Principiantes, Raymond Carver

septiembre 30, 2012



Los hijos nunca perdonan, queridos padres. La mitad de lo que somos lo moldearon ustedes y el resto proviene de no habernos dejado jugar lo suficiente para ponernos a competir por el estatus y a estudiar tonterías que ya no recordamos. La culpa de la tragedia de Cenicienta no recae sobre la madrastra, si no sobre el papá pusilánime, incapaz de proteger a la niña esclavizada por sus hermanastras. La culpa de la indiferencia de Oscar Matzerat ante el mundo es el olvido semoviente del niño por parte del matrimonio mal habido de sus padres (ver Tambor de hojalata). La frivolidad de Meursault ante la muerte de la madre acaso sea consecuencia de la frivolidad de la madre de Meursault ante la vida de Meursault (ver Extranjero). La culpa de la locura de Ofelia y la locura y tragedia de Hamlet son los celos enfermos del padre y la lascivia de la madre. Carver sabía esto muy bien. Por eso vivía inventariando las sajaduras en las caras de la culpa y narrando la historia de las guerras conyugales en habitaciones y bares y suburbios de Estados Unidos. Carver sabía cómo se derrumba una familia, y por eso es grande, ya que los escritores más grandes son los que saben escudriñar en la historia familiar y sus móviles secretos.

Principiantes es la compilación de los cuentos de Raymond Carver que cercenó un editor con licencia para tasajear: Gordon Lish, editor de Esquire. Algunos cuentos con digresiones y contrapuntos tan significativos como Algo sencillo y bueno (A small, good thing) fue mutilado en un 78% para poder ser publicado. Al leer la historia de ese drama familiar de una pareja que tiene un niño en estado de coma (precisamente el día de su cumpleaños) la mutilación del relato resulta una bellaquería. Gordon Lish propuso una versión sin Flashback. En el relato hay dos: cuando el papá del niño recuerda cómo llegó a casa y se enteró de la tragedia y cuando la mujer sale de urgencias para ir a casa a cambiarse de ropa y recuerda el día que el niño se extravió en el pasado y ella hizo una promesa a su Dios en el momento de mayor desesperación, pero el niño apareció y una vez conjurada la tragedia, olvidó cumplir lo prometido. La segunda digresión parece insignificante, pero sostiene algo que acaso sea lo más importante en las tragedias domésticas: el peso insoportable de la culpa secreta. ¿A quién culpar cuando el culpable del accidente ha huido; cuando la tragedia es una cadena de hechos cuyos factores en algún momento pasaron también por nuestra negligencia? No lo dejé irse a estudiar a Buenos Aires y se estrelló en el bus que lo llevaba esta mañana a la Universidad Nacional. Le dije que la plata se gana con honra o sin honra, porque lo importante era hacer plata y se unió a un clan de narcotraficantes. Le dije que estaba gorda como una marrana y a los dos años se quedó calva y mueca por la descalcificación y ayer cayó inválida por la anorexia. Le dije que los niños no lloran y veinte años después su esposa lo encontró en la cama con su mejor amigo.  El cuento mencionado, pese a rozar el melodrama patético, termina en una pequeña redención: el pastelero, que se ofendió por el rechazo de la tarta de cumpleaños y acosó a la pareja por teléfono durante toda la tragedia, termina por ofrecerles pan y café y disculpas y ser el paño de lágrimas en una noche de epifanía (que no se nos narra).

Carver tal vez no sabía dónde empezar, pero sí sabía dónde acabar una historia. La diferencia entre relato y cuento es que el relato presenta varias acciones o secuencias construidas con escenas, pero el cuento se reduce a una sola. En cuentos como  el que lleva por título el posesivo Mío (Mine), de tres páginas y única escena (el punto axial de la separación de una pareja en que toma al niño de brazos y forcejea para ver quién se lo va a quedar) Gordon Lish propuso una versión a la que le quitaba el 7%, y el título. Carver no cedió. El cuento nunca fue publicado en Esquire (donde Lish era editor de la sección de literatura.) Hay relatos extraordinarios, como Diles a las mujeres que nos vamos (Tell the women we’re going) que Lish redujo a la mitad. Aun así Esquire nunca publicó el cuento y otro editor más sensible que Lish, posteriormente se negó a publicarlo, según dicen las notas finales “por ser demasiado horripilante”. ¿Dos amigos de infancia al borde de la madurez que salen a dar un paseo y termina persiguiendo zagalas y uno de ellos acaba violando a una y matándola a pedradas, horripilante? A estos gringos que venden fusiles a muchachos de 20 para que maten a sus compañeritos de colegio, lo que les sobra de mamasantería les falta en humor. El relato que más me ha gustado se titula Tanta agua cerca de la casa (So much water so close to home). Es la historia de un grupo de pescadores que no permiten que el hallazgo de una muerta les arruine un buen fin de semana (y amarran el cadáver a la orilla para que no se la lleve el río.) La última línea, en boca de la esposa de un pescador que se debate entre la sospecha y la perplejidad ante tanta indiferencia, porque la frialdad del marido lo convierte casi en cómplice, es maravillosa y revela el magma del relato: “Por el amor de Dios, Stuart, no era más que una niña.” El editor Gordon Lish, después del despiece de marras (Carver tenía que aprobarlos para poder ver sus relatos publicados) le añadió dos tonterías que le perecieron muy trascendentales: “Me pongo a gritar. Ya no importa”. Me pregunto ¿qué coño pretendía conseguir con ese añadido el chambón de Lish? ¿Que la mujer, impedida para sojuzgar al marido, reviente ante su indiferencia y convertir en patetismo el conflicto dilatado a lo largo de la historia? ¿Y todo para se haga evidente el sentido a los lectores? El objetivo de un drama no es que el lector llore, sino que piense. Mutiladores: gracias por hacer las historias más claras al pueblo asnal.

Pd/ Hijos: un días serán padres. Y así entenderéis, gilipollas, como dicen los traductores de Anagrama.

Principiantes, Raymond Carver, Anagrama, 312 pg.

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