Narc-Decó, el edificio de Pablo Escobar
abril 01, 2011
El vendedor de empanadas dice que para encontrar el Mónaco debemos seguir por la misma avenida hasta la calle 17 sur. Las diez cuadras siguientes las hacemos a la sombra de los guayacanes y las ceibas y el olor de bosque húmedo. Al pasar una quebrada, la gente ofrenda oraciones a una virgen. Me acerco. Uno de los cartelitos dice: Gracias virgencita por permitirme coronar. Me alejo.
Coronar, en parlache paisa: dícese de poner un embarque de droga en el extranjero.
Una vez en la calle 17ª, veo el enorme edificio blanco que sirve de sede a la dirección de aduanas nacionales (DIAN) y creo que me timaron estos paisas Maliciosos y hábiles al hablar de negocios, fuertes en la derrota, bravos en la injusticia y nobles en la victoria.
Yo busco uno de seis pisos, no de treinta.
Pregunto las coordenadas a una pareja de ancianos atléticos, y el señor me indica que por el otro anden, que una cuadra antes, detrás de unas edificaciones de apartamentos que no permiten su avistamiento. Seguimos el mapa. Pasamos la calle, bordeamos los apartamentos que impiden la vista y el edifico Mónaco, la guarida del bandido, aparece finalmente.
Las paredes muestran estrías y muescas y mordeduras del bombazo que destrozó su fachada en enero de 1988. Las ventanas no tienen vidrios y entre las manchas de deterioro y las argamasas roídas del techo alguna vez pulidas de estuco veneciano, se configura la el ambiente: el aire húmedo y descompuesto de las casas sin habitantes. Hay un árbol de aguacate cargado de fruta, y ahí está la piscina familiar de la que un anciano extrae hojas secas con una red de cazar mariposas. Una malla oxidada rodea el edificio. Ya no se ve la escultura de Rodrigo Arenas Betancur que franqueaba la entrada. Sólo dos pisos parecen adecuados para vivir. Pero allí no vive nadie.
La bomba que sacudió El Poblado el 13 de enero de 1988 iba dirigida a Escobar y su familia. Se la pusieron al frente del edificio. Era el primer gesto con que empezaba la guerra a muerte entre los carteles de Cali y Medellín por el monopolio del tráfico, al que se sumaron nuevos intereses: el de los paramilitares y el de los políticos corruptos. Una guerra de todos contra todos. Ya no más fiestas con El Gran Combo de Puerto Rico ni con Héctor Lavoe y un harén de putas en topless. Ahora sonarían las bombas y las ráfagas y los taladros en las rodillas. Doscientos muertos cada fin de semana.
En un viejo periódico encuentro que el encargado de llevar el carro bomba al edificio fue el oficial retirado Germán Espinosa Rubio, alias El indio, quien llegó de Cali a visitar a unos amigos que vivían en El Poblado, de Medellín. Los amigos eran Carlos y Fidel Castaño Gil, alojados en una mansión llamada Montecassino, por la misma avenida. Aunque traté de ubicarla también, la mansión de los famosos paramilitares Castaño Gil, no pude verla. Creo que estuve a punto, pero me disuadió un vagabundo que me abordó en la cuesta y dijo: ¿Qué dirección buscás, cucho? No sé si fue su mirada, o la expresión cucho, pero me disuadió de seguir buscando.
Ya la había oído, en dos ocasiones.
Día anterior. Centro de Medellín. Centro administrativo La alpujarra. Al atravesar la avenida, frente a la gobernación y la alcaldía, por poco nos destroza un ciclista. El vendedor de chicles le arrostró un insulto, y el ciclista paró en seco, lo miró con odio y dijo “abríte, cucho”.
“Es lo que dicen antes de matar”, dijo la caleña que nos acompañaba. “Cuando yo llegué a Medellín hace 20 años, todos eran alzados como ese man. No se les podía decir nada, porque sacaban el revólver y te mataban. En todas las esquinas mataban porque me miraste, que porque no me miraste, que porque me caíste mal, que porque me miraste la hembra, que porque te atropellé y no te quitaste”.
La caleña redondea con una cifra contundente de funcionaria: cada fin de semana en Medellín había doscientos muertos.
Busco cifras para contrastar la exageración. Encuentro una. Enterrar y Callar, María Victoria Uribe y Teófilo Vásquez. Recogen los tres meses que van de noviembre de 1992 a enero de de 1993: 4.107 muertos.
¿Entonces qué, cucho? ¿Dividimos por mes, por día o por hora?
La segunda vez que oí la palabra fue en la segunda noche, cuando un indigente le pidió monedas al sociólogo anfitrión.
El sociólogo, enfático: ¡No!
El indigente, alevoso: ¡Cortáte esa chivera!
El sociólogo, interesado: ¿Y por qué tengo que cortármela?
El indigente, ofensivo: Parecés una loca.
El sociólogo, despectivo: Loca, vos.
Y mientras nos alejábamos, el indigente reviraba: ¡Todo bien, cucho!, y el sociólogo nos traducía la expresión del argot paisa a la vida práctica. Quería decir lo contrario: “todo mal, cucho”, se iba a tener que cuidar la espalda cuando volviera a cruzar por el parque sin compañía.
¿Anécdotas exageradas?
En la mañana tomo un periódico doméstico para capturar un poco de ambiente local.
Página 7, judiciales: “Se conmemora con una danza un año del asesinato de la bailarina Cristina Restrepo, acuchillada en el parque Astorga. Ahora el parque se llamará La bailarina por decreto del consejo municipal”.
Recuadro superior, derecho: “Muerto encostalado en San Javier”.
Recuadro inferior, izquierda: “condenado a 48 años de cárcel el jefe del Combo la 38, Alias Alex, por homicidio agravado en objetivo múltiple”.
(Léase masacre)
Recuadro inferior, derecha: “Buscan bebé Cristian Tobón de 23 días de nacido, raptado de los brazos a su madre en Prado-Centro.”
Páginas internas: “Policía tras vándalos que quemaron las bodegas del contratista en construcción del parque Astorga- se quiere sabotear complejo empresarial, asegura gerente de EPM-- ciento cincuenta millones en pérdidas…”
Última página: “Continúa búsqueda de los tripulantes de las 2 avionetas hundidas en el río cauca: quinientos kilos de cocaína rescatados de las aguas”.
Ambiente local.
¿Qué dirección buscás, cucho?
Me azoré. No dije que buscaba la mansión donde habían entrenado a los sicarios que mataron a los candidatos presidenciales de 1990, Pizarro y Jaramillo, con bosque, club hípico, cancha de fútbol, piscina y avaluada en una chichigua: 30 millones de dólares.
Le dije que nada, que sólo miraba, y me alejé.
Todo bien, maaniño.
Fue en esa mansión, Montecassino, donde los hermanos Castaño Gil le dieron a alias El Indio el campero lleno de dinamita para volar el edificio Mónaco. La noche anterior, Escobar había dormido en el pent-house, que habitaba con su mujer, pero salió diez minutos antes del estallido que desintegró a los celadores del edificio y derrumbó la fachada. La esposa y los hijos del capo huyeron ilesos. Lo que encontró la policía al ingresar fue el cascarón de un museo en ruinas: un piso con obras de Obregón y de Grau, un girasol de Van Gogh, una escultura de Rodin y una de Botero de cuatro metros de superficie. Alonso Salazar, en La parábola de Pablo, incluye breve inventario de lo que halló la policía en el parqueadero y en la cocina del edificio: una docena de carros de colección, la limusina Mercedes Benz de seis puertas que le regaló Gonzalo Rodríguez Gacha (fue Carlos Ledher Rivas, y no la regaló, se la vendió); vajillas chinas y esculturas griegas que valían cien veces más que el mismo edificio.
El Mónaco, súbitamente roto, quedó como está hoy: arruinado. La guarida del bandido, desmantelada. Lo que siguió a la bomba del edificio que sí fue de Pablo escobar fue la guerra sucia que redujo el valor de la vida humana a un fajo de dólares y de la que aun el país recibe oleadas: 120 bombas, más de cinco mil padres de, hermanos de, hijos de, nietos de… (todos muertos); un odio flotante que engendró el desprecio por la vida, una generación entera de adolescentes convertidos en asesinos a sueldo. Ninguna placa, ninguna referencia podría expresar con más elocuencia el pasado de este edificio (levantado para ser bastión del hampa, para alojar cajas fuertes repletas de millones de dólares) que aquel, en la reja, que anuncia a su nuevo ocupante: la fiscalía.
La derrota, en la guerra contra el narcotráfico, como en la guerra de Troya, como en todas las guerras, deja las pertenencias del vencido a merced del vencedor.
Nota: En noviembre de 2010 la fiscalía abandonó el edificio. Dicen que tiene fantasmas.
Fin de la Serie 9.
Coronar, en parlache paisa: dícese de poner un embarque de droga en el extranjero.
Una vez en la calle 17ª, veo el enorme edificio blanco que sirve de sede a la dirección de aduanas nacionales (DIAN) y creo que me timaron estos paisas Maliciosos y hábiles al hablar de negocios, fuertes en la derrota, bravos en la injusticia y nobles en la victoria.
Yo busco uno de seis pisos, no de treinta.
Pregunto las coordenadas a una pareja de ancianos atléticos, y el señor me indica que por el otro anden, que una cuadra antes, detrás de unas edificaciones de apartamentos que no permiten su avistamiento. Seguimos el mapa. Pasamos la calle, bordeamos los apartamentos que impiden la vista y el edifico Mónaco, la guarida del bandido, aparece finalmente.
Las paredes muestran estrías y muescas y mordeduras del bombazo que destrozó su fachada en enero de 1988. Las ventanas no tienen vidrios y entre las manchas de deterioro y las argamasas roídas del techo alguna vez pulidas de estuco veneciano, se configura la el ambiente: el aire húmedo y descompuesto de las casas sin habitantes. Hay un árbol de aguacate cargado de fruta, y ahí está la piscina familiar de la que un anciano extrae hojas secas con una red de cazar mariposas. Una malla oxidada rodea el edificio. Ya no se ve la escultura de Rodrigo Arenas Betancur que franqueaba la entrada. Sólo dos pisos parecen adecuados para vivir. Pero allí no vive nadie.
La bomba que sacudió El Poblado el 13 de enero de 1988 iba dirigida a Escobar y su familia. Se la pusieron al frente del edificio. Era el primer gesto con que empezaba la guerra a muerte entre los carteles de Cali y Medellín por el monopolio del tráfico, al que se sumaron nuevos intereses: el de los paramilitares y el de los políticos corruptos. Una guerra de todos contra todos. Ya no más fiestas con El Gran Combo de Puerto Rico ni con Héctor Lavoe y un harén de putas en topless. Ahora sonarían las bombas y las ráfagas y los taladros en las rodillas. Doscientos muertos cada fin de semana.
En un viejo periódico encuentro que el encargado de llevar el carro bomba al edificio fue el oficial retirado Germán Espinosa Rubio, alias El indio, quien llegó de Cali a visitar a unos amigos que vivían en El Poblado, de Medellín. Los amigos eran Carlos y Fidel Castaño Gil, alojados en una mansión llamada Montecassino, por la misma avenida. Aunque traté de ubicarla también, la mansión de los famosos paramilitares Castaño Gil, no pude verla. Creo que estuve a punto, pero me disuadió un vagabundo que me abordó en la cuesta y dijo: ¿Qué dirección buscás, cucho? No sé si fue su mirada, o la expresión cucho, pero me disuadió de seguir buscando.
Ya la había oído, en dos ocasiones.
Día anterior. Centro de Medellín. Centro administrativo La alpujarra. Al atravesar la avenida, frente a la gobernación y la alcaldía, por poco nos destroza un ciclista. El vendedor de chicles le arrostró un insulto, y el ciclista paró en seco, lo miró con odio y dijo “abríte, cucho”.
“Es lo que dicen antes de matar”, dijo la caleña que nos acompañaba. “Cuando yo llegué a Medellín hace 20 años, todos eran alzados como ese man. No se les podía decir nada, porque sacaban el revólver y te mataban. En todas las esquinas mataban porque me miraste, que porque no me miraste, que porque me caíste mal, que porque me miraste la hembra, que porque te atropellé y no te quitaste”.
La caleña redondea con una cifra contundente de funcionaria: cada fin de semana en Medellín había doscientos muertos.
Busco cifras para contrastar la exageración. Encuentro una. Enterrar y Callar, María Victoria Uribe y Teófilo Vásquez. Recogen los tres meses que van de noviembre de 1992 a enero de de 1993: 4.107 muertos.
¿Entonces qué, cucho? ¿Dividimos por mes, por día o por hora?
La segunda vez que oí la palabra fue en la segunda noche, cuando un indigente le pidió monedas al sociólogo anfitrión.
El sociólogo, enfático: ¡No!
El indigente, alevoso: ¡Cortáte esa chivera!
El sociólogo, interesado: ¿Y por qué tengo que cortármela?
El indigente, ofensivo: Parecés una loca.
El sociólogo, despectivo: Loca, vos.
Y mientras nos alejábamos, el indigente reviraba: ¡Todo bien, cucho!, y el sociólogo nos traducía la expresión del argot paisa a la vida práctica. Quería decir lo contrario: “todo mal, cucho”, se iba a tener que cuidar la espalda cuando volviera a cruzar por el parque sin compañía.
¿Anécdotas exageradas?
En la mañana tomo un periódico doméstico para capturar un poco de ambiente local.
Página 7, judiciales: “Se conmemora con una danza un año del asesinato de la bailarina Cristina Restrepo, acuchillada en el parque Astorga. Ahora el parque se llamará La bailarina por decreto del consejo municipal”.
Recuadro superior, derecho: “Muerto encostalado en San Javier”.
Recuadro inferior, izquierda: “condenado a 48 años de cárcel el jefe del Combo la 38, Alias Alex, por homicidio agravado en objetivo múltiple”.
(Léase masacre)
Recuadro inferior, derecha: “Buscan bebé Cristian Tobón de 23 días de nacido, raptado de los brazos a su madre en Prado-Centro.”
Páginas internas: “Policía tras vándalos que quemaron las bodegas del contratista en construcción del parque Astorga- se quiere sabotear complejo empresarial, asegura gerente de EPM-- ciento cincuenta millones en pérdidas…”
Última página: “Continúa búsqueda de los tripulantes de las 2 avionetas hundidas en el río cauca: quinientos kilos de cocaína rescatados de las aguas”.
Ambiente local.
¿Qué dirección buscás, cucho?
Me azoré. No dije que buscaba la mansión donde habían entrenado a los sicarios que mataron a los candidatos presidenciales de 1990, Pizarro y Jaramillo, con bosque, club hípico, cancha de fútbol, piscina y avaluada en una chichigua: 30 millones de dólares.
Le dije que nada, que sólo miraba, y me alejé.
Todo bien, maaniño.
Fue en esa mansión, Montecassino, donde los hermanos Castaño Gil le dieron a alias El Indio el campero lleno de dinamita para volar el edificio Mónaco. La noche anterior, Escobar había dormido en el pent-house, que habitaba con su mujer, pero salió diez minutos antes del estallido que desintegró a los celadores del edificio y derrumbó la fachada. La esposa y los hijos del capo huyeron ilesos. Lo que encontró la policía al ingresar fue el cascarón de un museo en ruinas: un piso con obras de Obregón y de Grau, un girasol de Van Gogh, una escultura de Rodin y una de Botero de cuatro metros de superficie. Alonso Salazar, en La parábola de Pablo, incluye breve inventario de lo que halló la policía en el parqueadero y en la cocina del edificio: una docena de carros de colección, la limusina Mercedes Benz de seis puertas que le regaló Gonzalo Rodríguez Gacha (fue Carlos Ledher Rivas, y no la regaló, se la vendió); vajillas chinas y esculturas griegas que valían cien veces más que el mismo edificio.
El Mónaco, súbitamente roto, quedó como está hoy: arruinado. La guarida del bandido, desmantelada. Lo que siguió a la bomba del edificio que sí fue de Pablo escobar fue la guerra sucia que redujo el valor de la vida humana a un fajo de dólares y de la que aun el país recibe oleadas: 120 bombas, más de cinco mil padres de, hermanos de, hijos de, nietos de… (todos muertos); un odio flotante que engendró el desprecio por la vida, una generación entera de adolescentes convertidos en asesinos a sueldo. Ninguna placa, ninguna referencia podría expresar con más elocuencia el pasado de este edificio (levantado para ser bastión del hampa, para alojar cajas fuertes repletas de millones de dólares) que aquel, en la reja, que anuncia a su nuevo ocupante: la fiscalía.
La derrota, en la guerra contra el narcotráfico, como en la guerra de Troya, como en todas las guerras, deja las pertenencias del vencido a merced del vencedor.
Nota: En noviembre de 2010 la fiscalía abandonó el edificio. Dicen que tiene fantasmas.
Fin de la Serie 9.
Esta crónica fue publicada por la Revista Forum de México en 2011.
Para leer toda la crónica El edificio que no es de Pablo Escobar en Fanzine haga clic aquí.
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