La vida onírica
abril 20, 20134. Los sueños y la experiencia del arte
Hoy vino un freak a saludar. Hace cinco años que no nos veíamos. Todos los freaks son asombrosos. Todos los contrahechos. Todos los derrotados. Todos los que no han triunfado en la vida. Debo ser uno, porque casi todos mis amigos son Freaks. Este es un gigante de dos metros de alto que actúa como un niño y se toma los fríjoles ensopados apretando la cuchara con el puño y clavando los ojos de pestañas crespas en el plato. Su madre lo doblegaba a trancazos y le produjo la epilepsia que llenó su cuerpo de cicatrices. Ha sido cliente por dos veces de un manicomio, en Bucaramanga, Colombia. Me cuenta, mientras acabamos de almorzar, que en los seis meses que lleva en Bogotá se ha peleado dos veces en la calle por tratar de defender a los débiles: una mujer cacheteada por un patrullero de la policía y otra vez cuando intercedió a bandazos para defender a un amigo afro al que le propinaba una paliza un grupo de skinheads. ¿Por qué los nobles se creen caballeros andantes?, pienso, mientras lo veo tratar de sacar con sus brazos desmesurados una tajadita de aguacate. ¿De dónde les viene esa solidaridad? ¿Entonces es verdad que el mundo está dividido entre los que se detienen a recoger a alguien de la calle y los que observan, es decir los hijos de puta? Confiesa que viene a pedirme consejo porque quiere escribir un libro. Le digo que no creo ser indicado para dar consejo al respecto, porque solo conozco mi camino, y estoy a medias y elegí el difícil: dejar todo lo que no sea literatura, escribir aunque no me paguen, negarme a trabajar para poder leer, buscarme un mecenas, eludir cualquier distracción que no sea fecunda, escribir sobre lo que marcó mi vida. Le pregunto qué ha escrito en todos estos años. Dice que obras de teatro y un intento de novela que al principio creyó genial mientras la redactaba, pero en la relectura le pareció un asco. Le dije que le creyera a la relectura. Pero que tuviera la precaución de no releer antes de llegar a las mil páginas y después corregir. Le pregunto si quiere café y dice que prefiere aromática porque por la noche se desvela y sus ruidos perturban a la pareja que lo alojó en su apartaestudio mientras trabaja en una carpintería. Pongo al fuego la tetera y le digo que me espere porque tengo que acabar un texto que dejé en punta en el computador cuando llegó. Luego iremos a caminar a la montaña. Va vestido con una camisa estampada en varias franjas y pantalón de dril café con bolsillos en las rodillas y unos tenis negros gastados de deambular por Bogotá y tan grandes que me hacen preguntarle cuánto calza: 46. Vamos camino a las montañas de Chía, salimos por la verdea de los cultivos de flores, y remontamos una carretera perfumada con los vapores calientes del incendio que hubo en Cota la semana anterior. Ahora le pregunto por sus sueños y pesadillas. Se entusiasma y comienza a hablar, como todos, por las pesadillas. ¿Por qué recordamos más las pesadillas que los sueños hermosos? A los 12 años soñó que estaba en una alcantarilla y veía las piernas de la gente pasar sobre su cabeza. En el fondo del tubo había un monstruo que le decía: “lo quiero a usted, lo quiero a usted”. Sueña también esta imagen temible, repetitiva, que lo persigue: cae paralizado, en medio de una plaza, en un ataque de epilepsia, o que cae en un salón de clase, o en un café mientras conversa con sus amigos y lo único que puede es mover un ojo. La última vez soñó que estaba en un café con dos amigos cuando ocurría, pero todos seguían hablando sin darse cuenta de su ataque y él solo podía mover el ojo. Soñó también que su mamá lo abandonaba frente a un castillo y ella se iba en un Ferrari. Soñó que tenía un hijo con Patricia, su primer amor platónico a los 6 años (ella tenía 12). De ahí le quedó la tara de ser amante imaginario de mujeres mayores. Soñó que lo mataban en un tiroteo de un escopetazo en la cara. Pero demoraba en morirse. Ahora sueña con batallas épicas, porque ha visto mucho cine gringo y dilapida su fuerza vital en los juegos de video. En una de estas batallas se le raja la espada al cortar sombras que desaparecen al herirlas. Pregunta qué pienso de ese sueño. Le digo que es normal en un jugador de maquinitas: sentirse campeón en algo cuando somos perdedores en todo, pero que, por si acaso, decline aceptar trabajos peligrosos en los que pueda tener la oportunidad de sentirse héroe, como ir al ejército o a un grupo armado o se guardaespaldas con acceso a un arma o seguir armando cohetones de pólvora, porque los héroes no saben por qué mueren y pueden volverse antihéroes fácilmente y ser frías máquinas de matar por un pretexto tonto como liberar la patria. Dice que para él esas visiones nocturnas provienen del juego de video El infierno de Dante al que ha dedicado tantas horas los últimos años. Le pregunto de qué trata. Dice que en ese juego Dante es un cruzado y debe ir a Jerusalén a liberar a Beatriz. Le digo que no se parece en nada al libro. Dice que claro. Pregunto si leyó la Divina comedia. Dice que sí, porque quería saber más del juego. Que sus compinches también lo leyeron. Le pregunto qué les pareció (Dante leído por un grupo de muchachitos ludópatas del siglo XXI). Dice que la mayoría se aburrió en la última parte y no llegaron a Beatriz. Le pregunto cuántos de ellos habían leído hasta el final. Dijo que solo dos. Él y otro. Seguimos caminando un tramo en silencio, nos cruzamos con dos mujeres que callan desde que nos ven hasta que desaparecemos en la curva, viramos ahora detrás del cerro hacia la iglesia que parece un monasterio y allí recibimos una bocanada de eucalipto chamuscado por el incendio distante. Dos perros nos salen al paso pero parecen con hambre porque no nos ladran. Le digo que escriba sus sueños. Me dice que ya una vez le dije que escribiera sin esperar nada a cambio. Le aclaré que era respecto a la escritura: varios amigos que querían ser escritores lo dejaron a los primeros años por no haber ganado concursos de cuentos ni haber encontrado editor para sus poemas. Volvió a insistir con que le diera consejo para escribir. Le dije que no podía sin saber qué escribía, pero recomendé que escribiera la historia de su vida y la cruzara con las aventuras que soñaba y que tantas analogías tenían con los videojuegos. Volvimos por la parte central de cerro La valvanera. Cuando llegamos a casa traje el I Ching. Hacía años que no lo consultaba. Esta vez le salió el progreso, con dos líneas móviles. Dijo que iba a probar otros 3 meses en Bogotá, a ver qué resultaba. Me pidió un libro en préstamo. Le di la conciencia de Zeno de Italo Svevo y escribí un mensaje breve en la primera hoja. Se sorprendió y preguntó si era prestado. Le dije: “Yo no presto libros, porque después no puedo dormir tranquilo. Se lo regalo.” Preguntó de qué trataba. Le dije: “Es la historia de un tipo que quiere dejar de fumar y el sicoanalista le recomienda escribir la historia de su vida. Una historia graciosa porque todo le salió al revés al tipo: se enamora de tres hermanas y acaba casándose con la más fea. Cosas así. Lo importante es que escribe echado en una cama, fumando.” Dijo: yo tampoco duermo. Luego dijo gracias, y se fue, con su armazón de gigante. Camina inclinado a la derecha, como si hubiera cargado un fusil en la guerra de las mantis contra las arañas.
Los sueños son la manifestación más pura del arte, poemas en los que no median palabras, la experiencia artística que todos pueden experimentar. Pero casi nadie registra su vida onírica.
[Receso: estaré fuera de internet todo este maravilloso abril]
2 Deja un comentario