíamos un favor.

Antes que a María, le ocurrió a Hécuba. Antes que a Hécuba, le ocurrió a Niobe. Aqueloo fue el río formado por las lágrimas que brotaron de Niobe cuando los dioses castigaron su amor orgulloso de madre matando a sus hijos. Aqueloo, ¿no podría ser ese el nombre de lo que no tiene nombre?

Lo que no tiene nombre, Piedad Bonnett, Alfaguara, 131 pg.

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