Los motores de la creación
julio 05, 2013[11. La soledad]
En cuanto a “motores de la creación” se trata, una categoría estará destinada seguramente a la precariedad. El mito que tantos espíritus afines han ayudado a difundir dice que Dostoiewski (adicto al juego) escribía mejor cuando se arruinaba. Que la paternidad temprana (a los 20 años) templaron la voluntad de Carver. Que los cerca de 300 relatos que escribió Chejov (a razón de uno por semana) se debían a la necesidad de ayudar económicamente a una familia numerosa con los pagos que recibía por estas publicaciones periódicas mientras estudiaba medicina. Puesto así, en la síntesis de una oración, parece muy fácil: si vives en la precariedad, las carencias te obligarán a mejorar, a disciplinarte, a estar atento, a no perder tiempo. Pero hay este otro caso, de Henry Miller, prolífico escritor después de los 33 años que para muchos es una edad tardía: vivía en Nueva York y trabajaba como jefe de personal para el cargo más bajo y fundamental de una firma de mensajería: los carteros. Tenía hija y una esposa preñada. Solo sabía que quería escribir (intentarlo) pero las obligaciones, las maratónicas jornadas de oficina y francachelas apenas daban tiempo algunas noches a machacar en las teclas de una máquina de escribir prestada bocetos informes de asuntos pueriles (la vida en la oficina) que no conducían a nada. Vivía en la precariedad, apabullado por las obligaciones, pero aun así no podía escribir. ¿Entonces? Las memorias de esos años están en Trópico de Capricornio. No es de mis libros favoritos de Miller, pero si uno examina bien ese monólogo panfletario contra el trabajo extorsivo descubre que la precariedad material, la penuria doméstica, la vida cotidiana, las obligaciones laborales y familiares son motores de la creación no en función de la asfixia, sino al proporcionar un material directo y experimental sobre la materia de la que después escribirán sus autores: la vida. Así, el mejor Dostoievski, sigue siendo el que escribió Memoria de la casa de los muertos y El Jugador, sintetizando (en esta última novela) su propia experiencia luego de una de las tres ruinas proverbiales que tuvo (ver Dostoievski por Stefan Zweig). Raymond Carver se convirtió en maestro de las guerras conyugales, la neurosis de vida doméstica y las distancias cortas literarias (el relato) debido a una disposición exacta del poco tiempo que le dejaba la crianza y el alcohol (Cinco ensayos y una meditación). Y Chéjov supo aprovechar su tribuna, el consultorio de médico rural en que atendía, para escrutar la vida de Rusia profunda desde una posición privilegiada (ver Anton Chéjov de Natalia Ginzburg). Lo mismo puede derivarse de esos años proletarios que Miller después parodiaría como Crucifixión rosada: al final de ese tiempo de trabajo de romanos como jefe de personal y penuria material, lo que obtuvo fue un archivo de más de quince mil historias que había ido oyendo y viviendo de la gente con la que tuvo que cruzarse y aparearse, la base de su escritura. Solo que en su caso la escritura fue posible una vez superó la ordalía y acabó por dar un paso más allá: renunció a su trabajo, a su familia, a su país y tomó el camino a París, para pasar allí de la discreta precariedad a la excéntrica mendicidad, pero ahora en una atmósfera más proclive a la creación literaria (aunque estos ya son terrenos de Trópico de Cáncer).
El único motor de la creación literaria no son las sustancias eufóricas y los libros, tal como lo veo ahora, sino el tiempo libre y la soledad. El arte ama el tiempo libre. Pero no el tiempo muerto. Aunque ningún tiempo libre es muerto. El tiempo libre en la angustia del saber acrecentado, es decir, de la curiosidad. La soledad es un aspecto muy extraño porque no deja de ser paradójico, como señaló de viva voz Vila-Matas, que para escribir sobre el mundo haya que aislarse del mundo. Debe ser porque todo hallazgo literario requiere de un proceso de acumulación de memoria, y solo en la soledad puede llegarse a establecer las conexiones inesperadas para hacer de cualquier historia un relato posible. Kafka es el paradigma de la vida doble de un ciudadano común (secretario) y un escritor con una vida interior abismada en la literatura. El segundo volumen de su diario es un testimonio de esta vida bidimensional que se debate entre el llamado al seno de la sociedad y el llamado a la soledad de la creación como esos dos dragones en la llanura manchada de sangre del segundo signo I Ching. Sería perfecto tener a mano su diario, pero me lo robaron, así que tomaré las observaciones de Maurice Blanchot a Kafka, Mallarmé, Rilke, Holderlin en uno de los ensayos más acertados que he leído sobre la experiencia literaria y sus condiciones: El espacio literario. Capítulo: La soledad esencial y Morir fiel a la muerte. Después de cada cita, un escolio personal:
Blanchot |
La obra no pertenece a quien la escribe sino una vez: cuando la escribe. Luego se completa en la mente de quien se descubre leyéndola. Un libro que no sea leído, habrá fracasado, pero aun así habrá transformado a su autor. Hay una forma de saber cuándo un libro está terminado, Blanchot: cuando el autor ya lo ha abandonado por desinterés.
“Quien vive dependiendo de la obra, porque la escribe o porque la lee, pertenece a la soledad de lo que solo expresa la palabra ser: palabra que el lenguaje protege disimulándola, o a la que hace aparecer desapareciendo en el vacío silencioso de la obra.”
Hay una soledad compartida: la soledad que se necesitó ya una vez para escribir, será necesaria una vez más para leer. Entonces el lector, su ser, está tan solo como el autor. Aunque estará menos tiempo con la obra.
“La soledad de la obra tiene como encuadre esa ausencia de exigencia que nunca permite llamarla ni acabada ni inconclusa. Es tan inútil como indemostrable. No se verifica, la verdad puede aprehenderla, la fama puede iluminarla, pero esa existencia no le concierne, esa evidencia no la hace ni segura ni real, no la vuelve manifiesta.”
¿Qué es una obra, literaria? Una extensión del cuerpo y la esencia, su memoria. El ser le ofrece a la obra, su esencia. Así la obra se convierte en parte del ser. ¿Puede una obra de arte cobrar vida propia, existir por sí misma, adquirir una personalidad como el vino cuerpo por añejamiento y encontrar su lector? ¿Puede aguardar por años, empolvada en un rincón, hasta que la encuentre el lector para el que fue pensada? ¿Encontramos los libros que nos son fundamentales o ellos nos encuentran a nosotros? ¿Hay un azar que gobierna el destino de los objetos como el que mueve el destino de las obras literarias como el que mueve las vidas de las personas que van siempre hacia adelante pero solo se pueden comprender a la inversa? ¿Cuántas tragedias de pueblos, cuántos desastres, cuantos encuentros y hallazgos y exilios y azares ajenos fueron necesarios para que una obra literaria encontrara a su creador, luego a su lector, luego a su tergiversador? ¿De qué hablan los libros cuando está solos? ¿Y en un anaquel, un libro de Borges se sentirá bien al lado de uno de Sartre o se rechazarán? ¿Un libro es un mensaje en una botella arrojado al mar? ¿Sabemos a quién ha de llegar esa botella una vez lanzada y qué ocurrirá tras abrirla? Hace años una niña arrojó un mensaje en una botella al mar de Inglaterra y quince años después un hombre la encontró a la orilla del mar de Francia. El hombre se dio a la tarea de ubicar a la niña que lanzó la botella y encontró su nombre en el directorio de teléfonos de Escocia. Cuando la llamó para contarle que había encontrado su mensaje, la mujer ya no se acordaba de aquello. Pienso en esa niña y en la tarde que lanza la botella al mar. No lo sabe, pero ese gesto inicial ha provocado ya el encuentro futuro. ¿Es eso crear? ¿Hacer posible un encuentro con una sensación o un razonamiento atrapado en el corazón de una botella? La niña da la espalda a las gaviotas y a la lluvia. La botella sortea las crestas, se hunde y emerge, luego encuentra la caricia de la arena. Un hombre la toma. Se ha abierto un umbral en el tiempo. El encuentro tarda quince años, pero ya contiene todas las contigencias de las dos vidas y los dos tiempos que se juntan con el hallazgo futuro. ¿Es necesario que ella recuerde el gesto inicial para que este exista? ¿Dónde leí esa historia, o quién me la contó, o la derivé de Poe?
“El escritor pertenece a la obra, pero a él solo le pertenece un libro, un mudo montón de palabras estériles, lo más insignificante del mundo.”
¿Qué es un autor? ¿Su nacionalidad? ¿Sus libros? ¿Su nombre? ¿Su imagen? ¿Su prestigio? ¿El autor es el escritor? ¿Es la propiedad intelectual? ¿Sabemos de un autor por la autoridad que lo ampara? Tú eres un autor si eres la obra, porque fuiste la memoria y la vida y la lengua que la hizo posible, pero de todo eso solo puedes poseer un ejemplar. La obra ya no te pertenece, no pertenece a nadie. ¿Qué es la obra? ¿La lengua de que está hecha? ¿La lengua es tu biografía? ¿Dónde está la esencia de la obra? ¿En las palabras que se juntaron para hacerla posible como las células que se juntaron para que fueras posible?
“Lo que hace del libro el sustituto de la obra basta para convertirlo en algo que, como la obra, no depende de la verdad del mundo –cosa casi vana- si no tiene ni la realidad de la obra ni la seriedad del trabajo verdadero del mundo.”
Cuando una novela ocupa el lugar de la realidad, cuando empieza a vivir en la mente de un lector, ha cumplido su objetivo. Aunque sea una novela histórica es más real que el suceso pasado, al que tergiversa. Si todo hecho es inferior a su relato, como anotó Gómez Dávila, la representación es más significativa que la realidad. En Colombia la literatura aspira a parecerse a la realidad, pero apenas la maquilla.
“El dominio del escritor no reside en la mano que escribe –esa mano “enferma” que nunca deja el lápiz, que no puede dejarlo, porque lo que tiene, en realidad, no lo tiene -; lo que le pertenece a la sombra y ella misma es su sombra. El dominio siempre es de la otra mano, de la que no escribe, capaz de intervenir en el momento necesario de tomar el lápiz y apartarlo. El domino consiste, entonces en el poder de dejar de escribir, de interrumpir lo que se escribe, entregando sus derechos y su decisión al instante.”
¿Por qué escribir y por qué no hacerlo? Porque la mayor parte de lo sentido, de lo pensado, de lo aprendido se perdería si no lo escribieras. ¿Y por qué no dejar que se pierda? ¿Has leído la antología de Spoon River de Edgar Lee Masters? ¿Puede la vida reducirse a los pocos momentos que la decidieron? ¿Puedes decir lo esencial de esas setecientas páginas del manuscrito que acabas de finalizar en, digamos, ciento cincuenta? ¿Es tan rica y profunda tu existencia que requerirás tanto tiempo de otra persona para que lea lo que has escrito en estos años?
“Que la tarea del escritor finalice con su vida es lo que disimula que, por esta tarea, su vida se desliza en la desgracia de lo infinito.”
Escribo una novela que no es feliz. Aunque en muchos pasajes suscite la risa. Trata de una infelicidad, que es la de su narrador, que no soy yo. Pero soy yo aunque no lo sea. Es decir que yo le presto todo lo que sé del mundo y lo dejo a su disposición. El narrador dice que no es feliz “porque para serlo hay que ser estúpido como esta gente”. Esta gente es la que lo rodea en su trabajo. Su trabajo es celador, en un museo del centro de Bogotá. Escribo esto en un apartamento en el centro de Bogotá, año 2006. “Esta gente” es la que veo por mi ventana cuando avanzan camino al trabajo en el edificio Bancafé que está en el centro internacional, diagonal a mi ventana. “Esta gente” son los ríos de termitas vestidos de corbata y chales y mocasines y tacones, perfectamente ordenados como si en 50 años no fueran a estar todos muertos. “Esta gente” es la que me rodea a mí. No entiendo la felicidad como la entienden ellos. No entiendo la vida como la entienden ellos. Y yo también estaré muerto en 50 años.
“Si escribir es descubrir lo interminable, el escritor que penetra esa región no se adelanta hacia lo universal. No va hacia un mundo más seguro, más hermoso, mejor justificado, donde todo se ordenaría según la claridad de un día justo. No descubre el hermoso lenguaje que habla honorablemente para todos. Lo que él habla, es que de una u otra manera ya no es el mismo, ya no es nadie.”
Te cuento esta anécdota, Blanchot: a un escritor muy actual, Coetzee, se le culpa de ensimismamiento o introspección burguesa, porque no da entrevistas, porque se deja fotografiar de mala gana, porque en los congresos a los que le invitan lee lo propio y no le apetece conversar. Se le deplora aquello precisamente, no ser expresivo en el campo extraliterario, donde acaba la creación literaria, que es privada, interna, y empieza la publicidad. Se le reclama en un oficio donde todos sufren de ese mismo tema. Raro.
“El diario no es esencialmente confesión, relato de sí mismo. Es un memorial. ¿Qué debe recordar el escritor? Debe recordarse a sí mismo, al que es cuando escribe, cuando vive la vida cotidiana, cuando está vivo y verdadero y no moribundo y sin verdad. Pero el medio que utiliza para recordarse a sí mismo es, cosa extraña, el elemento del olvido: escribir.”
Christa Wolf me arrebató la idea, arrebatándosela a su vez a Gorki: escribir el diario, la entrada de diario de un día del año, un único día, siempre el mismo día, durante varios años. Se llama, cómo no, Un día del año (Galaxia Gutemberg). Lo llevó desde 1960 hasta 2000, los 23 de septiembre. La vida va hacia delante y el recuerdo hacia atrás. La suma de estas dos ópticas es tu vida, la visión más original que puedas dar porque es una visión única del mundo. Leo el diario de Christa Wolf asumiéndola como personaje. Ella lo escribió sin pretender alcanzar una nueva estética para una obra literaria. Se definía como una mujer sin talento, damnificada de la vida familiar y la maternidad y las directrices del partido comunista. Una escritora no literaria, es decir menos de la imaginación y más del realismo socialista. Y sin embargo ese diario de asuntos triviales, de recortes de periódico sintetizados, ese exceso de aspectos pueriles que componen los días de una vida y que todos desechamos y olvidamos se convierte aquí en materia literaria. ¿A razón de qué? De la auto inspección, la evolución espiritual, la decadencia física, la efervescencia y decepción del mundo de las ideas y la realidad histórica y los asuntos públicos registrados desde una visión privada: la división de un país en dos hemisferios que son la metáfora del mundo en guerra fría, dos visiones reducidas de la sociedad, que están capturadas en esa cotidianidad pueril que todos sus contemporáneos vivían y pasaban por alto (los diálogos con los vecinos, las visitas a los supermercados, las mudanzas, el crecimiento de sus hijas). El diario, cualquier diario personal, nunca podrá ser una obra literaria porque obedece a un riguroso ahora. Cada día registrado es independiente de los otros días. Nada es consecuente con premeditación. No se necesita un proceso de acumulación de memoria para entenderlo como obra completa y acabada. Se puede abrir como los diccionarios, o los recetarios, o las biblias, por el centro, o por las últimas páginas y luego retroceder. No podemos ver la forma del diario porque siempre está en construcción. Una novela es una sucesión de acontecimientos que el estilo hace verosímil. ¿Y si encadenar momentos ya no es la forma ni el sentido real de las novelas? ¿Qué buscabas hacer y qué conseguiste, Christa Wolf? ¿Una novela-calendario, encadenada a tu propia vida? ¿Será eso auto-ficción? Lo será en cuanto ya no estés. Ya no estás.
“Suele suceder que los escritores que tienen diario sean los más literarios de todos los escritores, pero tal vez porque precisamente evitan así el exceso de la literatura, si es que esta es efectivamente el reino fascinante de la ausencia del tiempo.”
20 de febrero de 2013
Hoy salí a comprar un pan.
“El diario –ese libro en apariencia completamente solitario- a menudo se escribe por angustia y miedo a la soledad que alcanza al escritor por medio de la obra.”
Febrero de 2006
Querido diario: quisiera escribir a través de ti la melodía de la desesperación. Una música como la que acompaña mis días mientras camino de esta casa al vomitadero donde almuerzo un plato de sopa de colicero que tiene la acidez del jugo gástrico y con el jugo aguanoso de tomate de árbol hago buches para limpiarme el mal sabor del almuerzo y lo empeora. La desesperación, si te das cuenta, es un murmullo, y no debe ser estridente. Es excesivamente rechinante como el instante que media entre el relámpago y el rayo, alargada, ferrepetosa, un cruce de espadas con tenedores, un abismo entre dos ruidos, como el rumor lejano de una protesta callejera. Cuando a la desesperación se le pone algo de velocidad se transforma en ira. Esa es otra melodía que pienso escribir aquí cuando pierda el respeto a lo poco que aun merece respeto. Cuando la mujer que amamos deja de llamar, esa es la desesperación. Cuando llegas sin un peso al teatro donde te cobrarán la entrada que un pobre no puede pagar y debes volver a salir, esa es la desesperación. Cuando nadie te dice “buenos días” en una semana y el desayuno lo tomas en la ventana porque no hay mesa, porque no hay nadie al otro lado del teléfono, porque lo dejaste todo por esta ciudad, porque vives en una calle del crimen que se parece a un basurero y un temible anuncio dice en la pared: “No salga, después de las 9:00 limpieza social”, y suponías que esto era lo que necesitabas para vivir, la ciudad; esa es la desesperación. No te engañes: el silencio que precede al estornudo es la inspiración, pero eso es otro silencio, atento, que se siente en la base de la nariz. La desesperación es morirte mañana sabiendo que 3 años de tu vida los pasaste esperando a que tu novia terminara de ponerse el maquillaje; diez años aprendiendo a sumar, a restar, multiplicar y dividir; seis años leyendo; doce años durmiendo; y apenas ocho meses seguidos fornicando y cuatro años masturbándote, toda la suma de eso aprendiendo a escribir (y no aprendiste) sin pensar que la muerte era la última corchea. La desesperación es una música fabulosa. La vida es el instrumento para interpretarla. La muerte su mejor auditorio. Ayúdame a escribir la partitura, por favor.
“Escribir es entregarse a la fascinación de la ausencia del tiempo.”
Quizá no haya vida, ni historia. Quizá solo sea un instante. Quizá morirse no sea dormir, sino despertar. Cerrar el libro. Pasar a otro.
“El recuerdo dice del acontecimiento: esto fue una vez, y ahora nunca más.”
La única obligación del escritor es recordar más que los demás.
“Quien profundiza el verso escapa del ser como certeza, encuentra la ausencia de los dioses, vive en la intimidad de esa ausencia, se hace responsable asumiendo el riesgo, soportando el favor. Quien profundiza el verso debe renunciar a todo ídolo, debe romper con todo, no tener la verdad por horizonte ni el futuro por morada, porque de ningún modo tiene derecho a la esperanza: al contrario, debe desesperar. Quien profundiza el verso, muere, encuentra a su muerte como abismo”.
Alguna vez entró mi nona al cuarto que tuve en la casa materna y tomó el libro que había estado leyendo y olvidado sobre la cama y leyó el título y lo tergiversó: Un destino lastimoso, leyó ella, donde debía decir: Un destino luminoso, biografía de Alexandra David Neel. Era ese ligero cambio de campo semántico, de perspectiva, con un cambio de paradigma dentro de una cadena, lo que potenciaba la posibilidad de un nuevo sentido, casi de un nuevo contenido tentativo, un nuevo libro. Las palabras crean el mundo. Descubrir el sentido, la urdimbre, dibujar la vida de otro ser imaginario, un personaje, es haberlo visto todo y seguir siendo nadie. Suplantas a un dios hipotético para darte cuenta que también serás un día, un personaje, y solo subsistirás en el recuerdo de otro. Convertirse en la memoria de otro es la única aspiración que puede tener un escritor. Y la satisfacción última.
“Por la ‘culpa del padre’, se encontró arrojado fuera del mundo, condenado a una soledad de la que no podía hacer responsable a la literatura, sino más bien agradecerle haber iluminado esa soledad, haberla fecundado, abierto sobre todo al mundo. ][El arte no le dio esa desgracia, ni siquiera ayudó, sino que al contrario la aclaró, fue “la conciencia de la desgracia” su dimensión nueva.”
¿Y si no tienes padre, a causa de qué?
Kafka |
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Hipotético lector: para poder culminar este ensayo (que es una simple indagación personal sobre la imaginación en la escritura literaria) contribuya con el siguiente experimento científico: responda a la pregunta “¿Qué es el arte?” de la forma más breve, honrada, y espontánea posible y envíe su respuesta (no más de dos líneas) al correo unahogueraparaqueardagoya@gmail.com
Tenga en cuenta que: no debe usted documentarse ni buscar definiciones en diccionarios ni autoridades como Hegel, Sartre, Aristóteles ni Kandinski o su profesor de turno, sino adelantar una respuesta automática y espontánea de lo que primero le venga a la mente al leer esa pregunta.
Si le es imposible hacer a un lado su aparato dialéctico, por favor preguntar al ser querido más cercano y desprevenido, o a su vecino y transcribir la respuesta.
Con las respuestas recibidas, el autor de este blog, hará un cadáver exquisito que podrá servir como acervo de curiosidades a las generaciones malogradas por venir que decidan poner su vida al servicio de la imaginación literaria.
Ahora sí:
-Para usted: ¿Qué es el arte?
[Firmar con: Edad y profesión.]
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