Georges Bataille, Historia del ojo

junio 25, 2010

Este libro es tierra en los ojos. El lector elige si los mantiene abiertos o los cierra de una vez. No admite censuras parciales, no admite saltarse las páginas duras, porque las páginas duras, en la literatura, como en la vida, son las que explican casi todo. Las novelas juveniles, sobre adolescentes y para adolescentes, pretenden conservar el orden moral y ético de la sociedad: que las zagalas no aprendan a chupar vergas, ni a meter coca, ni a que les den por el culo, y que los futuros hombres aprendan a obedecer, sublimen la patria, que no maten sin razón, ni sean maricones. Las novelas juveniles niegan el mundo. Historia del ojo es una novela que hace pensar en los grandes revolucionarios de la humanidad: Lucifer, Eva, María Magdalena, Sócrates, Prometeo, Epicuro, Shakespeare, Lutero, Sade, Olimpia. Es una novela depravada. Brutal. Un reto: ¿hasta dónde es capaz de ver tu ojo? Tu ojo es capaz de verlo todo. Está hecho para ver. Pero es una palpitación interna (¿la ética?) lo que debe rechazar lo abyecto. Historia del ojo es una obra verdaderamente transgresora. Transgresora en los tres sentidos en que un escritor resulta un revolucionario: en la forma, en el lenguaje y en el pensamiento.

“Basta el más imperceptible llamado de los sentidos para que de un golpe su rostro adquiera un carácter que sugiere directamente todo aquello que está ligado a la sexualidad profunda, por ejemplo: la sangre, el terror súbito, el crimen, el ahogo, todo lo que destruye indefinidamente la beatitud y la honestidad humanas.”
¿Cuál es el blanco preferido de los humoristas sexuales para sus saetas? El tabú, la prohibición, las reglas de la moral. Así como para Maquiavelo son los códigos, las leyes, las ideas políticas injustas, y como para los cínicos su desprecio y holgazanería son el arma con que subvierten toda actividad social considerada “seria” y “productiva”. ¿Qué es ser licencioso? Alguien que tiene licencia para estar del otro lado de las prohibiciones. La sociedad regula las conductas sexuales con tabúes, matrimonios, uniones lícitas, y condena las desviaciones y los caminos contra-natura y contra la ley de Dios (ley sagrada) y de los hombres (ley moral). La sociedad legisla estas leyes sexuales y las hace convención, señalando y encarcelando a todo potencial transgresor. ¿Qué hacer con quien trasgrede esta ley con palabras? No puede ser encerrado, porque el crimen no existe más allá del papel y la imaginación. Entonces la sociedad cambia de estratagema: convierte al escritor en un degenerado moral, en un licencioso. Y un licencioso es un monstruo (no en el sentido estético, sino en el ético). Sade, Miller, hasta cierto punto D.H Lawrence, y sobre todo Georges Bataille encontraron en el tabú sexual la materia de su transgresión. La sociedad en que vivían, según el prejuicio de la época, los atacó. Sade estuvo condenado y preso hace tres siglos. Miller censurado casi toda la mitad del siglo XX en su propio país mojigato. Bataille despreciado como escritor maldito hace apenas 90 años. Los personajes más sádicos de Sade (que en él se funda el adjetivo) son los frailes y los nobles y los aristócratas. Ellos son los que esclavizan sexualmente a sus harenes y sodomizan a sus hijas y someten cuerpos a humillaciones y flagelamientos. Miller encarna en su persona y en la clase intelectual y burguesa del mundo refugiada en París, esa transgresión, al convertirlos y convertirse él mismo en el personaje central de sus historias: una generación de artistas decadentes buscando identidad en los burdeles y orgías del París de entreguerras. Bataille hace del furor sexual de una pareja de adolescentes la obra maestra de la transgresión sexual. El sexo en Historia del ojo, es un ritual atravesado por la muerte, enaltecido por la sangre, por la orina, por las heces, por los fluidos. Personajes que sólo alcanza el placer absoluto al masturbarse, orinarse y otras muchas cosas terminadas en arse.
La historia del ojo fue la primera novela de Georges Bataille. Cuando André Bretón la leyó dijo: “De todos los escritores de esta generación, Georges Bataille es el único que reúne las condiciones para volverse un mito”. Bataille es hoy para nosotros, sus lectores fanáticos, un mito: arqueólogo, sociólogo, erotómano, erotólogo, novelista prolífico, panfletario mordaz, surrealista de pesadilla, bibliotecario y erudito. Era hijo de un sifilítico que lo engendró en la etapa crítica de la enfermedad. Cuando Bataille daba los primeros pasos y balbuceaba las primeras palabras, su padre quedó postrado y ciego. No podía moverse de la cama. En consecuencia, Bataille se convirtió en el lazarillo del sifilítico. Y el sifilítico orinaba delante del niño y el dolor que le producía la micción le hacía entornar los ojos y mostrar la parte blanca. El niño observaba aquellos glóbulos blancos de enajenado y los reservaba para el futuro en un rescoldo de su memoria. El ciego sacudía el miembro y enviaba al niño fuera con la bacinica repleta de orín espumoso. En la noche, el ciego se enardecía y la madre hacía llamar a un médico. Antes de entrar en el cuarto, el ciego oía voces de saludo entre el médico y la esposa, y lo increpaba: cuando termine de culearse a mi mujer, me avisa, doctor. El niño, despierto, registraba y acumulaba. Con los años, el hermano de Bataille desmintió y dijo que todo aquello era mentira, otra invención de su alucinado hermano. Lo cierto es que Bataille utilizó esa invención biográfica para incluir un facsímil dentro de la novela llamado Plan de una continuación a Historia del ojo, uno de los ensayos más agudos y reveladores sobre su propia escritura. Tal vez lo escribió como un juego, pensando al incluirlo que muchos de los lectores de esa novela se habrían de preguntar cómo pudo una mente fantasear una novela tan brutal y depravada. La respuesta que ofrece el ensayo es la que podría dar casi cualquier escritor honesto: por bisociaciones irracionales, por sublimaciones de recuerdos e invenciones. Así funciona toda mente literaria. Bataille tuvo la agudeza de rastrear o fantasear la fuente de sus ficciones. Los glóbulos oculares del sifilítico, sumados a la experiencia temprana de haberse enamorado de una prima que quería ser monja, son las imágenes generadoras de Historia del ojo.
Resumiré la historia, en un esquema infame: Georges conoce a Simona y en su primer encuentro se masturban con un plato de leche. Georges y Simona conocen a Marcela y la masturban orinándole en la cara. Georges, Simona y Marcela descubren nuevo placer con la orina, la sangre, las heces. Georges y Simona descubren placer con los huevos de gallina. Georges y Simona descubren que Marcela está loca, la extraen del manicomio, la masturban, y luego Marcela se ahorca. Georges y Simona se dan placer con el cadáver de Marcela. Georges y Simona marchan a España en busca de emociones más fuertes. Simona presenta un inglés, Sir Edmond, a George. Sir Edmond es un millonario voyerista. Los lleva a ver una corrida de toros. Simona, excitada ante el ritual de muerte del toro, desea ser penetrada por el culo entre las heces del establo. Simona ahora quiere darse placer comiendo los testículos del toro, crudos. Se los traen. El torero es embestido y pierde un ojo por la cornada en el momento en que Simona en lugar de comer el testículo, lo introduce en su vulva. Luego Sir Edmond los llevará a ver la iglesia de Don Juan, el famoso Galán convertido al cristianismo después de arrasar con las vaginas de Europa. Cito parte de la secuencia final:

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“Simona le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Don Aminado, respondió el cura.
Simona abofeteó a la carroña sacerdotal, haciéndola tambalear. Luego la despojó totalmente de sus vestiduras, sobre las que Simona, acuclillada, orinó como perra. Luego lo masturbó y se la mamó, mientras que yo orinaba sobre su nariz. Al llegar al colmo de la excitación, a sangre fría enculé a Simona que mamaba con furor.
Sir Edmond contemplaba la escena con su característica expresión de hard labour (sic); inspeccionó con cuidado la habitación donde nos habíamos refugiado. Descubrió una llavecita colgada de un clavo.
—¿De dónde es esta llave?, le preguntó a Don Aminado.
Por la expresión de terror que contrajo el rostro del sacerdote, Sir Edmond reconoció la llave del Tabernáculo.
Al cabo de un instante regresó, trayendo un copón de oro, de estilo recargado, con muchos angelotes desnudos como amorcillos. El infeliz sacerdote miraba fijamente el receptáculo de las hostias consagradas en el suelo y su hermoso rostro de idiota, alterado por las dentelladas y los lengüetazos con que Simona flagelaba su verga, se había puesto a jadear.
Sir Edmond había atrancado la puerta; buscando en los armarios acabó por encontrar un gran cáliz. Nos pidió que le dejáramos por un momento al miserable.
—Mire, le dijo Simona, las hostias están en el copón y en el cáliz se echa vino blanco.
—Huele a semen, dijo ella, olisqueando las hostias.
—Así es, asintió Sir Edmond, como ves, las hostias no son otra cosa que la esperma de Cristo bajo la forma de galletitas blancas. En cuanto al vino que se pone en el cáliz, los eclesiásticos dicen que es la sangre de Cristo, pero es evidente que se equivocan. Si de verdad fuera la sangre, beberían vino tinto, pero como sólo beben vino blanco, demuestran que en el fondo de su corazón saben bien que es orina.
La lucidez de esta demostración era convincente: Simona, sin más explicaciones, agarró el cáliz y yo el copón, y nos dirigimos a Don Aminado que, inerte, en su sillón, se agitaba apenas por un ligero temblor que le recorría el cuerpo.
Simona le asestó un gran golpe en el cráneo con la base del cáliz, sacudiéndolo y acabando de atontarlo. Luego volvió a mamársela, lo que le produjo siniestros estertores. Habiéndolo llevado al colmo de la excitación de los sentidos, lo movió fuertemente, ayudada por nosotros, y dijo con un tono que no admitía réplica:
—Ahora, ¡a mear!
Volvió a golpearlo con el cáliz en el rostro; al tiempo que se desnudaba delante de él y yo la masturbaba.
La mirada de Sir Edmond, fija con dureza en los ojos imbecilizados del joven sacerdote, produjo el resultado esperado; Don Aminado llenó ruidosamente con su orina el cáliz que Simona sostenía bajo su gruesa verga.
—Y ahora, ¡bebe!, exigió Sir Edmond.
El miserable bebió con éxtasis inmundo un solo trago goloso.”

Después de esto conocerán una nueva forma del placer y se embarcarán en Gibraltar en un buque de Negros. Fin.

Tal vez no haya una relación más recíproca que la que se da entre el erotismo y la religión. Bataille la señaló así: “El conocimiento del erotismo, o de la religión, requiere una experiencia personal, igual y contradictoria, del interdicto y la transgresión”. La historia del erotismo está ligada a la historia de la religión. La apuesta de Bataille fue establecer una paradoja definitiva entre prohibición y transgresión. Para crear un mito, hace falta un rito. Y para profanar el mito hay que perturbar el ritual, sobreponiéndole otro ritual desacralizador en su lugar. La leche, los ojos, la depravación encarnada en una virgen, la coprofilia, el orin como exitación, las corridas de toros, la iglesia de Don Juan, el confesor, la confesión, el copón, el vino, el cáliz, el cuerpo de Cristo, el ojo vaciado, la vagina convertida en ojo voraz… todos son espacios y elementos rituales sometidos a un acto desacralizador. Bataille escribía para derrumbar un orden moral. Lo hizo desde el humor negro, desde el tabú sexual. Tal vez la definición que hiciera D.H. Lawrence para la pornografía sea la más apropiada para definir la escritura de Bataille: “lo que es pornografía para un hombre es la risa del genio para otro”.
Para Bataille el erotismo y su hermana bastarda, la pornografía, guardadas proporciones, eran una forma de la religión.

Título: Historia del ojo, Histoire del l´oeil (1928)
Autor: Georges Bataille
Traducción: Margo Glantz
Editorial: Ediciones Coyoacán, México 1994

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