Vida y destino, Vasili Grossman (I)

enero 13, 2011

Segunda guerra mundial-Stalingrado
Aun veo la flota hundida en la bahía de Sebastopol. Las colinas de fondo y la armada invasora que llena el mar azul. La potencia visual de Tolstoi supera toda la literatura bélica, incluso la más actual, que echa mano del cine, como si el cine bélico de Coppola a Fleeming no fuera un extractor de la cantera que fueron las grandes novelas épicas: Mitchell, Conrad, Tolstoi, Hugo, Suetonio, Homero. Una artimaña comprensible, si se tiene en cuenta que muchos escritores de novela bélica nunca asistieron a una guerra, nunca olieron el humo de una batería, y en consecuencia difícilmente podrían distinguir el color de las siete clases de humo en un batalla. Tolstoi, en el primer reportaje de Sebastopol, elige la retórica de un guía de museo para dar instrucción de atrocidad a aquel que nunca ha visto una matanza. La fórmula del narrador es didáctica: “Si camina usted hasta el fondo, entonces verá…” Tolstoi se ha encarnado en la voz de ese narrador que se pasea por en medio del desastre, fascinado, en compañía del turista: “Ahora, si es capaz de seguir, ingrese al pabellón de cirugía; allí verá a un grupo de médicos amputando piernas y brazos con una segueta.” Desconcierta la frialdad de esta prosa quirúrgica que se anticipa a todo y que se relame con la lucidez del efecto gastronómico de su descripción. No hay un personaje definido. Todo es narrado en presente impersonal y se impone directamente de Tolstoi al ojo del que lee.
La fuerza visual de Sebastopol (relato en 3 entregas que publicaría en un periódico) se debe en gran parte a que fue escrito por un testigo presencial de lo que cuenta: Tolstoi se había alistado como voluntario, a petición de su hermano, para servir en Crimea, la guerra entre Rusia Vs Turquía (aliados, los otomanos, a franceses e ingleses en el Mar Negro). Estuvo en Sebastopol (entre mayo y junio de 1852) y en esos ocho días debió presenciar muchas paradojas y contrastes morales y muchas de las heroicidades gratuitas que escribió (hay que creerle). Pero la mitad de las historias que soportan el relato debió oírlas en boca de quienes llegaban a diario del “cuarto bastión”, el lugar más peligroso del sitio, al hospital de campaña, puesto que Tolstoi para todo lo relacionado con sacar tripas no era bueno, y en menos de ocho días logró salir sin un rasguño del sitio más peligroso del mundo en ese año. Quería ser escritor, se entiende.
Un aspecto para destacar de Sebastopol es que en el tránsito que hace desde ese amanecer en las colinas hasta el anochecer en los bastiones del frente, Tolstoi se ahorra el mapa del combate (tan caro al historiador). Un error común de los narradores bélicos que no asistieron nunca a una guerra consiste situar el mapa, por temor de los historiadores. Si el novelista es fiel a sus fuentes, miente a la literatura. Un novelista no puede restringirse al trapo sucio de la verdad histórica, ni siquiera a la precisión geográfica. Si es un verdadero novelista tiene que inventarse todo. Si el dato histórico dice que había cinco mil soldados, deberá decir que había docemilcuatrocientosveintiseis (y treinta mujeres de ambulancia y veinte de cocina, una de las cuales era bizca y coja). Allí donde el historiador dice, apoyado en documentos fidedignos, que había un río de nombre tal, interpuesto entre los dos ejércitos, el novelista sólo debe interesarse por el aspecto de ese río, por el tinte sanguinolento del cuarto día, por el hedor del agua saturada de cadaverina, por un soldado al que le dan la orden de cruzar el río y deserta, por no saber nadar. Con el primer capítulo de Sebastopol, dicen que Tolstoi hizo llorar a Turgueniev y al zar de Rusia. Eso tampoco se puede probar. Lo que sí se puede comprobar es que con ese primer relato de Sebastopol el lector asiste como testigo a la destrucción de aquella ciudad y deja al lector reconstruir su mapa como le de la gana. El referente son las palabras de Tolstoi, no la geografía. Tolstoi dibuja al mismo tiempo un fresco moral de los defensores, provenientes de toda Rusia, dispuestos a morir por su zar.
Los dos relatos posteriores de Sebastopol abarcan el deterioro físico y moral de las tropas de la ciudad, y la prefiguración de la derrota. Termina con una espléndida descripción de la retirada a marchas forzadas y posterior caída del bastión. Ahora Tolstoi decide narrar la batalla desde el punto de vista de los oficiales, de su mundo de licores e ilusiones frustradas por la guerra, de su casta, de su idiotez. Tendríamos que esperar hasta Stephen Crane para imaginar la guerra desde el soldado raso. (Y es que las crónicas de las grandes batallas han pertenecido al mundo del oficial, del general; de los que mandan. Después de Tolstoi, Crane aprendería la lección, y después de Crane vendrían Remarque, Hemingway, OBrian a contar la experiencia del soldado, en esos maravillosos talleres literarios llamados Verdún, Maginot y Vietnam).
Tolstoi definió en Sebastopol qué es lo que hermana a aquel que va a pelear de aquel que simplemente va a VER pelear: sobrevivir. El soldado debe seguir vivo para vencer. El cronista, para contarlo.
La autoridad que otorga ser testigo presencial lo convierte en un cronista de guerra nato, y a su relato, en un reportaje. Tal vez el primero. Tal vez insuperable…

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