La cruzada de los niños
septiembre 04, 2009¿Quién lo dice? Gente común y corriente, hijos míos.
Gente que uno se encuentra en la calle todos los días y no saluda porque parece escoria, gente loca, o degenerada, o marihuanera, infiel.
Gente como Macel Schwob, o Jerzy Andrzejewski, hijos míos.
Los niños de Marcel Schwob
Marcel Schwob es el protagonista de uno de los cuentos más extraños de Borges: un opiómano que se dedicaba a cuidar tuberculosas para después convertirlas en heroínas de sus novelas (las llamaba niñas a pesar de que tenían más de 20 años y todas se dedicaban a la prostitución) inventaba biografías imaginarias de personajes históricos, públicos y apócrifos, de la historia y del arte y vivía literariamente, a caballo entre le pasado clásico y el modernismo. Según Borges, nació en Sanville en el año 1867 y murió en parís en 1905, después de un viaje tras las huellas de su maestro literario Stevenson. Sus relatos sobre niñas envilecidas se llama El libro de Monelle, pero su novela más perturbadora se llama La cruzada de los niños. Narra la historia de aquella cruzada con las voces separadas de todos los protagonistas. “No ensayó, estoy seguro, la ansiosa arqueología de Flaubert; prefirió saturarse de viejas páginas de Jaques de Vitry o de Ernoul y entregarse después a los ejercicios de imaginar y de elegir. Soñó así se el papa, ser el goliardo, se los tres niños, ser el clérigo. Aplicó a la tarea el método analítico de Robert Browning, cuyo largo poema narrativo The ring and the book (1896) nos revela a través de doce monólogos la intrincada historia de un crimen desde el punto de vista del asesino, de su víctima, de los testigos, del abogado defensor, del fiscal, del juez, del mismo Robert Browning”. La cruzada de los niños de Marcel Schwob es una joya de coleccionista. Poesía, atmósfera numinosa, madurez, barroquismo, agudeza, un capítulo magistral protagonizado por un leproso que les sale al paso a los niños para pedirles pan… Un libro brillante, breve, inocente y moralista.
Como brillante, breve, inocente y moralista fue su fabulador argentino.
Los niños de Jerzy Andrzejewski
La verdadera historia de aquella cruzada de niños, sin embargo, la dejó escrita el polaco Jerzy Andrzejewski, un personaje inventado por Sergio Pitol cuando estaba de agregado cultural de la embajada de México en Varsovia. “Las puertas del paraíso” fue el libro que escribió Pitol por aquellos días en que recorría Europa descubriendo tesoros literarios en siete lenguas. Gombrowicz fue otro golpe de su invención.
Pero dejemos a Gombrowicz para otra ocasión y centrémonos en la obra de ese supuesto Andrzejewski: “Las puertas del paraíso es la novela más perfecta que he leído” dijo Pitol a los editores de Joaquin Mortiz en 1965. Envió la novela, transcrita del polaco, y el libro fue publicado en el acto. Sería una rareza inconseguible hoy (miércoles 2 de septiembre de 2009) si no fuera porque lo reeditó La Universidad Veracruzana en la colección “Sergio Pitol, traductor”. Pero aun así, sigue siendo una rareza de libro, además de una obra maestra absoluta de la literatura en todas las lenguas, si seguimos el olfato de Pitol, por supuesto. Trata, una vez más, sobre la dichosa cruzada que no fue de niños ni santa, sino lasciva y apóstata. En este versión tenemos un sólo párrafo imparable que dura 143 páginas y donde asistimos a la vida de Blanca, una pastora nifomána y sado maso de quince años, Alesio Melisseno, cacorro de edad nebulosa (joven en todo caso, no niño), Ludovico de Vendome, conde de Chertres y de Blois, peidófilo, heredero directo de Godofredo de Bouillon, primer cruzado de la historia; y Santiago de Cloyes, o Santiago el bello, el efebo, el niño-santo que dirige la cruzada. A través de un monólogo transpersonal que va fluctuando de una mente a otra, de una voz a otra, de un pasado a otro, podemos saber los motivos reales de cada niño y las confesiones que le van haciendo al único adulto de aquella marcha: un cura desmirriado que se dispone a confesar al millar de cruzados infantes y darles una absolución por sus pecados veniales.
A medida que avanzan hacia la nada aquellos inocentes que abrirán la puerta diminuta del paraíso con la autoridad elevada de su moral, asistimos a la iniciación sexual de todos los personajes: el pasado y las razones internas que condujeron a aquella marcha empiezan a deshilvanarse a mitad del libro cuando Alesio Melisseno le cuenta al cura confesor que Ludovico de Vendome, su benefactor, fue el conde que dirigió la última cruzada a Tierra Santa. Aquella vez, a la altura de Estambul el conde desvió el rumbo, saqueó la capital bizantina y pasó a cuchillo a los griegos y cristianos que allí vivían. Entre las familias que mató estaba la de Alesio Messileno, su botín de guerra: un niño al que llevaría de vuelta a Francia para satisfacer sus apetitos paidófilos del bajo vientre (horadar y ofrecer la angosta víam). Messileno se volvió celoso como cualquier amante y un día, mientras se fraguaba la próxima expedición a Jerusalem, descubrió a su amo coqueteando al pastor Santiago, un hijo de nadie que pastoreaba vacas en los alrededores de Chartres, donde hoy es Francia. Messileno le puede perdonar a Ludovico que se haya fornicado a su padre y que haya destripado a su madre, pero jamás que lo haya cambiado por un pastor de vacas. Sólo que el pastor de vacas es menudito, luuminoso, efebo, lo apodan “Santiago el bello”, y Messileno termina enamorado de su contendor.
Blanca es una pastora (ninfa orgiástica) que vive también enamorada de su colega Santiago. El día que Ludovico es sorprendido en la cabaña Santiago el bello, Blanca, presa de un arrebato loco de amor, ha ido a declararle incondicionalidad al pastor de sus sueños. Está dispuesta a amarlo y a no ser correspondida, porque con ser su amante, y nada más, le basta. Pero Santiago la echa de su casa, sin dar explicaciones y la pastora decepcionada sale y piensa que se entregará al primer hijo de vecino que se cruce en la campiña. El primer hijo de vecino que se encontrará ese día es a Messileno, el bujarrón. Y el bujarrón, despechado como ella, le ofrece satisfacer sus apetitos mujeriles, a condición de que ella le deje satisfacer sus apetitos viriles: ambos jugarán el juego macabro de estar juntos mientras piensan en prójimos. Desde entonces, todo queda mal en la repartición de la felicidad de un mundo donde no está Dios. Ludovico muere en presencia de su joven amante, quien no moverá un dedo para evitarle la muerte por agua. Santiago (el pastor de vacas, que termina por ser el personaje enigmático por asexuado) decide realizar la cruzada de la que habló Ludovico en la visita informal a su cabaña, pero la hará convocando para ella a los niños más puros de todo el reino. Maud, un personaje secundario de esos que se ponen en las obras maestras a modo de cuñas para que la historia sea redonda y simétrica, es una pastorcita damnificada también por la belleza de Santiago. Es ella la primera que decide seguirlo sin condiciones. Y esa decisión se convierte en acto reflejo para aquellos pastores que actúan en la lógica semoviente de un mundo de vacas: Maud logra con su decisión que los demás niños abandonen sus labores, sus familias, su vida pedestre y marchen a oriente en pos de Santiago.
“No es la mentira sino la verdad lo que asesina toda esperanza”, dice al final de la novela Andrzejewski y toda la obra parece responder a esa premisa. Eso, al menos, es lo que concluye el cura confesor cuando descubre que la inocencia infantil no existe y que la cara de Dios, si es algo, es la cara del placer en forma de sexo o de riqueza, pero será demasiado tarde cuando trate de detener la farsa.
Coda:
¿Marcel Schowb o Andrzejewski?
Bufalino decía, respecto al despilfarro de adjetivos y la exageración de los colores de la prosa: “Y sin embargo, yo que amo a los escritores húmedos y cóncavos, cómo envidio a los secos y convexos”
¿Qué tal si contrastamos con La cruzada de los niños de Kurt Vonnegut?
Las puertas del paraíso
Jerzy Andrzejewski
Traducción: Sergio Pitol
Editorial: Joaquín Mortiz
1965
A medida que avanzan hacia la nada aquellos inocentes que abrirán la puerta diminuta del paraíso con la autoridad elevada de su moral, asistimos a la iniciación sexual de todos los personajes: el pasado y las razones internas que condujeron a aquella marcha empiezan a deshilvanarse a mitad del libro cuando Alesio Melisseno le cuenta al cura confesor que Ludovico de Vendome, su benefactor, fue el conde que dirigió la última cruzada a Tierra Santa. Aquella vez, a la altura de Estambul el conde desvió el rumbo, saqueó la capital bizantina y pasó a cuchillo a los griegos y cristianos que allí vivían. Entre las familias que mató estaba la de Alesio Messileno, su botín de guerra: un niño al que llevaría de vuelta a Francia para satisfacer sus apetitos paidófilos del bajo vientre (horadar y ofrecer la angosta víam). Messileno se volvió celoso como cualquier amante y un día, mientras se fraguaba la próxima expedición a Jerusalem, descubrió a su amo coqueteando al pastor Santiago, un hijo de nadie que pastoreaba vacas en los alrededores de Chartres, donde hoy es Francia. Messileno le puede perdonar a Ludovico que se haya fornicado a su padre y que haya destripado a su madre, pero jamás que lo haya cambiado por un pastor de vacas. Sólo que el pastor de vacas es menudito, luuminoso, efebo, lo apodan “Santiago el bello”, y Messileno termina enamorado de su contendor.
Blanca es una pastora (ninfa orgiástica) que vive también enamorada de su colega Santiago. El día que Ludovico es sorprendido en la cabaña Santiago el bello, Blanca, presa de un arrebato loco de amor, ha ido a declararle incondicionalidad al pastor de sus sueños. Está dispuesta a amarlo y a no ser correspondida, porque con ser su amante, y nada más, le basta. Pero Santiago la echa de su casa, sin dar explicaciones y la pastora decepcionada sale y piensa que se entregará al primer hijo de vecino que se cruce en la campiña. El primer hijo de vecino que se encontrará ese día es a Messileno, el bujarrón. Y el bujarrón, despechado como ella, le ofrece satisfacer sus apetitos mujeriles, a condición de que ella le deje satisfacer sus apetitos viriles: ambos jugarán el juego macabro de estar juntos mientras piensan en prójimos. Desde entonces, todo queda mal en la repartición de la felicidad de un mundo donde no está Dios. Ludovico muere en presencia de su joven amante, quien no moverá un dedo para evitarle la muerte por agua. Santiago (el pastor de vacas, que termina por ser el personaje enigmático por asexuado) decide realizar la cruzada de la que habló Ludovico en la visita informal a su cabaña, pero la hará convocando para ella a los niños más puros de todo el reino. Maud, un personaje secundario de esos que se ponen en las obras maestras a modo de cuñas para que la historia sea redonda y simétrica, es una pastorcita damnificada también por la belleza de Santiago. Es ella la primera que decide seguirlo sin condiciones. Y esa decisión se convierte en acto reflejo para aquellos pastores que actúan en la lógica semoviente de un mundo de vacas: Maud logra con su decisión que los demás niños abandonen sus labores, sus familias, su vida pedestre y marchen a oriente en pos de Santiago.
“No es la mentira sino la verdad lo que asesina toda esperanza”, dice al final de la novela Andrzejewski y toda la obra parece responder a esa premisa. Eso, al menos, es lo que concluye el cura confesor cuando descubre que la inocencia infantil no existe y que la cara de Dios, si es algo, es la cara del placer en forma de sexo o de riqueza, pero será demasiado tarde cuando trate de detener la farsa.
Coda:
¿Marcel Schowb o Andrzejewski?
Bufalino decía, respecto al despilfarro de adjetivos y la exageración de los colores de la prosa: “Y sin embargo, yo que amo a los escritores húmedos y cóncavos, cómo envidio a los secos y convexos”
¿Qué tal si contrastamos con La cruzada de los niños de Kurt Vonnegut?
Las puertas del paraíso
Jerzy Andrzejewski
Traducción: Sergio Pitol
Editorial: Joaquín Mortiz
1965
3 Deja un comentario