Vivirán estos huesos, Edward Dahlberg

noviembre 02, 2010

man ray
Man Ray, en Bogotá...
Edward Dahlberg nació en 1900 y murió en 1970 y en esos 70 años se caracterizó por ser envidioso, chismoso, morboso, satirista, mujeriego, ególatra, irreverente, anarco: un escritor. Nació al sur de Estados Unidos, en el seno de un hogar de trashumantes judíos. Murió siendo un famoso escritor desconocido. Famoso porque lo descubrieron Dreiser, Ford Madox Ford, D.H Lawrence, William Carlos Williams, Roberto Calasso y Stanislaus Bhor. Desconocido, porque dos años antes de su muerte la revista World Work lo puso en la lista de los 10 escritores estadunidenses menos valorados de su tiempo, y la boca se le llenó de sangre: Dahlberg se creía mejor estilista que Faulkner, mejor fraseólogo que Hemingway, mejor editor que Dos Passos, más proletario que Saroyan. Y tal vez lo era. Mejor que todos, pero indisciplinado.
Vivirán estos huesos es un panfleto: la cuenta de cobro que le pasó Dahlberg a la literatura norteamericana de su tiempo. Desde que leí a Mencken no conocía una acidez tan corrosiva y un denuesto tan agudo, pero armonizado en una prosa lógica y poética al mismo tiempo:
“¿A qué se reduce todo en Hemingway y Faulkner, Dos Passos y Cadwell, London y Norris? Toda la fábrica humana se desplomó y el hombre al caer de la gracia del bien y del mal se precipitó en la mierda. El remordimiento ha sido reemplazado por los riñones, la próstata y el tracto intestinal. Ya no están los viejos maestros, concluyeron las tragedias eternas. Han acabado, ay, los nobles problemas del hombre; el amor, la angustia, el bien y el mal, Madame Bovary y Manon Lescault, las Camelias y la Tuberculosis tuvieron que ceder su sitio al realismo de la sublunar Materia decadente, al esputo, a las arcadas del vómito y Fiesta.”
En parte tiene razón: los escritores están obligados a cambiar sus códigos y signos de vez en cuando; pero ojo, zoquete: odio y amor, rojo y azul, siguen siendo los mismos.
Dalhberg supone que la literatura norteamericana ha entrado en un estuario decadente, en una caída imparable, en una crisis de la realidad, en la primera mitad del siglo XX. Entonces decide hacer un panfleto para pasar revista a la plana mayor de los escritores gringos y burlarse de todos, hasta de sí mismo. El título de su ensayo está basado en una cita bíblica en que Ezequiel pregunta a Dios si revivirán los muertos. Dahlberg pregunta ahora si revivirán los clásicos. Y luego lanza una sugerencia letal: tal vez no. Para Dahlberg, los muertos que debían revivir eran los grandes olvidados de la literatura del XIX: Melville, que se pasó cuarenta años en una oficina, decepcionado del silencio con que Estados Unidos recibió ese ensayo general del fin del mundo llamado Moby Dick, Thoreau, que golpeó con un martillo a la mujer que se atrevió a proponerle matrimonio y que comía desabrido porque se negaba a comprarle la sal, un elemento de la naturaleza, y dejarle su dinero a un supermercado; Whitman, que hizo de su obra una celebración de su propio individuo como una ilusoria autocracia; Poe, que se lo inventó todo, pero sus hijos bastardos luego lo defenestraron. En orden de aparición: un experimentalista, un anarco, un ególatra y un gótico; lo que serviría una vez más para definir el carácter y la prosa de Dahlberg: anarquista, experimentalista, barroca, egotista. Para Dahlberg es claro que si Dostoiewsky o Tolstoi o Shakespeare (sus valores más excelsos) reencarnaran el seno de la sociedad norteamericana capitalista, sólo les quedaría dedicarse al alcohol y a ver televisión, como al Homero más famoso que le queda al mundo (no el de la Ilíada, sino el de los Simpson).
Decía Wilde con cinismo que los Estados Unidos eran el único país que había pasado de la barbarie a la decadencia sin una civilización en el medio. Preciosa frase. Desopilante. Sangrienta. Dalhberg seguramente la hubiera firmado. Yo también. El menosprecio de nuestro panfletario contra la literatura norteamericana (James, Hemingway et al) no es espontaneo: es heredado. Dalhberg rastrea las huellas de la decadencia literaria de su país y encuentra que todo nace en el rasgo más fuerte de la historia fundacional de la conciencia americana: el puritanismo. Estados Unidos es una sociedad hipócrita que llama “elevación espiritual” a lo que sólo es materialismo puro; da envoltura a los mitos religiosos de siempre y pretende hacerlos pasar por nuevos cada comienzo de siglo, cuando lo que en realidad ocurre es que su doble moral cristiana hierve y lo impregna todo (e inclusive ha hecho crisis hoy, en 2010, cuando el adefesio de contradicciones del norte tiene lista Clinton y legalización de la marihuana en California, un presidente Negro de ascendencia africana y al mismo tiempo una ley que convierte al inmigrante en delincuente):
“No hay tierra más asfixiante para la vida del artista que Estados Unidos. Todos los artistas, en donde sea, son parias. Pero ciertos países los lapidan más que otros, obstaculizan sus destinos al grado de que sus vidas acaban salvajemente desolladas. )(Durante cien años Estados Unidos fue un viñedo. El puritanismo despreció las artes como si vinieran de inferior alma concupiscente; transmutó sus propias necesidades y apetitos en meditaciones crónicas impregnadas con el olor de la tierra, la vendimia y las manadas. Su materialismo fue su santuario; se postró en devota oración, pero no ante la Virgen, Jesús, o los Santos, sino ante el campo, el hogar y la huerta. De Abraham, Noé y Job, el puritano extrajo el éxtasis y el fervor que tuvo por sus ovejas, manzanas, maderas, y granos. La granja colonial, arraigada en y surgida del suelo, narra los milagros del crecimiento, la vida, el nacimiento, la procreación y el matrimonio. La condena clerical del puritano contra los órganos sexuales fue el culto furtivo de la siembra, la primavera y la cópula.)( Casi toda la literatura Estadunidense ha sido una honda negación del hombre. Su literatura temprana, velada, en el lila crepuscular de Mateo y Marcos, es un cortejo fúnebre, una renuncia al corazón carnal.”
Pero lo más elevado en Dahlberg no es la crítica sociológica al capitalismo salvaje sino su original revisión de los clásicos, su inmersión en la personalidad de Hamlet, Macbet, Acab, Miskin, Timón de Atenas, Jeremías, El príncipe, Jacob, Abraham, Isaac, Ezequiel, Edipo, Prometeo, la virgen María para después confrontarlos con pasajes de la historia de Estados Unidos, con la literatura de su época, con su propia escritura:
“Las negaciones crean negaciones más profundas. Para cuando llegamos a Henry Adams se despliega maravillosamente la fabula estadunidense. Henry Adams fue un timorato Baco al revelarnos que la Virgen de Chartres era la Afrodita católica perfecta. Pero más adelante elevó a María a la intelección etérea pura y seca. Luego abjuró hasta de la virgen y se prostró ante otro santuario, la MAQUINA, y así acabó sus días en epicénica santidad, extrayendo inimaginables vibraciones eróticas en su Galería de Máquinas, a partir de pistones de nueve pies de altura, tornos, bandas y engranes. La naturaleza del hombre se ha deslizado en la del babuino y del mono.”
La escritura simple desarrolla una idea por cada vez, por cada oración, por cada párrafo. La compleja, varias al mismo tiempo. Gombrowicz es complejo. Borges es complejo. Bernhard es complejo. Rubem Fonseca es simple. Dalton Trevisan, complejo. Vargas Llosa, simple, de estructura compleja. La escritura de Dalhberg es la escritura a la que aspiro: una que avance reflexionando. Las acciones mueven, los aforismos detienen. Tal aspiración en el español actual sólo la he visto concretada en la prosa de Pitol, de Javier Marías, de Vila-Matas. En Calvino. En Sartre y Camus. En Montaigne. Tal vez sea el tono de impugnación que atraviesa todo el volumen lo que haga de este libro uno de los ensayos más ácidos, complejos y acertados de la literatura. Frases con más de 48 palabras que presentan más de tres ideas juntas, adjetivos morales, divagaciones súbitas, envuelven la prosa de Dahlberg en un manto de misterio, como si estuviéramos frente a un profeta filósofo, frente a un Ezequiel erudito, alocado, hablándonos ya no de el valle de los judíos muertos sino de los escritores fracasados.

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