Crónica: Los libros, el amor y la muerte

julio 13, 2008


¿Cuántos libros apilados en esa plaza flanqueada por el Museo del Oro, la Iglesia del Oro y el Banco de la República, por lo demás, repleto de oro? ¿Ochenta mil? ¿Cien mil? ¿Cuántos árboles talados para que nadie lea? ¿Cuánta literatura frustrada por no ser leída? Pero también: ¿Cuántas obras maestras que valen, en otro plano, mucho más de lo que vale el oro y rematadas hoy por valores risibles?
La lolita navocobiana que iba a mi lado (porque siempre es de buena suerte ir escoltado por una lolita lectora en una ciudad tal vil como Bogotá D.C) me preguntó qué sentiría Margaret Mitchell la escritora de “Lo que el viento se llevó” de ver su ejemplar ahora rematado en saldos de dosmil pesos de parque en parque.
Le dije (para no tener que confesar que yo también moría por saberlo, aunque preveía la respuesta de antemano: nada) que por fortuna la señora Mitchell y sus colegas de plúteo (Beckett, Cabrera Infante, Bellow, Cormack McCarthy) ya había pasado a mejor parte y estaba en un lugar donde van a cesar todos los títulos y todas las famas, todos los escritores y todos los hombres, absolutamente todos, gloriosos o infames, reputados o imputados, para ser iguales: la fosa común.


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Maneki-Neco

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