Alfonso Reyes, el regiomontano

mayo 31, 2009


Lo único que diferencia a los genios de la caterva infame es una cosa sencilla, diminuta, casi imperceptible: son capaces de hacer cosas que otros no.
Escribir con una carabina Winchester en las piernas en plena revolución mexicana y salir a disparar por la ventana mientras traduce el "Viaje sentimental" de Sterne, por ejemplo.
Don Alfonso considerado por el mejor poeta del siglo pasado como el mejor prosista del siglo pasado. Obtuvo un título Honoris Causa por la Sorbona y otro por Berkeley. Traducir a Chéjov y a Chesterton. Ser el corrector de pruebas de Pedro Henríquez Ureña. Fue declarado "maestro indiscutible" por la pendantería de Octavio Paz. Fue el maestro de una generación de sabios que ya se extinguieron. 
Dejó su experiencia literaria plasmada en 25 libros con casi todos los registros adiestrados: relato, biografía, ensayo, sátira menipea, novela, panfleto y poema. Ser el último hombre ilustrado de América... 
Alfonso Reyes lo hizo todo, lo bebió todo, y un poco más.

Ahora les coemento lo que contestó a Borges (el mejor poeta del siglo pasado) a una pregunta famosa ("¿por qué publicamos?"), aunque la anécdota está tan trillada que se la sabía hasta mi abuela.
Si mi madre le preguntaba a mi abuela: "¿Victoria, por qué cocinamos?", mi abuela parafraseaba entonces a Reyes: "para no malhayar".
"Para no pasarnos la vida corrigiendo borradores", fue lo que repuso Reyes.
Y cuando se lo dijo a Borges era un constatación del oficio: había editado a Lope de Vega, a Gracián y Arcipreste de Hita. Estaba de embajador de Argentina. Venía de ser embajador en Francia, embajador en Brasil, refugiado "cultural" en España. Había comido y bebido como rey, había leído como monje. Había escrito 20 de 24 libros. Había salvado de los coolies coringhis al ruso Pablo Neruda. Había traducido al idioma español a Sor Juana Inés y a San Juan de la Cruz . Era especialista en Chesterton (otro gordo genial del que un día hablaremos). 
Era gordo, de alma como del cuerpo. Un peso pesado de la literatura latinoamericana. Sus amigos, en desorden de aparición, eran el estadista norteamericano José Vasconcelos, el Argentino Pedro Henríquez Hureña, el premio nobel de física Juan Ramón Jiménez, la francesa Victoria Ocampo, el alemán José Ortega y Gasset, el inglés Bioy Casares, el poeta chino Jorge Luis Borges, el torero vasco Baldomero Sanín Cano, el griego Homero, el italiano Alphonse Daudet, el chileno Rubén Darío y el guatemalteco Stephane Mallarmé.
Gentuzadesa, como decía mi abuela.
Gente que había leído tanto hasta no saber su procedencia.
Se rodeó de lectores. Vivió entre lectores. Y se murió entre lecturas, de un fallo cardiaco.


Leer a Alfonso Reyes es como leer la biblia. La Biblia Literaria Latinoamericana escrita por un señor gordo sentado en una pira de libros que se ha leído:
"Respecto a la forma, sin intención estética no hay literatura; sólo podría haber elementos aprovechables para hacer con ellos literatura; materia prima, larvas que esperan la evocación del creador. Por de contado, cualquier experiencia espiritual, filosófica, histórica o científica, pueden expresarse en lenguaje de valor estético, pero esto no es literatura, sino literatura aplicada. Ésta se dirige al especialista, aunque sea provisionalmente especialista. La literatura en pureza se dirige al hombre en general, al hombre en su carácter humano."
Era dogmático, filológico, hipercorrecto (al punto de que no hablaba mal de nadie). Resulta bíblico porque sus ensayos están numerados, con capítulo y versículo, de manera que para citar el anterior párrafo de Reyes debe hacerse de la siguiente forma:

"La experiencia literaria, Alfonso Reyes, Ensayo 5, versículo 4-5".

Los ensayos, las crónicas, las constituciones políticas, las monografías universitarias, las listas de mercado, los blogs (si viviera, por supuesto) y la publicidad política pagada no eran para él literatura.
¿Por qué? PORQUE ESTÁN MAL ESCRITOS Y NO SON FICCIÓN.

Así de radical era cuando se ponía incorrecto. Dogmático o clásico o tradicional o reaccionario, sí. Apelaba siempre a la claridad: a Borges le advirtió tras leer Inquisiciones que no se abarrocara, que escribiera con palabras sencillas, o nadie le iba a entender los mensajes. Y Borges le hizo caso, para bien de todos.

Le faltó vivir cien años más para ver a los bárbaros invadiéndolo todo, manoseándolo todo, influenciándolo todo.

No creía en el Genio tampoco. Aclaraba que el Genio Romántico de gardenia en la solapa y suicidio seguro se acabó con el siglo XVIII. Que la modernidad había destruido a la figura del genio cuando nos humanizó a los taumaturgos, cuando el teléfono y el tren y las grandes urbes nos los pusieron a tiro, nos mandaron a tomar café en la mesa de al lado; nos permitieron pasear por el frente de sus mansiones, oír los alaridos de sus esposas cuando eran golpeadas, saber, antes de leerlo en el periódico, todos los chismes de la canalla artística, convirtiéndose así el genio en un hombre común y corriente, en un pobre infeliz degenerado ávido de dólares y ebrio de aguardiente. No más obras andantes. No más misterio. No más gloria.

El advenimiento de la técnica, pues, según Reyes, acabó con la distancia que mediaba al ensalzar la figura del genio.
Yo, por supuesto, no creo en eso. Vivo en el siglo XVIII. Soy un romántico. Con la gardenia en la solapa. 
Creo que Alfonso Reyes, a pesar de su corrección y su manía filológica de pureza sintáctica, era un genio.
Se definía como "regiomontano". Algo así como "montañero" de Monterrey. 
En "la experiencia literaria" el tema es siempre el mismo: los libros; pero su variaciones van desde el apocalíptico y predicado fin de la literatura (cuando concluye que el fin de todas las cosas solemnes lo tiene sin cuidado, puesto que mientras exista una palabra tan bella como "coño" habrá poesía, y mientras haya políticos habrá ladrones, y mientras haya hambre en la sonrisa de un niño habrá navidad). Pasa a mediar entre el "cisma" de los malos poetas y la crítica, y allí dice que es un disparate de poetas renegar del que lo critica, del que se ha quemado las pestañas interpretando lo dicho, sólo para ufanarse de decir que lo entendieron mal. No, señores, dice, los críticos siempre tienen la razón.

Trasiega luego sobre la falsa bibliofilia y allí se divierte y pone en evidencia a quienes potenciamos las tapas de un libro sobre sus contenidos. Menciona miles de anécdotas didácticas (chistes de gremio, más y más canalla literaria) para ilustrar el valor de la errata, para decir de qué manera las erratas transforman el verso e incluso, en los casos más desesperados, llegan a mejorarlo. Luego más anécdotas: la vez que publicó un libro de erratas y algunos poemas. La vez que Baldomero Sanín, el torero vasco, le descubrió que todo el problema de las oncemil vírgenes bíblicas era que sólo hubo una, una sola vírgen, cómo les parece, que se llamaba Undecimilia, y de ahí la exageración de los traductores. Anécdotas que se vuelven parábolas, luego metáforas y al final escuela. ¿Para enseñar qué?
Que "al hombre se le puede matar con una palabra", punto.


Las clases de lector según don Alfonso

Lo más genial de su "Experiencia literaria " es una teoría del desatino llamada
"Jitanjáfora" que elabora en más de diez ensayos ultracortos donde ilustra con pruebas enciclopédicas cómo la literatura es, en esencia, galimatías, pura carencia de lógica, puro desatino, pura locura.
Pero lo que les voy a dejar como despedida es esta perla: una teoría ácida para la clasificación de los lectores, una guía de descarriados para que se busquen en ella:
Tipos de lector:
  1. El sencillo pueblo. Para el que la lectura se vuelve vida. El caballero encontró a la dama llorando porque "hase muerto Amadís".
  2. El lector de mediopelo, creación paradójica de la enseñanza primaria, cursada obligatoriamente y de mala gana. Ese ya recuerda "los títulos de los libros", y aquí empieza a enturbiarse el gusto: marca con cruz para indicar que le gustó, y una raya para lo que no logró interesarle. (/)
  3. El lector semiculto, el pedante con lecturas, el anfibio, el del "pudo haber sido y no fue", el resentido. Ese se acuerda de autores, no de libros. (X)
  4. El mal bibliófilo, flor de las culturas manidas; el que solo aprecia ya en los libros el nombre del editor, la fecha de impresión, la justificación, el colofón, los datos de tirada, el formato, la pasta y sus hierros, el ex libris, la clase de papel, la familia de tipos, etcétera. O acaso sabe el muy pícaro que la edición fue detenida alos tantos ejemplares para corregir una chistosa errata; y entonces hay que desvivirse en busca de un ejemplar con la errata, que es el bueno. Y por cierto que anda por ahí una Biblia donde al impresor se le escapó una mayúscula adornada con una Leda, palpitante entre las alas de un cisne. ¿Qué decía la biblia en aquel pasaje? Eso no lo hemos leído ni nos importa: lo que nos importa es la mayúscula. Al menos, hay que convenir en que esta clase de maniáticos se salva por su encantadora atención a la materia del libro, pues sin el amor de los objetos se cae prontamente en la barbarie. (X)

Me doy por aludido. 

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