Cendrars, Miller y compañía
julio 16, 2010
Hacer un inventario de amigos de un hombre que hizo amistades en medio mundo, entre los cuales se encuentran algunos de los más famosos pintores, actores y escritores, es tan complicado como inútil, si no fuera porque a través de esos nombres puede rastrearse afinidades y simpatías y comprenderse un sentido profundo que subyace en la obra de Cendrars: que era el mejor amigo de sus amigos. Los libros que escribió son en el fondo homenajes a los amigos que tuvo, amigos anónimos, sacrificados en las dos guerras, y amigos eruditos y artistas. Sus libros están llenos de semblanzas, anécdotas y recuerdos de esos amigos. La mano cortada es un libro compuesto de biografías de soldados: los compañeros de Cendrars en la legión extranjera, durante la primera guerra. En ese mismo libro puede encontrarse la siguiente lista de amigos famosos y discretos, y el lugar donde se hallaban al estallar la primera guerra mundial: Aisha, Renée, Gaby, la gorda Fernande, Jeanne-la-folle, Tatiana La tortillera (en un puteadero). André Billy, Robert Delaunay, Artur Cravan (poeta, pintor y sobrino de Wilde, los tres en España). Picasso (en la frontera España-Francia). Juan Gris (en el frente). Braque (soldado, cubista, en el frente). Derain (artista, en el frente). Picabia (en América). Marcel Duchamp (en Nueva York). Gleize (¿?). La Fauconnier (en Holanda). Modigliani (pintor, en Momparnnasse). Jaztrebzoff, Serge Ferrat, Roch Grey (baronesa, en París). Apollinaire (poeta, en el frente).
Es en El hombre fulminado donde hace un inventario pormenorizado de amigos escritores, y pintores, y en Trotamundear donde habla de los amigos de Brasil, España y América.
A la cabeza de todos, está Remy de Gourmont. No fue su mejor amigo. Sólo lo frecuentó brevemente antes de la primera guerra, pero lo proclamó su maestro: “nunca fui amigo íntimo de Remy de Gourmont. Y, sin embargo, desde hace cuarenta años no creo haber publicado un libro o un escrito sin que su nombre figure en él o sin citarlo de un modo u otro”.
Gourmont fue un bibliotecario que diseñó un sistema infalible para leer todos los libros. Al menos, todos los indispensables para abarcar el saber humano. Gourmont descubrió que los libros eran infinitos, pero no sus temas. Entonces decidió abarcar todos los temas persiguiendo sólo los autores más eruditos en cada área del saber. A su servicio, puso a la biblioteca nacional de Francia, de la que fue director, antes de que lo echaran de allí por apátrida. La semblanza de Gourmont se puede leer en Trotamundear (Bourlinguer).
Luego viene Gustav Le Rouge y Kozakov. “Entre dos amigos que se acusaban recíprocamente, el uno de haber leído demasiados libros y el otro de haber leído todavía más pero de olvidarlos con demasiada facilidad” se sitúan los dos. Gustav Le Rouge fue un escritor de novelas policiacas, esotéricas y terroríficas cuyo número de títulos según Cendrars era descomunal: 312. A este polígrafo, 25 años mayor que Cendrars, lo conoció por ser colega de su abuelo cirquero. Un día presenció un número en que el abuelo azotaba a Le Rouge con un látigo. Cendrars pensó que era una acto bestial de su abuelo, pero poco después se dio cuenta que era ficción. A Le Rogue le gustaba inspirar miedo y misterio en torno suyo. Era masoquista, sibarita, bebedor de absenta y tenía la piel glauca, amarilla, enfermiza. Era extremadamente tímido y se dejaba robar de los editores, vendiendo sus libros por precios ridículos. En el Hombre fulminado hace Cendrars el perfil sicológico de Le Rouge, discípulo de Verlaine, y un rescate pos mortem de su obra olvidada. Incluso cuenta una anécdota formidable en la que lo invita a beber con la plata que le pagaron por un libro de poemas que publicó Cendrars extrayendo pasajes de los libros de Le Rouge. “Yo cometí la crueldad de llevarle un tomo de poesías y hacerle ver con sus propios ojos, dándoselos a leer, unos veinte poemas originales que compuse a base de recortes de una de sus obras en prosa, y que publiqué como míos. Se necesitaba cara dura. Pero tuve que recurrir a este subterfugio, casi falto de delicadeza –y a riesgo de perder su amistad- , para que acabara admitiendo, pese a cuanto pudiese pretextar para defenderse, que también él era poeta; de otro modo ese testarudo no se habría convencido jamás”.
Kozakov, por otro lado, era un marinero que había estado en la sublevación del acorazado Potemkim. Cendrars lo conoció a bordo de un barco y se hizo amigo incondicional de este marinero con cara de criminal, hasta el día en que van juntos a comer a uno de los restaurantes más costosos de París, sin plata en el bolsillo, y ordenan un banquete de reyes. Cendrars, que tenía la sangre fría para esperar a última hora una salvación de los astros, envió a Kozakov con un ejemplar antiguo de un poeta francés a ofertarlo en casa de un judío diamantista y así poder pagar la cuenta. Kozakov nunca volverá. Le robará todos los libros. Esa noche, mientras lo espera, la buena estrella de Cendrars volverá a surtir beneficios. Pero antes de aceptar la traición, describirá su fijación por esa mezcla explosiva de asesino culto: “lo que admiraba de él era su maravilloso desprecio de las contingencias, su ausencia absoluta de sentido de la propiedad, su despreocupación, su apetito, su embriaguez (era capaz de beber tanto como yo), su cinismo trascendental, que no era resultado de una filosofías, sino de un chorro espermático de su espíritu, su modo de ser, su modo de enrolarse con las mujeres y de sacarles todo lo que quería, su buen humor, su buena salud, y calidad de raza: el arte de vagabundear, al que soy sensible y es un arte sagrado de los rusos, de encender un fuego, de arreglárselas en la naturaleza, el sentimiento de la naturaleza, una fe ingenua en la comunión con la tierra y el amor por la vida, cualquiera que sea…”
De todas las amistades, sin embargo, es Henry Miller quien menos figura en las obras de Cendrars. Cendrars, en cambio es quien más figura en la obra provecta de Miller. La explicación tal vez se da por el influjo que obró la figura de Cendrars y sus libros sobre la obra y el carácter de Henry Miller. Leyendo a Cendrars se comprende de dónde viene Miller, de dónde salen esas parrafadas en Stacatto que parecen brotar de un escritor en trance. Miller admite la influencia, la dimensiona, la agradece, la asume, y en uno de sus libros menos sexuales y más bellos (Los libros en mi vida) dedica un capítulo entero a analizar los aspectos más significativos de la obra de Cendrars.
Transcribo el primer párrafo:
“Cendrars fue el primer escritor que se dignó a mirarme durante mi estada en París (marzo 1930-junio 1939) y el último hombre que vi al abandonar esa ciudad. Me quedaban contados minutos para alcanzar el tren para Rocamadour y bebía una última copa en la terraza de mi hotel, cerca de la puerta d´Orleans, cuando apareció Cendrars. Nada habría podido alegrarme más que este inesperado encuentro en el último momento. En pocas palabras le referí mi intención de visitar Grecia. Después volví a tomar asiento y bebí, escuchando la música de su voz sonora, que para mí siempre pareció provenir de un órgano oculto en el mar. En esos últimos minutos Cendrars consiguió transmitirme un mundo de información con la misma calidez y ternura que resuman sus libros. Como la tierra misma bajo nuestros pies, sus pensamientos llegaban acribillados por toda suerte de pasajes subterráneos. Lo dejé sentado allí en mangas de camisa, sin soñar jamás que transcurrirían años hasta volver a tener noticias suyas, sin soñar jamás que quizá sería la última vez que vería París”.
Cendrars habría de tener tantos amigos, que el único mecanismo hallado para no discriminarlos ni jerarquizarlos en sus afectos fue dedicándoles fragmentos de su obra. En la obra de Cendrars no hay anécdotas sobre Henry Miller. No hay borracheras. No hay reseñas de los libros de su colega, pero el único pasaje que he encontrado donde lo alude, es una de las dedicatorias verdaderamente singulares y bellas que se hayan escrito jamás para un amigo. Está al comienzo del número IX, llamado Rotterdam, la Gran Pelea, en Trotamundear. Es una parrafada genial donde mezcla frases coordinadas con subordinadas y que para mí resulta prácticamente una muestra de la alta poesía de Blaise Cendrars:
A Henry Miller, en recuerdo de la miseria que lo agobiaba en París cuando lo conocí, a principios del segundo tercio del siglo XX, y para recordarle el infierno que agita una capital y sus bajos fondos, en el desierto de Big Sur, California (Estados Unidos), donde está confinado desde su regreso de Grecia en 1940, desierto tan horrible y mineralizado como el de Nitria, en Egipto, donde los padres inauguraron la vida de anacoreta en el siglo IV, para intentar la “escalada hasta Dios”, conducidos por San Antonio, en el año 340 en Pispir, quien, solitario, exclama en su oración: “oh, sol, ¿por qué me molestas?”
Con mi mano amiga
Blaise Cendrars
Es en El hombre fulminado donde hace un inventario pormenorizado de amigos escritores, y pintores, y en Trotamundear donde habla de los amigos de Brasil, España y América.
A la cabeza de todos, está Remy de Gourmont. No fue su mejor amigo. Sólo lo frecuentó brevemente antes de la primera guerra, pero lo proclamó su maestro: “nunca fui amigo íntimo de Remy de Gourmont. Y, sin embargo, desde hace cuarenta años no creo haber publicado un libro o un escrito sin que su nombre figure en él o sin citarlo de un modo u otro”.
Gourmont fue un bibliotecario que diseñó un sistema infalible para leer todos los libros. Al menos, todos los indispensables para abarcar el saber humano. Gourmont descubrió que los libros eran infinitos, pero no sus temas. Entonces decidió abarcar todos los temas persiguiendo sólo los autores más eruditos en cada área del saber. A su servicio, puso a la biblioteca nacional de Francia, de la que fue director, antes de que lo echaran de allí por apátrida. La semblanza de Gourmont se puede leer en Trotamundear (Bourlinguer).
Luego viene Gustav Le Rouge y Kozakov. “Entre dos amigos que se acusaban recíprocamente, el uno de haber leído demasiados libros y el otro de haber leído todavía más pero de olvidarlos con demasiada facilidad” se sitúan los dos. Gustav Le Rouge fue un escritor de novelas policiacas, esotéricas y terroríficas cuyo número de títulos según Cendrars era descomunal: 312. A este polígrafo, 25 años mayor que Cendrars, lo conoció por ser colega de su abuelo cirquero. Un día presenció un número en que el abuelo azotaba a Le Rouge con un látigo. Cendrars pensó que era una acto bestial de su abuelo, pero poco después se dio cuenta que era ficción. A Le Rogue le gustaba inspirar miedo y misterio en torno suyo. Era masoquista, sibarita, bebedor de absenta y tenía la piel glauca, amarilla, enfermiza. Era extremadamente tímido y se dejaba robar de los editores, vendiendo sus libros por precios ridículos. En el Hombre fulminado hace Cendrars el perfil sicológico de Le Rouge, discípulo de Verlaine, y un rescate pos mortem de su obra olvidada. Incluso cuenta una anécdota formidable en la que lo invita a beber con la plata que le pagaron por un libro de poemas que publicó Cendrars extrayendo pasajes de los libros de Le Rouge. “Yo cometí la crueldad de llevarle un tomo de poesías y hacerle ver con sus propios ojos, dándoselos a leer, unos veinte poemas originales que compuse a base de recortes de una de sus obras en prosa, y que publiqué como míos. Se necesitaba cara dura. Pero tuve que recurrir a este subterfugio, casi falto de delicadeza –y a riesgo de perder su amistad- , para que acabara admitiendo, pese a cuanto pudiese pretextar para defenderse, que también él era poeta; de otro modo ese testarudo no se habría convencido jamás”.
Kozakov, por otro lado, era un marinero que había estado en la sublevación del acorazado Potemkim. Cendrars lo conoció a bordo de un barco y se hizo amigo incondicional de este marinero con cara de criminal, hasta el día en que van juntos a comer a uno de los restaurantes más costosos de París, sin plata en el bolsillo, y ordenan un banquete de reyes. Cendrars, que tenía la sangre fría para esperar a última hora una salvación de los astros, envió a Kozakov con un ejemplar antiguo de un poeta francés a ofertarlo en casa de un judío diamantista y así poder pagar la cuenta. Kozakov nunca volverá. Le robará todos los libros. Esa noche, mientras lo espera, la buena estrella de Cendrars volverá a surtir beneficios. Pero antes de aceptar la traición, describirá su fijación por esa mezcla explosiva de asesino culto: “lo que admiraba de él era su maravilloso desprecio de las contingencias, su ausencia absoluta de sentido de la propiedad, su despreocupación, su apetito, su embriaguez (era capaz de beber tanto como yo), su cinismo trascendental, que no era resultado de una filosofías, sino de un chorro espermático de su espíritu, su modo de ser, su modo de enrolarse con las mujeres y de sacarles todo lo que quería, su buen humor, su buena salud, y calidad de raza: el arte de vagabundear, al que soy sensible y es un arte sagrado de los rusos, de encender un fuego, de arreglárselas en la naturaleza, el sentimiento de la naturaleza, una fe ingenua en la comunión con la tierra y el amor por la vida, cualquiera que sea…”
De todas las amistades, sin embargo, es Henry Miller quien menos figura en las obras de Cendrars. Cendrars, en cambio es quien más figura en la obra provecta de Miller. La explicación tal vez se da por el influjo que obró la figura de Cendrars y sus libros sobre la obra y el carácter de Henry Miller. Leyendo a Cendrars se comprende de dónde viene Miller, de dónde salen esas parrafadas en Stacatto que parecen brotar de un escritor en trance. Miller admite la influencia, la dimensiona, la agradece, la asume, y en uno de sus libros menos sexuales y más bellos (Los libros en mi vida) dedica un capítulo entero a analizar los aspectos más significativos de la obra de Cendrars.
Transcribo el primer párrafo:
“Cendrars fue el primer escritor que se dignó a mirarme durante mi estada en París (marzo 1930-junio 1939) y el último hombre que vi al abandonar esa ciudad. Me quedaban contados minutos para alcanzar el tren para Rocamadour y bebía una última copa en la terraza de mi hotel, cerca de la puerta d´Orleans, cuando apareció Cendrars. Nada habría podido alegrarme más que este inesperado encuentro en el último momento. En pocas palabras le referí mi intención de visitar Grecia. Después volví a tomar asiento y bebí, escuchando la música de su voz sonora, que para mí siempre pareció provenir de un órgano oculto en el mar. En esos últimos minutos Cendrars consiguió transmitirme un mundo de información con la misma calidez y ternura que resuman sus libros. Como la tierra misma bajo nuestros pies, sus pensamientos llegaban acribillados por toda suerte de pasajes subterráneos. Lo dejé sentado allí en mangas de camisa, sin soñar jamás que transcurrirían años hasta volver a tener noticias suyas, sin soñar jamás que quizá sería la última vez que vería París”.
Cendrars habría de tener tantos amigos, que el único mecanismo hallado para no discriminarlos ni jerarquizarlos en sus afectos fue dedicándoles fragmentos de su obra. En la obra de Cendrars no hay anécdotas sobre Henry Miller. No hay borracheras. No hay reseñas de los libros de su colega, pero el único pasaje que he encontrado donde lo alude, es una de las dedicatorias verdaderamente singulares y bellas que se hayan escrito jamás para un amigo. Está al comienzo del número IX, llamado Rotterdam, la Gran Pelea, en Trotamundear. Es una parrafada genial donde mezcla frases coordinadas con subordinadas y que para mí resulta prácticamente una muestra de la alta poesía de Blaise Cendrars:
A Henry Miller, en recuerdo de la miseria que lo agobiaba en París cuando lo conocí, a principios del segundo tercio del siglo XX, y para recordarle el infierno que agita una capital y sus bajos fondos, en el desierto de Big Sur, California (Estados Unidos), donde está confinado desde su regreso de Grecia en 1940, desierto tan horrible y mineralizado como el de Nitria, en Egipto, donde los padres inauguraron la vida de anacoreta en el siglo IV, para intentar la “escalada hasta Dios”, conducidos por San Antonio, en el año 340 en Pispir, quien, solitario, exclama en su oración: “oh, sol, ¿por qué me molestas?”
Con mi mano amiga
Blaise Cendrars
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