Saul Bellow y la dispersión
febrero 05, 2013Así que aquí estoy, querida: te saludo desde la era de la dispersión ciberatómica. Hoy sobreviví a la radiación solar, pero ya no sé ni dónde leí sobre el accidente eléctrico de Julio Florez con un cinematógrafo. La reseña:
2. Saúl Bellow fue un adelantado predicador de la brevedad en la literatura: la anunciaba y la aplicaba a su propia escritura. Estos ensayos son como él quería: breves y sustanciosos como un caldo Húngaro. El más largo quizá resulte el discurso del Premio Nobel. Para la recepción de ese premio (según GGM, el Nobel de Bellow le correspondía a Borges quien acababa en 1976 de declararse admirador de Spencer y de Pinochet) el autor propuso una reflexionó sobre la postura de los artistas ante la sofisticación y la separación de saberes en el mundo moderno. El argumento explosivo de su exposición es que la educación excesiva hace daño. Por los desastres de la educación, la compartimentación de saberes, las superespecializaciones académicas, es que los escritores se orientaban por los conceptos críticos. ¿Ya no necesitamos personajes?, preguntaba: ¿Un escritor, un artista, deben ser especialistas sociales o activistas políticos o tener un doctorado en historia para llegar a inspeccionar la vida con exactitud? La prédica del fin del personaje y del argumento dramático era consecuencia de las posturas teóricas de la academia, más que consecuencia de un estado filosófico del arte. Eran los historiadores y académicos quienes diagnosticaban y prescribían a dónde se movía la obra y cuáles eran los horizontes que debía orientar a los artistas. Los artistas, ciegos, sumisos, con complejo de inferioridad asumían como verdades estas imposturas. Para Bellow, en la literatura la educación excesiva era un fardo. La literatura, específicamente entre las artes, era una herramienta para enriquecer la vida, no para simplificarla. Pensar, sentir, distinguir era el oficio al que se estaba renunciando en su época para delegarlo en autoridades con credenciales que ponderaban sus prédicas, pero que en el fondo pensaban de forma errónea; autoridades que eran ineptas para sentir y no distinguían más allá de sus campos de estudio. El arte debía buscar lo esencial y perdurable, ante un mundo donde todo era efímero y aparentemente sofisticado.
En otra serie de ensayos (La distracción del público) abordó Bellow el aspecto amenazador que se anunciaba en la sociedad hiperinformada: la dispersión. Ese sería el mal del futuro en una era que pretendió ser atómica y se convirtió en ciberatómica. Ya en sus años de consagración, Bellow notaba que la audiencia y los creadores y el ser humano vivían bombardeados de información inútil. Una realidad enriquecida, pero que paradójicamente anestesiaba en esa superabundancia que impedía distinguir qué era lo importante de lo superfluo. El periodismo, la literatura, la historia y el exceso de documentación del presente operaban como distractores y provocaban esa dispersión. Y cuando la gente se distraía con lo que le afectaba la vida cotidiana, era fácil explotarla, disuadirla y frenar su oposición. ¿Que debía hacer un escritor ante la inmaculada dispersión? No participar de ella. Enfocar los temas. Dilucidar lo que era importante y hacerle seguimiento y volver consciente a un número de pares intelectuales. El escritor, el ciudadano, debía olvidarse del paso vertiginoso de los sucesos. El escritor debía hallar las metáforas de la época.
El gran público es otra idea a la que se opuso el viejo Bellow. El objetivo del artista no era llegar al gran público, porque si esa era su búsqueda, el artista iba a atener que sacrificar el arte, la exploración formal, la poesía y reducir los valores de la literatura a los términos mercadotécnicos para cautivar a la audiencia. El gran público (aplicando categorías de hoy se llama cultura mainstream), es un embeleco que defrauda al arte.
Dos sesiones más están dedicadas a sus viajes por ciudades que vio, vivió y amó: París, New York y Chicago. En París hace un paralelo entre la ciudad mítica vista por Dostoievski en un diario y su propia visión contemporánea. Las dos resultan desesperanzadas, pero no por el espacio arquitectónico y el acervo cultural acumulado, sino por quienes pueblan la ciudad: los parisinos distantes y altivos. Más que la ciudad, revisa el carácter del francés como paradigma de la individualidad ofensiva. El individualismo es el comienzo de la xenofobia. New York se le presenta como un caos y una ciudad de turismo costoso. Chicago es el pretexto para alguna evocación de su formación como escritor y como judío americano (que es toda una escuela de aprendizaje de ser hombre). Lo que hace míticas a las ciudades que se vuelven Mecas del arte son los momentos de migraciones culturales. El Chicago desde el cual está narrando es una ciudad en que la industria ha suplantado a la cultura y los migrantes ya no son bienvenidos. La ciudad es su cultura y su presente, no su pasado.
Otra sesión la conforman los obituarios a los escritores y maestros que conoció y admiró. El más conmovedor lo dedica a su amigo John Cheever. Lo recordaba como un escritor que era un espejo de su obra: sucinto, concreto, profundo y envuelto en una aparente y enigmática sencillez de cuentos breves. Tal como escribía, hablaba. Así investigaba. Aprendió la técnica del relato magro y se dedicó hacer variaciones sobre los temas de la vida norteamericana hasta desvestirla de todo adorno y llegar a lo esencial.
La búsqueda de lo esencial para vivir, para crear, era el valor que más respetaba en este mundo Saúl Bellow. Tal vez por eso sitúa su paraíso personal en el macizo de montañas de Vermont, Estados Unidos. En conjunto, es la visión de un testigo cómodo en un siglo de conflagraciones, aceleración tecnológica, decaimiento espiritual y de una rapidez técnica que trivializa la brevedad de la vida y el significado de lo estético.
Todo cuenta, Saúl Bellow, compilación de artículos, discursos y ensayos, Debolsillo.
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