Carta a Günter Grass

abril 15, 2015

Timbra la alarma del celular. Imagino la dicha que sería si la revista de méxico que me debe una crónica desde hace siete meses, pagara, al fin, para ir a comprar libros. Examino el mensaje. Es Jaiver que me agradece un favor invisible. Dice que por allá en 1998 le presté un libro de Gunter Grass. Bueno, esos mensajes espontáneos son otra forma de pago por trabajo realizado. El de recomendador de lecturas difíciles. Ahora también debo agradecer yo a quien me descubrió a Grass, y con El tambor de hojalata, logró hacerme traspasar ese control de frontera que separa cualquier libro de la gran literatura. Jorge Correa. Amigo de copas y de culposas confesiones. Habíamos prometido escribir una carta para Grass. ¿Recuerdas? A cuatro manos, querido amigo. Pero nunca pasamos de la primera línea, porque siempre que intentábamos escribirla estábamos borrachos y nos poníamos a hablar de mil cosas y la esquela quedaba vacía sobre la mesa de los envases de cerveza también vacíos. No sería una carta larga. Eramos incapaces de tal insolencia. Una carta en castellano. Solo para decirle que vivíamos en un pueblo de Colombia. Que le habíamos conseguido más de diez lectores al mismo ejemplar de su libro. Era un agradecimiento por ese libro escrito cincuenta años antes y que seguiremos releyendo a ratos solo para confirmar que acaso es el libro más hermoso y conmovedor del siglo pasado. No el más influyente. No el más leído. No el más fácil. Pero sí el que más nos conmovió a mi amigo y a mi, tal vez porque somos como Óscar, el protagonista, un poco testigos que no parpadean y un poco contrahechos. Querid Grass: la tragedia conmueve tanto como la belleza. La literatura que hiciste izó a realidad lo que estaba oculto. Luego leímos en grupo Mi siglo, donde en una de las mejores tergiversaciones de la historia, Grass imagina el encuentro entre Heidegger y el poeta Paul Celán en la selva negra: poeta y filósofo separados por la justicia del despotismo. Luego el Rodaballo que nos abrió el sentido del gusto y nos aproximó al milagro diario de cocer los alimentos con las formas de hace miles de años, como si una preparación y sus tiempos de cocción y sus vapores contuviera en si toda la historia, todo el pasado, todo lo que hemos sido y hemos olvidado. Luego nos fuimos a vivir a la mina de fósforo en los Años de perro. Luego leímos el Diario de un caracol. Luego al futuro apocalíptico de la rata nuclear, esa Ratesa que es una diablesa, pariente de la rata de Kafka. Luego descubrimos, en las memorias, Pelando la cebolla , los años que pasó en un sótano de París pelando cebollas y escribiendo nuestro libro favorito bajo el hechizo de una esposa bailarina (en la que imaginábamos él espolvoreaba polvo efervescente en el ombligo) antes de verla salir en tutu y medias transparentes para el ballet y quedarse a seguir alimentando la tuberculosis y redactando la memoria de un pueblo desmembrado, el polaco, y de la guerra narrada a través de los avatares del miembro más improbable de una familia. Siempre nos sorprendió recuperar, libro tras libro, esa inconfundible voz narrativa, un poco de epístola bíblica, un poco de pregón de goliardo. Una prosa plástica y gastronómica que se detenía en los detalles y las formas como si el que escribiera fuera más el escultor, o en los efectos de los sabores, como si el que escribiera fuera más un maestro cocinero, o en las metáforas crudas como el soldado que va al sastre para que le haga el traje caído del hombro donde cargó el fusil de guerra, como si el que escribiera fuera más un poeta que un prosista. ¿Por qué nunca le escribimos esa carta? ¿Solo porque no sabíamos alemán? Y ahora que se ha ido al fondo del mar y que desempolvamos las obras de nuestros anaqueles pesados de intelectuales del siglo XiX y no sabemos quién es el dueño legítimo del primer libro de Gunter Grass que leímos, porque lo pagamos entre los dos en esa librería de Bucaramanga, ahora que dan ganas de volver a leerlo y ocupar nuestro escaño en el bodegón de las cebollas, ahora que han pasado quince años, él, mi amigo Jorge, me escribe para darme las condolencias y dice: "Pues si: soy huésped de un sanatorio. Mi enfermero me observa, casi no me quita la vista de encima..." Ayer se oyó por última vez el redoble de su viejo tambor y yo apenas si tengo los dos primeros renglones de la carta que hace 15 años le íbamos a enviar, los años suficientes para que una niña crezca y su ombligo sea un lugar propicio para para esparcir polvo efervescente." Hace quince años dejamos la carta para acabarla hoy. Ya no la va a leer. Pero nosotros lo seguiremos leyendo, Gunter Grass. "Había un vez un músico llamado Mein que tenía cuatro gatos uno de los cuales se llamaba Bismark". Ese capítulo. Al menos ese, nos acompañará por siempre.

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