El edificio que no es de Pablo Escobar
marzo 16, 2011En los alrededores de la Clínica Medellín, de un edificio desvencijado, cuelga el siguiente letrero: “Este edificio no es de Pablo Escobar”. El dueño, al parecer, molesto por las peregrinaciones que emprendían los turistas de Narc-Decó y por el hecho de ver convertida su ruina en sitio de encuentro para los rumberos (que se daban cita con la frase “nos vemos en el edificio de Pablo Escobar”) decidió cortar por lo sano y fijar el anuncio:
¡ESTE EDIFICIO NO ES DE PABLO ESCOBAR!
Un buen intento. Pero sólo consiguió que el punto de encuentro pasara del mote a la ironía.
Ahora la gente dice:
“Nos vemos en el edificio que NO es de Pablo Escobar”.
Así de obstinada es la sombra del capo. A 16 años de su muerte, la figura de Escobar, simplemente, persiste. Su ambición, persiste. Su distorsión del progreso, persiste. Su paranoia, persiste. Su crueldad, persiste. Está en la riqueza que se exhibe oronda por las calles y las pantallas, que no se esconde; en la arquitectura ampulosa de las construcciones, en las ilusiones de los mafiosos emergentes, en el odio de los que fueron víctimas, en los corridos populares, en la admiración de sus fanáticos, en la producción constante de culebrones televisivos y de libros basados en su vida, en las flores que llevan los peregrinos al visitar su tumba y en las solicitudes de milagro que muchos le hacen a su alma.
De siete personas que pasaban por la cuadra donde lo mataron, sólo una no sabía dónde quedaba el falso monumento. Moreno, acento chocoano, menos de 20 años: ¿Aquí lo mataron, de veras? Yo no soy de aquí, se disculpó. Los demás alzaban la mano y señalaban la casa situada en medio del paisaje cotidiano. No era orgullo, sino familiaridad. Tal vez sólo el taxista que nos vio allí, frente a la casa y oprimió la bocina y gritó ¡Escobar! como el cantante argentino que gritó en un concierto ¡Viva la Cocalombia! tenía una mirada fanática, y me pareció que, al pasar, inclusive, se persignaba.
Antes de viajar a Medellín repasé mis lecturas sobre Pablo Escobar. El único libro que soportó una relectura completa sigue siendo uno muy corto. Adolece del amarillismo que otros le exigen a los títulos de ese subgénero colombiano que lleva su nombre. Este ni tiene final. En realidad no es ni siquiera un libro completo dedicado a Escobar, pero su último capítulo está dedicado al capo. Se llama En secreto. Lo escribió Germán Castro Caicedo, un gran cronista en declive. El último capítulo lleva la siguiente advertencia que arrastra la huella del lo inacabado: El libro que nunca pude escribir. Un gran libro puede escribirse sobre la imposibilidad de escribirlo. Lo inacabado es la expresión máxima. Y ese reportaje inacabado de Castro Caicedo es periodismo clarividente. Además de humanizar la figura del criminal, ofrece una clase de investigación, una interpretación del material, de los protagonistas, una reconstrucción de la época, unas secuencias formidables a base de saltos en el tiempo y una demostración de valentía del periodista sabueso que es capaz de meterse a una cueva de raposos apoyado en la discreción y en oír las cosas más atroces sin perder la compostura. Castro Caicedo sólo presenta las notas de libreta que alcanzó a tomar durante una década de guerra del Cartel de Medellín para lo que sería el gran reportaje sobre Pablo Escobar y la historia del narcotráfico, y eso le basta para hacernos asistir a la época.
Castro Caicedo: “Entonces yo completaba once años persiguiendo algo que sintetizara la historia de la coca en Colombia. Había dejado de leer las arrobas de basura que producen los europeos y norteamericanos sobre el tema y pensaba que si la coca ha sido el fenómeno más importante de fin de siglo en el mundo, el gran reportaje de fin de siglo debía ser ese, pero contado por los colombianos y escrito por nosotros mismos”.
Magnífico programa, pero lo que pretendía Caicedo no era la historia de la coca (ya la narró en parte Andrés López Restrepo) que se remonta a la colonia, pasa por la persecución de la corona y se mezcla con la historia de los contrabandistas caribeños y los alucinantes (opio, heroína) del siglo XIX; sino la historia del gran negocio a escala mundial que habría de quedarse trunca en la etapa más brutal, el llamado narco-terrorismo. Comienza el reportaje con una imagen evocadora del esplendor del capo: la entrada del edificio Mónaco, en El Poblado de Medellín, con Pablo Escobar que cruza la puerta giratoria en primer plano y pasa frente a la escultura de Rodrigo Arenas Betancur erigida a la entrada. La escultura se llamó La familia. Escobar construyó el edificio Mónaco para su mujer, Victoria Henao, para alojar a sus dos hijos, para esconder un museo de reliquias afectivas con obras de arte de precios astronómicos, y para que le sirviera de oficina. El edificio fue volado en 1988 por una bomba que le puso el Cartel de Cali, configurándose así el embrión del grupo enemigo que marcaría su caída y que habría de llamarse tres años después con el acrónimo que resulta de Perseguidos por Pablo Escobar: PEPES.
Busco a pie el Mónaco desde la calle 4ª con avenida El Poblado. La opulencia que ostenta aquella zona de Medellín me asalta directamente en el prejuicio: todos los edificios parecen candidatos de haber sido de Escobar, o de sus socios, o haber sido comprados por una riqueza absoluta, ilícita. Sin embargo, las primeras impresiones son las que no cuentan. La riqueza que se exhibe al paseante por aquella avenida surcada de edificios “inteligentes” y zonas verdes no es exclusiva de los mafiosos. En los años ochentas, la plata del tráfico de coca (50.000 millones de dólares al año) se lavó en el sector urbano de Colombia: edificios, casas de conservación, condominios. Los mafiosos se instalaban en sus propiedades y se enorgullecían al mostrarlas. Después del cenit de los grandes capos y de la ley de extinción de dominio para propiedades compradas con plata ilícita; después de desmantelado el cartel y de transferido el monopolio del tráfico a los paramilitares, los nuevos mercaderes de la droga aprendieron la lección y prefirieron invertir en el sector primario, el campo, donde mejor se camuflan los dólares en un país donde tres cuartas partes de su territorio son selva, y una es selva virgen: fincas, haciendas, lotes de engorde. ¿A quién pertenecen los edificios y mansiones de El Poblado en Medellín?
Me detengo en una esquina y sumo con el dedo: 7 Multinacionales. 6 Bancos. 10 firmas industriales. 3 agencias de viajes. 2 Clínicas. 1 farmacia, monumental.
Por acortar una larga oreja de la avenida, entramos al Centro Comercial Santafé. Fachada de cantera que aspira a coloso etrusco. Ciento cincuenta metros de frente. Cuatro pisos superiores y cuatro subterráneos. Parqueadero con capacidad para quinientos carros: la expresión máxima del capitalismo desarrollado. Lo que no está en el centro, no existe. No sé qué atrae de estas bodegas estándar tipo Mall (sin ventanas, ciegas, como galpones de gallinas para que el consumidor no se distraiga) a la gente que consume en ellas, pero cuando veo una, también tengo debilidad por entrar y verla, sólo para salir con la sangre indignada, atribulado por un sentimiento parecido a la náusea o la inferioridad.
Tal vez sea mi manera secreta de constatar que todo empeora, que la desigualdad humana es directamente proporcional a la demografía (y la pobreza extrema de un sitio se echa a notar en la abundancia exagerada de otro.)
Tal vez sea simple rencor, por no poder comprar.
Medellín es un nombre compartido por varias ciudades desiguales que conforman una misma. De las muchas Medellín que Medellín cobija, yo vi de lejos al menos cuatro: la comuna de Santo Domingo Savio, donde abunda el ladrillo y el eternit y la paz la imponen los tanques de guerra. La impenetrable comuna 13, San Javier, con sus laderas erosionadas, donde abunda la tabla y el zinc y los incendios nocturnos de las vaguadas. El centro de la ciudad, con su docena de universidades, sus unidades deportivas, donde abundan los mercaderes y todas las calles huelen a marihuana. Y El Poblado, la ciudad de las inversiones millonarias, donde abunda el mármol y los jardines y las reservas forestales y las cámaras de vigilancia.
¿Dónde están las claves para entender una sociedad?
(Continúa)
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