Una escuela para perdedores

julio 24, 2013

13. La educación sin imaginación

Pink Floyd, The wall
No me gustaba hacer fila. Detestaba los uniformes. No soportaba los horarios. No podía entender por qué había que comer a una hora fija todos los días, y por qué tenía que ir a misa y por qué no podía marcharme de clase cuando quisiera o al menos cuando lo que allí se dijese dejara de interesarme. No sabía por qué tenía que aprenderme el nombre y las hazañas de los próceres locales, los nombres de los presidentes, las fechas de las matanzas que decidieron la patria, o los símbolos de la tabla periódica de los elementos químicos. No sabía por qué tenía que callar en clase. Llevar corto el pelo. Hacer tareas en mis horas libres. No sabía cómo expresar mi desazón, así que guardaba silencio. A veces escapaba de clase para ir a explorar la ribera del río. No me interesaba la clase de contabilidad, ni la taquigrafía, ni el valor del dinero. No quería estar seis horas en un salón de clase. No me apetecía trabajar en grupo. Uno de esos años, recuerdo, no pude dibujar el croquis del vitral, porque era torpe, incapaz de manipular el delineador, me faltaba pericia y todo se chorreaba. Al final me quedó un mamarracho sicodélico proveniente de mi infierno manual, de manera que reprobé la clase de estética por no poder hacer nada con mis manos y acabé el año lijando caballetes para habilitar la materia y ser promovido al siguiente curso. Era siempre el último o penúltimo en todo, porque perdía las materias que nadie perdía: ética, religión, educación física, economía política, taquigrafía, matemáticas, conducta. No me gustaba presentar evaluaciones. No entendía por qué todos teníamos que aprender un caso de factorización algebraica. O hacer el mismo ejercicio físico o practicar ese juego de vaivén absurdo que corroe a las mejores mentes de mi generación: el fútbol. El primer año de bachillerato lo tuve que hacer tres veces. Mis amigos de infancia siguieron adelante mientras yo me convertía en el equivalente de un idiota dentro del sistema cuantitativo de evaluación del saber: un repitente. Mi madre fue aconsejada por una pedagoga, mientras me llevaba a matricular por tercera vez: “Cambiélo de colegio, a uno más estricto, porque aquí su hijo no va a aprender nada; es indisciplinado, altanero, se junta con los más desaplicados”. Solo había un colegio “estricto” en ese pueblo de treinta y cinco grados a la sombra: el masculino, regentado por un cura y disciplinado por un ex militar. Para rehabilitarme, me cambiaron de espacio y de hábitos, porque el nuevo colegio parecía un galpón de gallinas y los horarios eran en otra jornada, la tarde, que prefería para explorar. En el nuevo colegio toda afrenta o desaplicación, salida de tono, pelea o lenguaje altisonante, se pagaba con trabajo físico: cargar piedras de un lado a otro de aquel terraplén donde se construía la futura cancha de fútbol.
-¿Por qué hacemos esto, Stanislaus?
-Por cabrones.
-¿Y por qué no lo matamos?
-¿Al tombo? Nunca seríamos capaces. Es más grande. Sabe pelear. Anda en carro. Debe andar armado.
-Ey, ustedes dos, par de joyitas: ¿quién les dio permiso de hablar? ¡Cállense y devuelvan esas piedras a donde estaban antes! Después podrán irse.
Eran cien piedras. Nos miramos. Lo miramos a él, que tomaba Coca-cola mientras nosotros nos deshidratábamos bajo el sol indolente y volvimos a llevarlas de un extremo a otro.
Acabamos. Nos dejaron marchar del colegio. Ya atardecía sangre. El otro me susurró:
-Yo conozco a un paramilitar que mata gente por doscientos mil pesos. Reunamos la plata.
Pero nunca tuvimos plata para reunirla.
Años después leí un ensayo de Hannah Arendt en la revista Eco que decía, aproximadamente, que una de las torturas favoritas de los nazis consistía en imponer a un súbdito el trabajo inútil. Eso despersonalizaba a la víctima, al desvalorizar la dimensión de la realidad y someter la voluntad propia  la ajena, lo que dejaba al ente al servicio del torturador. Lo comprendí cabalmente al leer La música del azar de Paul Auster en que un par de ludópatas son esclavizados tras una deuda de juego con el trabajo de mover piedras sin ningún propósito para un amo.
Nos corregían así, para mantenernos ocupados, para distraernos de pensar. Pudieron callarme, momentáneamente, imponerme una rutina, un horario, tareas obligatorias, aceptar la censura para evitar el castigo físico, pero no lograron socavar mis dudas y mi desprecio prematuro por su enseñanza de nada. Salvo las clases de música y las de literatura y las de teatro y un año en que fui alumno de un filósofo de verdad, no hubo algo que me enfrente hoy a un recuerdo grato. Odiaba el deporte, porque consistía en competir y ganar, y yo ya sabía ganar en los juegos de video. Siempre supe leer, porque todos mis recuerdos empiezan a los cinco años y a esa edad ya había aprendido la única herramienta que me facilitaría estar en el mundo. No me interesó nada de lo que me enseñaron después de que me familiaricé con la literatura. Con los libros de ficción y la poesía, quiero decir. Empecé a escribir muy temprano, a los doce años, sin saber por qué. Era una adolescencia conflictiva, como la de todo el mundo, porque toda juventud es estúpida, porque los amores parecen mortales, porque las orfandades y los rechazos y las burlas se enquistan y se convierten en odio y en reacción o sumisión o tara. Mi adolescencia la recuerdo como la peor temporada de mi vida. No podía relacionarme más que a los puños. O buscar pretextos para perder la virginidad. No sé bien cómo empezó, si fue una decisión o un hallazgo casual, quiero decir. ¿Cómo empecé a escribir? Recuerdo solo momentos. Niveles. Empecé a llevar ese diario. Ahí anotaba todo: cómo me sentía, qué me había pasado, a quién había conocido, a quién habían matado en el pueblo (había un muerto por cada día del año), qué muchacha me había rechazado (recuerdo que me sentía feo, porque ninguna me ponía atención, e idolatraba a la que tenía la delicadeza de hacerse mi amiga). Contabilizaba las peleas que tenía, porque me pasé dándome puños con todos entre mis doce y quince años. Golpeaba para no ser cobarde. Peleaba por instinto, sin medir consecuencias. Peleaba aunque me destrozaran. Peleaba porque no pelear era peor. Pelear era la única forma de responder a un mundo agresivo, donde incluso el amor se expresaba con agresividad, la amistad con agresividad, la voluntad con agresividad. Tengo mi cara marcada de cicatrices. Cada cicatriz fue una batalla. Lo empecé, el diario, a los doce, pero solo intenté hacer ficción, despersonalizarme, salirme de mí, a los dieciséis, cuando escribí un par de cuentos infantiles y me arriesgué a escribir una primera novela influenciada en lecturas de Camus y de Andrés Caicedo. La novela era mala. Tardé años en darme cuenta. Pero con los cuentos me fue mejor. Fueron los libros de otros los que me salvaron del letargo. Dostoievski, Sartre, Hemingway, Carson McCullers, Capote, Baudelaire, Cortázar, Jattin. El colegio finalizó con los resultados del examen general de conocimientos, un amor herido de muerte y una pregunta rastrera: ¿Qué quería ser? La pregunta exacta habría sido: ¿qué quieres estudiar ahora, qué te gustaría comprender a fondo? Entonces habría dicho que estudiaría para dramaturgo o actor, porque solo me sentí bien en el grupo de teatro, con los freaks. Pero había que responder qué quería ser, como si hacer una carrera universitaria fuese la única opción de tener una vida. La verdad no quería ser nada. No quería ser ingeniero, ni profesor, ni militar.  No quería ser un jubilado inútil como mi abuelo, ni un comerciante borracho como mi padre, ni un campesino (aunque el campo me atrajera más que el pueblo, por los paisajes, pero sobre todo por los animales ya que nunca tuve ninguno, ni un perro, ni un gato, porque mi madre castradora nos lo prohibió, a mí y a mi hermana, para no perder nuestro amor), y esa era la única oferta que me presentaban. No tenía modelos para elegir, y solo sabía que la única forma con que podía eludir la responsabilidad de responder a esa pregunta era largarme. Quedarme en ese pueblo de crímenes impunes era la asfixia. Solo quería eso: irme lejos. Lo más lejos que pudiera de un pueblo que me parecía hostil. El lugar más lejano del que tenía noticias era la capital de un país centralista que había negado que había guerra en el monte. Así que busqué una universidad, una carrera, y le di un pretexto a mi madre castradora para que me dejara marchar. La rueda de la fortuna dio una vuelta más y todo volvió a ponerse en marcha: los horarios, las lecturas dirigidas, la competencia, a lo que había que añadir la soledad del forastero y las taras propias del provincianismo. No podía seguir en lo mismo. O escribía, o me moría. No pensaba trabajar. No pensaba hacer progresar a mi país. No pensaba cooperan en grupo. Ni tener jefe. Debía estar loco. Arriesgarlo todo por nada, lo seguro por lo inseguro, la tranquilidad por la desesperación. Miro atrás y solo veo una cuerda de funámbulo en la que mis pies tambalean entre los extremos de la cuerda floja y el fracaso abisal: el principal obstáculo de mi elección (la escritura) fue la escuela, el colegio y la universidad. Es mi caso. Solo el mío. No tiene que ser la regla, puede haber sido la excepción. Desde mi experiencia personal, tal vez pueda decir, con riesgo de equivocarme, que el principal elemento disuasorio  de la imaginación creadora (en esta parte del mundo) es la educación, seguido de cerca por dos escoltas: la familia y el gobierno. Se educa, nos educan, para convertirnos en instrumentos del desarrollo. ¿Desarrollo de qué? Del capital. ¿Del capital de quién? No lo sabemos. Pero no se educa para un provecho de la inteligencia y la independencia del ser. Los escalones de la instrucción pública han situado al arte en el exclusivo peldaño de lo que no tiene función social ni importancia alguna. El arte no sirve para nada, decían ellos. Tenían razón. Lo demás, tampoco. No nos enseñaron a amar, no nos enseñaron a conseguir alimentos por un camino distinto al dinero, no nos enseñaron a maravillarnos del milagro de este mundo, no nos enseñaron a construir una casa, no nos enseñaron más que a obedecer, a competir y a repetir.

 

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