Los falsificadores de Borges

octubre 23, 2012




Urdir intrigas, esa pasión que han practicado con tanta fortuna las secretarias y los detectives (y que han ido perdiendo los periodistas) es un buen pretexto para un reportaje novelado. Permite rellenar con certezas ficticias ese espacio de nadie que pertenece a la literatura y que Tomás Eloy Martínez ubicaba entre el mito y la historia; permite atar los cabos que le faltan a la vida con conjeturas a veces rotundas, a veces disparatadas.

Algunas piezas magistrales del detectivismo literario tienen como impulso inicial la solución de un misterio. Por regla es descortés revelarlo. Joseph Mitchell dedica una segunda parte a su primer reportaje sobre Joe Gould (El secreto de Joe Gould, Anagrama) porque al revisar el material reconoce que se dejó arrastrar por la naturaleza avasallante del mendigo ilustre y feliz que planeaba la novela total norteamericana, pero comprueba que es el misterio del paradero de esa novela lo que sostiene la historia y el mendigo no quiso revelarlo. Entonces se empeña el periodista en probar o descartar que el libro exista y esté extraviado en la caja de zapatos de algún amigo, que bien, como apunta su conjetura, era solo una quimera y nunca existió más allá del propósito de su autor. La apuesta de la segunda parte no era ya fijar a un personaje y su singularidad sino probar que su proeza era una quimera: ¿Habría logrado Joe Gould, mendigo neoyorquino, escribir La historia del mundo? En La desaparición de Majorana (Tusquets) Leonardo Sciascia trata de reconstruir el periplo de un científico cuya voluntad fue desaparecer, pero acaba por adelantar una hipótesis más inquietante que acaso sea una conjetura personal del detective: la expiación de la culpa de un científico que dejó sentada la base de la destrucción atómica de la humanidad y quiso borrar posteriormente las huellas de ese hallazgo, lo que daría un sentido más hondo al acto deliberado de desaparecer a voluntad propia. García Márquez (Crónicas y reportajes, Colcultura) acosado por el hambre, apela al detectivismo literario con un caso judicial muy manoseado en la Italia de los años 50s: urdir las informaciones a medias y a las digresiones y giros que da el caso Vilma Montesi para conjeturar que la muchacha no falleció en un accidente en la playa sino que hay cabos sueltos que conectarían al hijo del primer ministro italiano con la muerte de Montesi y una red de tráfico y prostitución a gran escala de fondo. En este caso, los datos del prontuario se dosifican en contrapunto folletinesco. Esto hace que las herramientas de la ficción conviertan a la realidad en intriga (al reiniciar cada entrega desde una pista falsa, el escritor puede llevarnos a pequeños giros y revelaciones que nos empujan a leer la siguiente entrega y a que nos interesemos por tratar de revelar el crimen interpretando los indicios del hecho).
En estos tres casos de detectivismo literario no hubo solución para el misterio inicial, solo conjeturas. La investigación dependía siempre de otros, que sólo revelaban verdades a medias para arrojar sombra sobre el caso. Sin embargo, ¿no son estos finales hipotéticos los que permiten al lector adelantar su propia conjetura al terminar el libro?

Los falsificadores de Borges aborda un caso de detectivismo literario que cautivó en Colombia por un juego de imposturas y el tema de los falsarios de la literatura. Resumen: un novelista encuentra un poema en el bolsillo de su padre asesinado. Años más tarde, el novelista publica un libro de memorias sobre ese crimen; allí el poema aparece en escena y fulgura con un verso usado por título. El poema, asegura el novelista, es de Borges, aunque apócrifo, porque no figura en sus obras completas. La única versión que conoce es de un poeta colombiano que los publicó como apócrifos de Borges en una revista con ligeros errores de métrica. Durante el despliegue mediático del libro el novelista se comunica con el poeta para verificar la procedencia de los poemas. El poeta se atribuye la versión y dice haberlos recibido del propio Borges en Nueva York. Al novelista le parece que la prueba que vincula al poeta con el rescate de ese poema (y otros cinco) está en una publicación muy posterior a la fecha en que el padre del novelista fue asesinado y algo no concuerda.
El novelista se llama Héctor Abad Faciolince. El poeta Harold Alvarado Tenorio. El novelista publica sus dudas y el poeta las responde también públicamente. El novelista no admitirá la réplica pública del poeta y emprende entonces una investigación al respecto para tratar de demostrar que el poema sí es de Borges, pero que su padre tuvo acceso al poema antes de ser dado a conocer por el poeta contradictor, y que, además, Tenorio es un charlatán incapaz de mejorar un poema o de parafrasear un estilo. El poeta ahora se endosa la autoría de los mismos. Los resultados de la pesquisa literaria del novelista aparecerán, tiempo después, en la prensa y luego en un libro. El poeta también ofrecerá mediante artículos satíricos la versión  de los hechos y demerita al novelista.

Ya con las cartas en la mesa, los espectadores que han seguido de cerca la polémica toman posiciones: los que siguen al novelista y sus opiniones viscosas en prensa toman parte por su versión. Los que seguimos los latigazos del poeta y nos hemos aproximado a su obra y creemos en la parodia y la mímesis como motor de la creación optamos por desagraviar y aceptar la posibilidad de la duda razonable. Las pruebas, de ambas partes no son concluyentes.

El asunto deriva en ramificaciones mayores, en extrañas asociaciones y búsquedas más osadas: otros testigos cercanos del enfrentamiento, que han participado activamente en la investigación, y que están relacionados en algún eslabón de una de las dos versiones, toman distancia, ponderan las versiones, examinan las pruebas y dan su interpretación. Jaime Correas es uno de estos testigos: publicó en 2011 un reportaje novelado (¿novela documental?) de la investigación llevada a cabo por el novelista Héctor Abad que trataba de establecer el origen del poema que llevaba en el bolsillo su padre el día que lo asesinaron paramilitares de Carlos Castaño en 1987. El reportaje aborda tres aspectos y ensaya varias hipótesis: la autenticidad del poema, la procedencia y la cronología de las versiones. ¿Es de Borges? ¿Estaba escrito el original o fue dictado una vez en Argentina y otra en Nueva York? ¿Son creíbles y verificables los testimonios de cada uno de los implicados en las dos versiones? El propio investigador había sido editor de los cinco poemas inéditos de Borges que vieron la luz un año después de la muerte del autor. Entre esos poemas está el que le concierne al novelista colombiano. Para tratar de sopesar las versiones, el primer filtro es el de la autenticidad: el investigador retoma los conceptos de especialistas en la obra de Borges. Ellos aprecian el uso idiomático, sospechan de algunas fallas en métrica imperdonables para sonetos borgeanos y admiten la presencia de los temas caros a Borges. Luego analiza los cambios integrados a la versión publicada por Tenorio, contrasta y deja en pie el concepto de un especialista tutelar que supone la imposibilidad de probar la autenticidad solo de forma estilística. Ahora revisará las cronologías de las versiones y los indicios de las procedencias. Los poemas que él y un grupo de amigos editaron en Mendoza, Argentina, 1986, son los que leyó el futuro difunto en 1987: la prueba la encontró una ayudante del hijo novelista en una grabación de radio con la voz de su padre leyendo el poema y reseñando la publicación de Mendoza, Argentina. Ya establecido el origen del poema que apareció en el bolsillo del difunto hay que verificar la segunda aparición del poema con otra procedencia. Son dos versiones del poema y dos eslabones ocultos que las conectan con Borges: o los dictó a la amiga de Tenorio en Nueva York, o Borges prestó el original a un francés en Buenos Aires que los publicaría en el marco de un reportaje con el autor. De esta última versión, surgen, al parecer, los poemas editados en Mendoza. De la primera, los publicados por Tenorio en Colombia.

Jaime Correas sopesa y pondera los tipos de pistas que se le ofrecen: las fabricadas y distorsionadas por un genio maligno y borgeano (Tenorio) y las que arroja la investigación del novelista Faciolince con cruces de datos y testimonios directos. El libro reconstruye con ficción y reiteraciones de tiempo las reacciones y escenas en que el novelista va armando esa pieza de arqueología afectiva; adelanta, también, el perfil del poeta contradictor y estudia su obra y algunos aspectos escurridizos de su biografía. Finalmente, es la versión del novelista la que cuenta con verificaciones y pruebas pero la del poeta se hace inverificable.

El resultado de esta investigación literaria no conduce, tampoco esta vez, a la verificación de un hecho. El poema de Borges sigue siendo apócrifo. La versión del poema llegó por Argentina y no por Nueva York al bolsillo del difunto. Aun así, la refutación del poeta que sostiene haber sido testigo y depositario de los poemas originales dictados por Borges no se puede refutar. Lejos está aun de esclarecerse el misterio: mientras una de las dos versiones se valide pero la otra no pueda refutarse, no podrá ser disipada la especulación.

Dice el autor al final de este reportaje que, por increíble que parezca, su texto no tiene cabos sueltos. Los tiene: María Panero y Tenorio. Este último, hijo y nieto de carniceros, como Defoe y tantos otros millones de personas, tiene algo de bárbaro y vate oracular que ha vivido en todos los excesos y su memoria frisa ya una línea inseparable entre ficción y realidad. Según él, el secreto de su versión reposa aun en una caja fuerte en Buga, Valle del Cauca. Decía Horacio, sobre el misterioso viaje de las palabras, que una vez sueltas jamás se recuperan. El misterio reside más bien en no poder predecir a dónde llegarán y en cómo afectarán la vida y la salud mental de los demás.

Los falsificadores de Borges, Jaime Correas, Alfaguara 2011


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