Viaje a pie, de Fernando González

octubre 26, 2011

Fernando Gonzalez

1. En Colombia hay 30.000 indignados, con fusil, eso dicen. Que están en el monte. Que son terroristas modernos de pensamiento anacrónico. ¿Y por qué están hoy en armas si vivimos en una auténtica democracia, no ven que la ETA (los dos que quedaban) ya se desmovilizó?

2. ¿Y por qué protestan Camila Vallejo & cía, en Chile; y los gilipollas de la Puerta del sol en España; y los scout, a la entrada de Wall Street; y los obreros de la pretrolera Pacific Rubiales y los campistas de La Pedagógica, los pichones de guerrillo de La Nacional, los panaderos de El Sena, y los gomelos de la Tadeo Lozano y de La Central (que son universidades privadas), en Colombia, si la reforma del gobierno colombiano a la educación resulta tan adecuada a estos tiempos deletéreos? Por años se ha legislado para un bello sueño: apartar al Estado de la regulación del mercado y de su responsabilidad social. Tener una democracia de esclavos de los capitalistas. Al fin será posible con el Tratado de Libre Comercio, como los chilenos. Somos una sociedad indigente, adiestrada para producir. Magnífica alineación Sarkozy, Zapatero, Obama, Piñera, Santos y los guardianes de la democracia y del neoliberalismo en el mundo. Desde años ha, nuestro Estado (Los estados) delegaron sus obligaciones a la empresa privada, y el ordenamiento político a los economistas. Las funciones para que fue creado el Estado Moderno: garantizar la salubridad (el sistema de salud es un negocio) la seguridad alimentaria (depende de trasnacionales y no de los campesinos) la educación universal (el derecho fundamental a desasnarse), la legalidad, etc; todas, en conjunto, normas mínimas para convivencia, deben servir hoy a un sólo propósito: producir dinero para unos cuantos; o desaparecerán. Esas son las directrices del mundo, predicadas por los consejeros del Banco Mundial. Si el Estado, electo para que supla las necesidades de vida de la población no las puede garantizar, ni defender; entonces, el Estado debe desaparecer.

3. La democracia, esa tanga maloliente que todos se ponen sobre el blue jean para parecer superhéroes y filántropos modernos; es inviable. Cuarenta, cien millones de personas no pueden otorgar el poder a un solo individuo y confiar en que la soberanía será ejercida a nombre del bien común. La República de Platón era posible en polis con menos de 30.000 habitantes en las que el gobernante se paseaba por el ágora y si se hacía tirano los ciudadanos podrían acuchillarle. Esta semana nacerá en el pabellón de maternidad de una clínica el ciudadano del mundo número siete mil millones. La república de los 7000.000.000 http://www.espanol.rfi.fr/sociedad/20111026-demografia-siete-mil-millones-de-habitantes-en-latierra de desconocidos que buscamos hoy con silbatos en hospitales de maternidad, es ingobernable sin apelar a la dominación mediante el terror de los bombardeos aéreos, el trabajo manual, la distribución del hambre y del adiestramiento (información). Octavio Paz lo dijo mejor (Las peras del olmo): una sociedad sin coacción no tiene clases, ni Estado, ni ejército.
Pacific Rubiales octubre 2011

4. ¿Asistimos así al fin comienzo del fin de la democracia? La democracia no está hecha para todos. ¿Has imaginado alguna vez ese mundo sin democracia, querido? Sin democracia no, pero sin centros comerciales, con ríos limpios, sin industria, sin visa. Razones para indignarse (radicalmente) sobran, pero aun no bastan. Deben acumularse. Este continente ha acumulado y resistido.

5.  La relación comunicativa de una sola dirección (medios frente a espectador pasivo) la mejor conocida “alienación mediática” fue invalidada por Marcuse al anotar que a) no era pasiva, porque hasta cuando vemos televisión tomamos posición como sujetos de pensamiento, y b) porque el Gran Hermano es un invento de la literatura. En su reemplazo, se diagnosticó una función comunicativa de doble vía, en la que a) el espectador participa, y b) se moviliza, toma posición. Esta función comunicativa (de doble vía) empieza también a resquebrajarse hoy con las redes sociales, y aguarda por un nuevo diagnóstico. El exceso de información y la imposibilidad de discernirla es la forma de censurar más adecuada a la era digital (se impone la desidia, provocando saturación). A diario recibimos toneladas de megabits con boletines de noticias sesgadas, falsa, cínicas; y aunque lo sabemos, que la acémila que ocupa el cargo de Ministra de Educación nos está mintiendo, aunque lo decimos, a nuestras hermanas y a nuestros maridos y a nuestros hijos, que nos creen cabrones, mirá ve, ¿qué estarán pensando de nosotros?, ¿que todos somos idiotas, hijos de la gran puta?; nuestra indignación consiste simplemente en comentarla, en decir y reivindicar que no somos idiotas ni hijos de puta, que nos damos cuenta de cómo nos timan. Permanecemos, mientras tanto, atentos al desarrollo de la indignación, en twitter, en las actualizaciones de Yahoo noticias, de Radiofrancia, de Radioneederlan, o en Youtube. Pero como entes pasivos. No sacaremos el culo de nuestro sillón mullido a menos que el intestino grueso manifieste contracciones. Estamos, de corazón, con los indignados; pero no saldremos jamás de nuestra casa. Sobran las excusas: Hay embotellamiento en la autopista. Llueve. No nos gusta mojamos. No importa que sepamos que la ley es injusta y nos viola un sartal de derechos; no importa si el tirano de turno cometió un genocidio. Nos indignamos de puertas adentro, pateamos al perro, partimos el televisor, porque además, de puertas afuera, la indignación radical está penalizada, y aquel que rompa vidrieras de bancos o pinte consignas en las paredes, le espera la cana, la cárcel, lo judicializarán como vándalo, y le denostarán con la desproporción de ese vocablo altisonante, pero falso: “terrorista”. ¿Qué tipo de crisis, de carencia material, moverá finalmente el caudal de la indignación pasiva? ¿Latinoamérica sabe lo que es una hambruna como la de Ucrania (ver Todo fluye, de Vasili Grossman)? ¿Una sequía como la de Ruanda? ¿Y si un día, el sillón mullido desaparece, o de plano se apaga el computador? ¿Nos movilizaremos? ¿Caerá el neoliberalismo?

Fernando Gonzalez, Otraparte org
6. Medellín, septiembre de 2011. Otraparte, casa de Fernando González, filósofo. Para llegar al retiro de Fernando González no es necesario hacer hoy el viaje a pie que él recomienda como viaje al interior de sí mismo. Hay que tomar el Metro de Medellín y bajarse en la Estación de Envigado. Luego descender por la izquierda de un puente y tomar el camino al pueblo (del mismo nombre de la estación), por entre sosegadas urbanizaciones de clase media. Si pasas fijándote, a la salida del metro, verás un cartel urbano que expresa la pujanza del desarrollo de ese pueblo asediado por la zona metropolitana de Medellín: “!Envigado, piensa en grande!” y la efigie de Pablo Escobar en stencil ilustra la grandeza perseguida. Me pregunto qué hubiera dicho de un tipo como Pablo Escobar un escritor como Fernando González (que parecía capaz de comprenderlo todo). Me pregunto qué pensaría de las protestas estudiantiles en Colombia, en Chile, en Wall Street. De Internet. De la penalización del aborto. Su obra, Viaje a pie, y el ensayo Los Negroides enardecieron a una generación entera de Colombia contra la pacatería y el provincianismo. Yo mismo fui adepto a sus aforismos cáusticos sesenta años después, cuando cursaba primer semestre en la universidad y todos los condiscípulos me parecían sujetos vacíos, en el sentido filosófico del término, enajenados, alienados. Hace años que no lo leo, pero le debía una visita. La casa que eligió para pasar la senectud y criar a su prole era campestre (años 50s), a medio camino entre Envigado y Medellín: entonces una finca solitaria y apacible; hoy un jardín de insólito verdor, rodeado de edificios, condominios, una estación de Texaco y dos avenidas repletas de tráfico. A la entrada de Otraparte (así llamó a su retiro) una vieja greca de cobre deslucido con café caliente da la bienvenida espiritosa al peregrino. En un gabinete de vidrieras reposan las primeras ediciones de sus libros. En la oficina principal se conservan algunos ejemplares encuadernados en tapas rojas que pertenecieron a la biblioteca personal del escritor. Basta un repaso para corroborar de dónde viene su vitalismo escéptico: Spinoza, Voltaire, Dante, Platón, Nietzsche, y varios tomos del poeta (fascista) Gabriel D’annunzio. La habitación donde dormía es ascética, blanca y pulcra como una camisa recién planchada: cama sencilla (cuando vivía su esposa había dos camas idénticas), mesa de roble sobre la cual reposa una máquina de escribir portátil marca Remington, y una butaca de 20 centímetros de altura, sin espaldar, donde, al parecer, escribía acuclillado, aun a los noventa años. La ventana del dormitorio está orientada hacia donde hoy se levanta una cafetería y un jardín amplio de árboles frutales que el mismo Fernando González debió sembrar con sus hijos. Debajo de un guayabo de ramas musculosas como piernas de bailarina un grupo de mujeres toma clases de yoga posnatal. Tomo algunas fotografías del cuarto, la cama, el retablo con la estatua de la virgen primitivista que lanza bendiciones en la pared y aquella lámpara con aspas oxidadas que pende del techo, igual a un ancla de buque. Quisiera sentarme en la cama para tener su perspectiva del mundo al levantarse. Me acerco. Es un viejo colchón de resortes que parece macizo, pero que se descula al sentarme, con un chirrido espantoso. Mi dama huye, aterrorizada. Se que en cualquier instante llegará el administrador a echarme del museo, con toda razón. Espero. Tomo la última fotografía. Nadie viene. La sábana de su cama ha quedado destendida, como si acabara de levantarse. Una escalera empinada conduce a esa sala para recibir visitas, junto al balcón. Me cuelo por ahí. Mi dama está arriba. Sonríe al verme. Hay un juego de muebles de forro rojo, aterciopelado, y una mesa de centro, aseñorada. La pared fue cubierta con un tapiz que parece la gigantesca hoja de un cuaderno y en la que hay trascrito el comienzo de Viaje a pie, aquel libro inspirado en Nietzsche que escribió durante la travesía que hizo por su comarca en los años 30s del siglo pasado, y que contiene una cordial invitación a rebelarse contra toda moral, religiosa y política. El sol indolente del mediodía cae a plomo sobre la quinta. No es momento de tomar fotografías. Lo intento, pero se velan. Desde el balcón veo la fuente adoquinada con mosaicos árabes y al jardinero que desbroza hierbajos y malezas con un rastrillo. De repente, un nubarrón se levanta y convierte el mundo de Fernando González en una fotografía a blanco y negro. Las hojas secas se dispersan; entonces tengo la impresión de estarlo viendo, un anciano huesudo, eléctrico, con boina negra, allí, en medio de aquel solar, dándole de comer a las gallinas, conversando con un loro bicentenario, recibiendo a Gonzalo Arango y a su nueva adepta con un “e, avemaría, Gonzalo pero si sigues vivo y con carne fresca!”, y un abrazo. En uno de los cuadros que cuelgan de las paredes y resumen la leyenda dice que a su casa de Otraparte sólo llegan los locos, tal vez porque él también está loco. Otro fragmento íntimo dice que no se casó con una mujer sino con una excepción, para filosofar por el resto de su vida. Otro fragmento, más divulgativo, recuerda la postulación al Premio Nobel que le hiciera Thorton Wilder y Jean Paul Sartre. Eso es todo lo que queda de la vida de un escritor: las palabras dispersas, los árboles sembrados y sus lectores en busca de huellas. Antes de salir, pregunto por los manuscritos. El administrador exagera: dice que eran mil libretas, pero que el escritor dedicó parte de su vejez a quemarlas, sistemáticamente. Sólo quedaron setenta que se corresponden casi con toda la obra publicada de González. Pienso en algunos de esos libros que fui leyendo con fervor adolescente, como si me revelaran la historia secreta de un país de santurrones. Contienen cada volumen una perspectiva distinta de la existencia: Los Negroides, Santander, Mi simón Bolívar, El derecho a no obedecer; una política. Cartas a Ripol, una ética. El remordimiento, Salomé; una erótica. El libro de las presencias, Pensamientos de un viejo; una estética. Hay panfletos. Aforismos. Ensayos líricos. Epifanías. Confesiones. Una moral: Don Mirócletes. Ese libro de viajes a pie por caminos de herradura que es su manifiesto de juventud, la iluminación por la emancipación moral condición primaria para la emancipación mental y el libre albedrío. Para González había que reconocer el lugar del origen, sus conflictos, su pasado, para controvertirlo en pensamiento y cambiar el mundo. La gente de su tierra y su entorno eran la fuente y el universo de su pensamiento. Su obra está llena de hallazgos y perplejidades tan válidos para un paisa, como para un francés o para un norteamericano. El que expone los conflictos de la vida casi los resuelve. Pienso en una frase leída en Los Negroides que me ha acompañado desde hace años: “Un hijueputa es alguien que se avergüenza de lo propio”. Los latinoamericanos sufríamos, según González, de aquello que llamaba “Complejo del hijo de puta”. ¡Qué pensaría Fernando González del neoliberalismo? Colonizados en todo, buscábamos los problemas filosóficos en libros alemanes, pero nuestra vida se anegaba en dramas desatendidos, dilemas existenciales, complejos innominados, y cuando alguien, un pensador, los abordaba, automáticamente los negábamos, decíamos que no éramos así, o que nos habíamos inventado el agua caliente, porque la angustia, la estética, la sociología, ya estaban inventadas, y sus problemas, resueltos. Nos avergonzábamos del atraso, comportándonos como atrasados. Salimos a la avenida, mientras llega, de algún lugar (en Medellín flamea una brasa eterna de Marihuana) vientos perfumados de canabis, mientras los desadaptados de hoy llevan metralleta en la pretina, mientras el país se hunde en la desidia, en la servidumbre, en las concesiones del neoliberalismo, en la zozobra del mercado bursátil; mientras los edificios se ciernen y casi apagan la luz que brota de la vieja fonda de Fernando González, frívolos, como osamentas de dinosaurio fosilizadas por esta salvaje obsolescencia que los muertos llamaban futuro.
Vinimos a pensar, no a obedecer.

Viaje a pie, Fernando González, editorial Bedout, Editorial Universidad Eafit, Universidad de Antioquia, Pontificia Bolivariana. 

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