Operación Masacre

marzo 26, 2009

Hay tres o cuatro actos de valentía que ilustran una forma de ser escritor en latinoamérica: La noche negra en que el poeta Reinaldo Arenas de Cuba nada hasta alta-mar en un neumático con una botella de aguardiente y una lata de frijoles tratando de escapar del régimen castrista; los tres meses en que Bolaño está a punto de ser expulsado de España, viviendo solo en una casa con una perra, y amenazado de morirse de hambre en Gerona le envía una carta desesperada al poeta Enrique Lihn que lo disuade de no matarse ni de comerse a la perra sino de seguir escribiendo; y el día en que Rodolfo Walsh se dispone a distribuir su Carta abierta de un escritor a la Junta Militar y es asesinado por un escuadrón de la muerte de la armada argentina. Un escritor no tiene por qué ser más valiente que cualquier padre de familia dispuesto a hacerse matar por la vida de uno de sus hijos. Tampoco tiene por qué ser más político que un verdulero o que un campesino común y silvestre. Pero esos tres momentos de valentía a mi juicio ilustran una época, redimen el ridículo, el fracaso estrepitoso y la cobardía de todos los demás escritores que fueron pulverizados en latinoamérica por esa maquinaria gigantezca que tritura vocaciones: las dictaduras y la búsqueda de la fama. De Arenas ya se ha hablado en este blog. De Bolaño hay miles de blogs y revistas que andan desenterrando su cadáver y por ellos sabemos que no murió y que está escondido en algún sitio publicando libros cada seis meses. Pero de Rodolfo Walsh ya nadie habla.
Por eso ahora voy a hablar yo.
El viernes 25 de marzo de 1977, Rodolfo Jorge Walsh es interceptado por un Grupo de Tareas de la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), en plena Junta Militar de Argentina. La dictadura militar lleva un año en el poder. El día anterior, Walsh ha distribuido a las agencias internacionales de prensa su Carta abierta de un escritor a la Junta Militar donde hace un inventario que parece escrito por un colombiano a su gobierno en pleno siglo XXI: “aún cabría pedir a los señores comandantes en jefe de las Tres Armas que meditaran sobre el abismo al que conducen al país tras la ilusión de ganar una guerra que, aun si mataran al último guerrillero, no haría más que empezar bajo nuevas formas, porque las causas que hace más de veinte años mueven la resistencia del pueblo argentino no estarían desaparecidas, sino agravadas por el recuerdo del estrago causado y la revelación de las atrocidades cometidas”. Es esa carta, que después García Márquez considerará —en una de sus salidas más hiperbólicas— una Obra Maestra del Periodismo, la que el escritor pretende distribuir en Bueno Aires cuando el Grupo de Tareas susodicho trata de secuestrarlo. Rodolfo Walsh sabe que no tiene oportunidad si cae en las manos de los militares: “Conocía, por infinidad de testimonios, el trato que dispensan los militares y marinos a quienes tienen la desgracia de caer prisioneros: el despellejamiento en vida, la mutilación de miembros, la tortura sin límite en el tiempo ni en el método, que procura al mismo tiempo la degradación moral, la delación”. Walsh reacciona esa tarde. Walsh se resiste a la encerrona y les dispara como lo hiciera su hija Vicki a otro escuadrón de la muerte antes de suicidarse, y a su vez los del escuadrón le disparan hasta reducirlo en pleno centro de la capital argentina. Walsh no puede hacer más, lo que pudo hacer ya lo hizo, lo que pudo denunciar, lo denunció: la patrulla logra llevarse al escritor, acaso mal-herido, o acaso muerto. Lo que será de este autor argentino, descendiente de irlandeses, desde entonces, es un misterio. Nunca más se supo de él. Su cuerpo nunca fue entregado. Pero hay algo peor: su obra aun permanece en el olvido. No es un olvido ingrato. Todos los olvidos no son ingratos. Hay olvidos justos. Hay olvidos reconstituyentes, como le ocurre al vino de buen mosto. Y en literatura hay olvidos que no son olvidos. A Rodolfo Walsh lo han leído y lo han conocido algunos de los grandes autores del siglo XX latinoamericano: Cortázar, Piglia, García Márquez, y otros de los menos grandes: Benedetti, Eduardo Galeano y Juan Gelman. Algunos le han rendido pequeños homenajes al recordarlo y descubrirlo para nuevas generaciones como uno de los precursores del nuevo periodismo. Y es que la obra cumbre de Rodolfo Walsh se llama Operación Masacre (y si un país de este continente está preparado hoy idóneamente en materia de masacres para leer y comprender a cabalidad esta gran novela no es otro que Colombia). Operación Masacre está basada completamente en hechos reales: Es junio de 1956. La dictadura de Perón ha caído ocho meses antes, y algunos de sus generales intentan devolverlo al poder desesperadamente. Walsh juega ajedrez en un café de La Plata y escucha un tiroteo. Poco después se entera que es una insurrección militar y que esa noche ha dejado un saldo de muertos difusos: 34, entre civiles y militares, y otros que son falsos muertos (sobrevivientes). Los hechos no están muy claros. ¿Qué ocurrió esa noche? Walsh se inquieta. Decide investigar con su amiga Enriqueta Muñiz, entrevistar a esos fusilados que sobrevivieron. Se entera que la masacre ocurrió en un basurero llamado José León Suárez. ¿Pero de qué masacre puede hablarse si los militares achacan todo lo ocurrido a la aplicación de una Ley Marcial? Walsh se propone entonces demostrar que dicha Ley fue promulgada después de que los prisioneros ya se habían rendido y estaban bajo arresto, o secuestrados, y que los asesinaron a mansalva. Los sobrevivientes de la matanza del José León serán los principales testigos de esa noche y los protagonistas de su relato. Operación Masacre fue publicada en 1957, a nueve años de A Sangre Fría de Capote, que es la novela fundacional del “new Journalism”, ese nuevo periodismo literario que exige aplicarle a la realidad la técnica de la novela, o al decir de Cortázar metiendo la realidad en la literatura como hay que hacerlo. Rodolfo Walsh ha hecho un montaje impecable desde muchos ángulos de la masacre. La novela es publicada en entregas la primera vez. La llaman el libelo. Después es publicada en forma de libro y se agota pronto. Pero de parte de la crítica no hay algazara; sólo silencio. Ningún diario argentino la reseña. En una entrevista, Walsh dice: “De los diez diarios que ya editan en Buenos Aires, y que tienen crónica literaria, ni uno solo le dedicó un par de líneas. Eso quiere decir, probablemente, que los críticos lo leyeron con suma atención.” Y a la pregunta de si la piensa reeditar dice que sí: “agregando la prueba judicial, para que algunos ingenuos que siguen calificándola de libelo estén mejor enterados.” Y lo hizo. Las siguientes ediciones de Operación Masacre llevan los prólogos a las diferentes ediciones anteriores y un apéndice que es una verdadera obra maestra del alegato judicial. No estamos completamente seguros de que una Obra Maestra sea también una Obra de Arte. Y no sabemos si sea justo con un autor pedírsele además de una Obra Maestra una Obra de Arte. Suponemos que todo depende de quién sea el autor, de cómo vive, y de cómo y a qué hora le toca enfrentarse a su propia suerte y a su propia muerte. Pensamos en varios autores al mismo tiempo. Pensamos en Reinaldo Arenas, en Roberto Bolaño y en Leopoldo María Panero. Pensamos en Rodolfo Walsh que ha dejado escritas también un par de Obras Maestras que no sabemos si el futuro las convierta en Obras de Arte. No sabemos tampoco si las Obras Maestras deban guiar a las Obras de Arte, o deban tener más de tres páginas de extensión, y menos aun, si las Obras Maestras se deban en cierta medida a la vida ejemplar que asumen sus autores. Sabemos, eso sí, que no hay Vidas Maestras de las que podamos ser epígonos (aunque mucho quisiésemos) porque las vidas ajenas, por más maestría que demuestren, no sirven para hacer la propia vida, y por más que escudriñemos memorias y biografías siempre haremos el camino perdiendo girones de nuestro propio pellejo. De ahí que la vida de Rodolfo Walsh, y la profundidad de una vida cualquiera, no pueda ser resumida en semblanzas. De Walsh baste saber que era argentino (es decir medio irlandés y medio de todos lados). Baste decir que tradujo a Dalton Trumbo en Johnny cogió su fusil (una Obra Maestra del pacifismo norteamericano). Baste aducir que simpatizó con la Cuba de Fidel Castro (y que en Cuba unos lo recuerdan gratamente por dos asuntos memorables, y otros lo repudian exactamente por eso mismo: fundar la Agencia Prensa Latina, y descodificar el mensaje con que la CIA daba las coordenadas para el desembarco de mercenarios en Bahía Cochinos). Baste decir que escribió cuentos policiacos, pero los consideraba limitados, y dejó sus mejores fuerzas literarias para las novelas que escribiría después del tiempo de la jubilación (que nunca llegó a ver, por demás, cumplido). Baste decir que este no es un desentierro de Walsh, porque a Walsh no le gustaban los funerales (a Cortázar le había dicho al respecto: cuando hablen de mí, en todo caso, háganlo como quien come asado o bebe un vaso de vino, para darle fuerza al cuerpo y a la voluntad. Vos que sos un escribidor, escribílo cuando te venga bien). Baste decir que hoy se culplen 32 años de ese secuetro.
Y a quien le interese: Que había nacido en 1927, el 9 de enero. Que era Capricornio.

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