Blaise Cendrars, el oro y la guerra
julio 22, 2010
El pretexto principal de sus libros es el viaje. El tema de sus primeras novelas, la guerra. Pero lo que le mueve a escribir es la aventura. La aventura bien puede encarnarse en buscadores de oro, en contrabandistas de ron, o la industria del Cine. En Ron, cuenta la historia de Jean Galmont, contrabandista Francés que hizo de Guyana su fortín, al punto casi de provocar el brote de secesión que independizó la Guyana. El nacimiento, la prosperidad y caída de ese personaje está escrita con el vértigo de aquel que quiso escribir todo lo que sabía sobre su personaje, porque todo lo consultó, todo lo averiguó, todo lo leyó (hasta carta astral mandó hacer a su amigo Moricand), pero al momento de sentarse a escribir, ante la monumentalidad del material, cayó aplastado. El resultado es una novela esquemática, que se derrumba por la dimensión del tema y la desmesurada ambición del personaje. No era la primera vez que le pasaba. Ya había vivido algo parecido con el protagonista de Oro: un buscador de oro en California del que averiguó todo y sucumbió luego ante el peso informe del material. Sin embargo, ahí quedaron esas novelas, hechas con la agilidad y estrechez de un reportaje. Supongo que se le dificultaba establecer una frontera entre los géneros. En Hollywood, la meca del cine, dice algo al respecto: “un reportero no es un simple cazador de imágenes. Debe saber captar el punto de vista espiritual. Aunque su ojo deba ser tan rápido como el objetivo del fotógrafo, su papel no debe limitarse a registrar pasivamente las cosas. El talento del autor debe reaccionar ágilmente, al igual que su temperamento de escritor y su corazón de hombre”. La exacta aplicación de esa premisa fue lo que hizo de ese reportaje, y de Los suburburbios de París, los monumentos periodísticos que son: agudeza, restrospectiva y conocimiento de la debilidad humana ante la opulencia, y el impacto espiritual y moral ante la miseria. La realidad nunca ha sido buena novelista. Para hacer ficción con personajes reales, Cendrars entraba en cortocircuito. Los dominios exclusivos de la ficción le pesan al hombre de acción.
La guerra fue el campo donde mejor se situó, tanto para desentrañar el corazón humano, como para escribir sus libros. Conocía la guerra. Los hombres de guerra. Las leyes de guerra (que se reducen a dos: obedece o muere, y arréglatelas como puedas). Cendras pertenece a esa simbiosis extraña y fascinante que se da entre el poeta y el asesino. Vivió las dos guerras mundiales y profetizó la tercera (que algún día estallará). En la primera fue combatiente y perdió el brazo derecho, y en la segunda fue espía y perdió a su hijo Remy. Con todo lo que recibió de ambas, con los amigos que vio morir, con los hombres que él mismo mató, logró escribir una saga fascinante de esa auto-biografía novelada que se propuso redactar con una sola mano en su casa de aix-en-Provence. Según dijo, la profesión guerrera era algo abominable y erizado de cicatrices “como la poesía”. En El brazo cortado y El hombre fulminado se dedica a desmontar todos los mitos de dicha profesión. El primero de todos, aquel que pretende equipara a la guerra con un arte:
“para quien entra en el baile, ya no se trata de un problema de arte, de ciencia, de preparación, fuerza o genio, no es más que una cuestión de hora. La hora del destino. Y cuando suena la hora, todo se derrumba. –--de todos los campos de batalla a los que he asistido no queda más que una imagen de confusión y desorden. Cuando alguien dice que ha visitado horas históricas o sublimes me pregunto de qué libro lo ha sacado. Los que están al pie del cañón y bajo el fuego de las balas no se dan cuenta. Falta perspectiva para juzgar, tiempo para formarse una opinión. El tiempo apremia. No hay segundo qué perder. Campánatela como puedas. ¿Qué gran arte militar encierra esta frase? Puede que una jerarquía superior, en la jerarquía suprema, donde todo se resume en gráficos y cifras, directivas generales, dirección de órdenes minuciosamente ambiguas en su precisión que permiten todas las interpretaciones por delirantes que sean, puede que entonces se tenga la sensación de dedicarse a un arte--- Devastación y ruinas. Es todo cuanto queda de las civilizaciones. La ira de Dios no perdona ninguna, ninguna deja de sucumbir a la guerra, cuestión del genio humano. Perversidad. Fenómeno innato en la naturaleza humana. El hombre persigue su propia destrucción. Es automático. Con estacas, piedras, hondas, lanzallamas o robots eléctricos, última encarnación del último de los conquistadores. Después de esto, ya no quedarán quizá ni siquiera onagros en las estepas del asia central ni emús de los desiertos de Brasil (escrito antes de la bomba atómica, invento de última hora, sentencia de muerte de la humanidad, bomba que yo predije y describí en las pg. 161 y 162 de Moravagine, 1926”.
El otro mito que desmonta es aquel que supone a la guerra como un sacrificio moral, como una creencia ideológica, patriótica, y no una adicción humana. Así como Borges sin ser guerrero comprendió que la guerra es una afición tan antigua como el fracaso y supuso correctamente que con mero pacifismo no basta, que el único modo de neutralizar una pasión es sobreponerle otra pasión, Cendrars lo descubre en el campo de batalla y lo plasma en ideas cuarenta años después cuando habla del estado de excitación en que viven los soldados de cualquier guerra: “ cuando uno vuelve de misiones semejantes aunque no hayan dado resultado, los vigías y centinelas le miran a uno como si fuese un aparecido. No sienten envidia. Contemplan. A pesar de sus gestos amigables para infundir ánimos en caso de fracaso o de admiración por el éxito, lo que sienten es el secreto horror, incluso asco, y mucho, muchísimo estupor. El que regresa se siente proscrito, repelido, intocable, en todo caso uno queda hecho polvo. Es la reacción nerviosa, la postración, y por eso comparo esas expediciones, sea cual sea su utilidad militar, a drogas actuando sobre la consciencia. Las exploraciones son dosis masivas que embrutecen y crean hábito. Se va y se vuelve, y el que vuelve no es el mismo que se fue. Es un hombre acabado. Pero reincide siempre. Bravata y cinismo. El “desesperado” (en español) es un hombre estragado por las sensaciones fuertes, y cada vez necesita reincidir con más frecuencia. Un adicto.
¡Qué porquería de oficio el nuestro!
Tenía ganas de llorar.
¿Pero por qué hacías todo eso, Blaise, por desafío? ¡Bah! Porque descubría todo aquello por vez primera y hay que ir hasta el final para saber de todo lo que son capaces los hombres, el bien y el mal, en inteligencia, en majadería; y que de cualquier modo lo que nos espera es la muerte, tanto si se gana como si se pierde.
Es absurdo: es triste.
Pero es así. No hay vuelta de hoja.”
Cendrars eligió la guerra para liberarse de todo, para conquistar su libertad. Lo hizo a los 19 años, en una guerra infame que desperdició a una generación entera de muchachos que pudieron ser poetas, pintores, escritores, pero que no resultaron más que abono para fertilizar los campos. El que quiera conocer un testimonio de primera mano, ácido, sórdido, humano, debe acercarse a estos libros biográficos, que incorporan a la vez las tragedias inéditas, las biografías y semblanzas de los muertos de todas las guerras que la historia convirtió en cifras.
La guerra fue el campo donde mejor se situó, tanto para desentrañar el corazón humano, como para escribir sus libros. Conocía la guerra. Los hombres de guerra. Las leyes de guerra (que se reducen a dos: obedece o muere, y arréglatelas como puedas). Cendras pertenece a esa simbiosis extraña y fascinante que se da entre el poeta y el asesino. Vivió las dos guerras mundiales y profetizó la tercera (que algún día estallará). En la primera fue combatiente y perdió el brazo derecho, y en la segunda fue espía y perdió a su hijo Remy. Con todo lo que recibió de ambas, con los amigos que vio morir, con los hombres que él mismo mató, logró escribir una saga fascinante de esa auto-biografía novelada que se propuso redactar con una sola mano en su casa de aix-en-Provence. Según dijo, la profesión guerrera era algo abominable y erizado de cicatrices “como la poesía”. En El brazo cortado y El hombre fulminado se dedica a desmontar todos los mitos de dicha profesión. El primero de todos, aquel que pretende equipara a la guerra con un arte:
“para quien entra en el baile, ya no se trata de un problema de arte, de ciencia, de preparación, fuerza o genio, no es más que una cuestión de hora. La hora del destino. Y cuando suena la hora, todo se derrumba. –--de todos los campos de batalla a los que he asistido no queda más que una imagen de confusión y desorden. Cuando alguien dice que ha visitado horas históricas o sublimes me pregunto de qué libro lo ha sacado. Los que están al pie del cañón y bajo el fuego de las balas no se dan cuenta. Falta perspectiva para juzgar, tiempo para formarse una opinión. El tiempo apremia. No hay segundo qué perder. Campánatela como puedas. ¿Qué gran arte militar encierra esta frase? Puede que una jerarquía superior, en la jerarquía suprema, donde todo se resume en gráficos y cifras, directivas generales, dirección de órdenes minuciosamente ambiguas en su precisión que permiten todas las interpretaciones por delirantes que sean, puede que entonces se tenga la sensación de dedicarse a un arte--- Devastación y ruinas. Es todo cuanto queda de las civilizaciones. La ira de Dios no perdona ninguna, ninguna deja de sucumbir a la guerra, cuestión del genio humano. Perversidad. Fenómeno innato en la naturaleza humana. El hombre persigue su propia destrucción. Es automático. Con estacas, piedras, hondas, lanzallamas o robots eléctricos, última encarnación del último de los conquistadores. Después de esto, ya no quedarán quizá ni siquiera onagros en las estepas del asia central ni emús de los desiertos de Brasil (escrito antes de la bomba atómica, invento de última hora, sentencia de muerte de la humanidad, bomba que yo predije y describí en las pg. 161 y 162 de Moravagine, 1926”.
El otro mito que desmonta es aquel que supone a la guerra como un sacrificio moral, como una creencia ideológica, patriótica, y no una adicción humana. Así como Borges sin ser guerrero comprendió que la guerra es una afición tan antigua como el fracaso y supuso correctamente que con mero pacifismo no basta, que el único modo de neutralizar una pasión es sobreponerle otra pasión, Cendrars lo descubre en el campo de batalla y lo plasma en ideas cuarenta años después cuando habla del estado de excitación en que viven los soldados de cualquier guerra: “ cuando uno vuelve de misiones semejantes aunque no hayan dado resultado, los vigías y centinelas le miran a uno como si fuese un aparecido. No sienten envidia. Contemplan. A pesar de sus gestos amigables para infundir ánimos en caso de fracaso o de admiración por el éxito, lo que sienten es el secreto horror, incluso asco, y mucho, muchísimo estupor. El que regresa se siente proscrito, repelido, intocable, en todo caso uno queda hecho polvo. Es la reacción nerviosa, la postración, y por eso comparo esas expediciones, sea cual sea su utilidad militar, a drogas actuando sobre la consciencia. Las exploraciones son dosis masivas que embrutecen y crean hábito. Se va y se vuelve, y el que vuelve no es el mismo que se fue. Es un hombre acabado. Pero reincide siempre. Bravata y cinismo. El “desesperado” (en español) es un hombre estragado por las sensaciones fuertes, y cada vez necesita reincidir con más frecuencia. Un adicto.
¡Qué porquería de oficio el nuestro!
Tenía ganas de llorar.
¿Pero por qué hacías todo eso, Blaise, por desafío? ¡Bah! Porque descubría todo aquello por vez primera y hay que ir hasta el final para saber de todo lo que son capaces los hombres, el bien y el mal, en inteligencia, en majadería; y que de cualquier modo lo que nos espera es la muerte, tanto si se gana como si se pierde.
Es absurdo: es triste.
Pero es así. No hay vuelta de hoja.”
Cendrars eligió la guerra para liberarse de todo, para conquistar su libertad. Lo hizo a los 19 años, en una guerra infame que desperdició a una generación entera de muchachos que pudieron ser poetas, pintores, escritores, pero que no resultaron más que abono para fertilizar los campos. El que quiera conocer un testimonio de primera mano, ácido, sórdido, humano, debe acercarse a estos libros biográficos, que incorporan a la vez las tragedias inéditas, las biografías y semblanzas de los muertos de todas las guerras que la historia convirtió en cifras.
0 Deja un comentario