Isak Dinesen, Karen Blixen, Memorias de àfrica
noviembre 09, 2009Casarse con los primos es el hobby de la aristocracia. Con ello se consiguen dos cosas: la continuidad de la sangre y que la acumulación del capital, las fortunas familiares, se mantenga indivisible como los reinos por siglos, bajo el mismo apellido.
Karen Dinesen se casó con un primo suyo dueño de 20000 hectáreas en África y se convirtió en la baronesa Karen Blixen al asumir el apellido de su marido. Languidecían los imperios colonialistas y también la teoría del destino manifiesto mediante la cual la historia era una larga procesión en que los seres superiores debían arrasar las florecillas aborígenes y débiles de las tribus que se interpusieran a su paso. Imperios como el inglés y el belga habían saqueado África y la ocupaban como barbecho de su propiedad, coto de caza, lagos para la reina y castas de reyezuelos europeos. Para todos ellos, los grupos lingüísticos y las tribus del Congo, Tanganika, Kenia, Sudáfrica, Angola, Guinea eran simples aparceros y mayordomos de la tierra que pertenecía al káiser de Alemania y a la aristocracia belga, danesa, inglesa y portuguesa. El continente africano, para ellos, no tenía fronteras, salvo las naturales que demarcaban las fieras salvajes y los títulos de propiedad que reposaban en un juzgado de Londres. África, le llamaban todos, sin importar en qué territorio quedase la finca. Para los colonos, los africanos no eran más que siervos trasplantados al imperio, y África un inmenso vecindario en que la finca de un noruego limitaba por el oriente con la finca de un inglés, por el occidente con un belga y por el norte con un francés.
Karen Blixen llegó a Nairobi, Kenia, África, el 13 de enero de 1914, recién casada, convencida quizá de que la endogamia mejoraba el amor, y de que toda África era su dote y la frontera natural para vivir sin corroerse un idilio de amor. Nada más ingenuo: se divorció a los dos meses y para su desgracia (que después sería su fortuna) quedó sola y al frente de una plantación (en seiscientos acres de tierra) 20 mil hectáreas de café a los pies del monte Ngong, y de fondo, al sur, el espléndido Kilimanjaro.
Había estudiado Arte en Copenhague, París y Roma. Había leído los clásicos de toda la literatura hasta entonces escrita. Hablaba al menos tres idiomas cultos: danés, inglés y francés. Sabía utilizar la esgrima, preparar manjares con mariscos mediterráneos, catar un vino de reserva de cien años de añejamiento. Tenía un sinnúmero de habilidades que le abrirían las puertas en cualquier otro lugar del mundo, menos en África. Todo lo que sabía, servía para todo; menos para coger café en África. Sabía beberlo, eso sí, descubrir el placer de la acidez y los ribetes de frutas y almendras que se perdían en su aroma mientras lo paladeaba en una plazoleta parisina. Había bebido mucho café, porque era la bebida de moda en Europa desde un siglo atrás cuando el poeta Baudelaire le escribió un poema a esa planta maravillosa que permitía la lucidez después de una noche de absenta. La bebida había sido llevada al continente cuando un puñado de jesuitas descubrió que el lote de diez mil cabras que tenían en Abisinia (Etiopía) eran todas insomnes debido a una planta de hoja cartilaginosa que tenía un fruto de baya roja muy apetecida por los caprinos. Probaron a secar las semillas de aquel fruto, a extraer el sumo mediante infusión, y descubrieron así el placer de pasar las noches en vela por la cafeína, descifrando si los negros tenían alma o acaso si Cristo y el profeta Mahoma de veras se había reunido en Etiopía dos mil años antes para beber una taza. Sin embargo, de beberse un pocillo a saber descerezarlo, secarlo al sol, despasarlo, tostarlo, ponerlo en bultos y mandarlo a Europa (para que los hedonistas escribieran poemas) había un abismo. Hondo. Insondable. 17 años le costó aprender a Karen Blixen cómo se cosechaba el café. 17 años para darse cuenta de que una decisión tomada en un banco de Inglaterra podía ocasionar una guerra en África, podría arruinar y desfigurar a un pueblo milenario y acabar de paso con las ilusiones de una baronesa venida a menos. 17 años. Los 17 años más largos y fecundos de ese subgénero llamado “literatura de memorias”.
Out of África
Traducida como Memorias de África (RBA), o Lejos de África (Alianza) o Fuera de África, es uno de los libros más hermosos que se hayan encargado de simular que no fue extorsión la extorsión que sufrió el continente africano por cuenta de los europeos. Trata sobre la iluminación de una mujer que se queda sola, al frente de una plantación de café, rodeada por guerreros Masai, por nativos Kikuyus, por leones, por alemanes belicistas, por colonos excéntricos, por safaris, por jaurías de perros salvajes, por plagas de langostas que devoran todo a su paso. A través de las palabras de Karen Blixen asistimos al esplendor de un continente que nunca más será lo que fue. La invasión de turistas que llegó a Tanzania ni siquiera tras la lectura del libro, sino cuarenta años después, al ver la película basada en el libro de Karen Blixen, nunca pudieron comprender y debieron insistir y preguntarse “¿A dónde se fue África?” hasta que el gobierno de Kenia tomó medidas en pro del turismo, hizo de la vieja plantación un museo y preparó safaris artificiales para los expedicionarios. Si hubieran leído el libro hubieran comprendido que África sólo está allí para quien sabe esperar por verla:
“Llegué al Protectorado del África Oriental británica antes de la I Guerra Mundial, cuando aún se podía decir que las Tierras Altas eran un feliz coto de caza y cuando los pioneros blancos vivían en confiada armonía con los hijos del país. La mayoría de los emigrantes había llegado a África y permanecido allá porque la vida en aquel lugar les gustaba más que en su país de origen, porque preferían ir a caballo a ir en coche, y hacer una hoguera a encender la calefacción. Querían, como yo, dejar sus huesos en tierra africana.”
Mezcla de sueño y apocalipsis, de paisaje bucólico y de sabiduría milenaria, de Mil y una noches y de El Corán, de etnografía y de cartilla escolar para niños del imperio, el libro de Blixen se compone de cinco capítulos y una miscelánea de estampas en las que la baronesa cuenta cómo se empobreció, los años de la sequía, los años de la langosta, los años de la enfermedad y las situaciones cotidianas que tuvo que afrontar una noble empobrecida que se ha quedado sola en un mundo de murmullos, de alusiones, de presencias que no pueden verse ni olerse, “sólo decir están ahí”, de peligros que atraen y de extrañas predisposiciones a asumir con alegría la desgracia. No es un libro confesional. Nunca se sabe por qué vino el divorcio, ni por cómo encontró a su amante Denis Finch Hatton, ni siquiera si era su amante, porque habla de las noches y las constelaciones de estrellas pero nunca si follaban después de leer y tomar vino en fina cristalería en medio de la nada. Mucho perdió Karen Blixen en África. La noble se arruinó en la plantación de café no porque jamás hubiera aprendido su oficio sino porque el precio internacional cayó y vino la debacle. Sabemos que se divorció después de ocho años (dije arriba dos meses porque en África ocho años son como dos meses y viceversa) por cuenta de periodistas chismosos. Su libro no es sólo románticos paisajes que no volverán. Años turbulentos para la historia de un continente que se repartía en un mapa de Europa, años de guerra mundial y entreguerra, de guerras intestinas entre etnias, el fin del África dominada (los invasores decían “protegida”) por la Inglaterra victoriana. Hay de todo: safaris, flamencos rosados, sobrevuelos sobre las fieras, soldados alemanes, caravanas de suministros, pertrechos y víveres para ejércitos que se pelean la dominación del mundo. Karen Blixen aprendió a cazar, aprendió a tratar con pueblos enemigos ,kikuyus Vs masai-morani, y hacerlos convivir en el mismo territorio, aprendió su lengua, aprendió su ritmo, aprendió de las gacelas y de las jirafas y de los leones. Los persiguió y los mató, a los leones. No por el hobby de matar como le gustaba hacerlo a Hemingway, sino por entender las leyes de la selva. El libro no es una memoria sentimental. Ahí radica su elegancia. Es una memoria austera. Del amor nunca habla. O habla sólo del ritual, no de su consumación. Pero en África se enamoró. Después de divorciada se enamoró de un aristócrata expedicionario llamado Denis Finch Hatton. Él le llevaba libros recién publicados en Eruropa como los de Hemingway los de Aldoux Huxley, le enseñaba latin, la llevaba a volar en una avioneta sobre la sombra de los flamencos rosados del lago Nog. Pero sobretodo, Denis le pedía cuentos. Cuentos narrados, a la luz de una fogata, en medio de la noche africana. Cuentos que bien podían ser los de las Mil y una noches o las peripecias de cada día en la granja. El último capítulo es uno de los más bellos relatos de amor, porque el amor es simplemente una promesa de felicidad que no se cumple. El amor es una presencia que todo lo mejora, pero no se nombra. No se dice: “y ese era el amor”. Pero lo era. Antes de marcharse de áfrica Denis Hatton muere en un accidente de avión, el precio internacional de café decae y ella se arruina, rompe su cristalería, vende los muebles y ve a dos jirafas embarcadas en un barco que las llevará a un zoológico ambulante, en Hamburgo. La metáfora de lo que ya nunca verá, la certeza de lo que se ha terminado para siempre es la imagen de aquellas dos cabezas de jirafa que se asoman en la jaula de un barco y que pronto no verán más África, sino agua, y después del agua, nieve y se preguntarán a dónde fue a parar el mundo que conocían, ese el momento más elevado del libro y del estilo: Karen Blixen les deseará la muerte. Es la visión fulminante de un momento, que vale por toda despedida. No les desea la muerte con dolor. Les desea la muerte por amor.
“Las jirafas volvían sus delicadas cabezas de un lado a otro, como si estuvieran sorprendidas, lo cual debía ser verdad. Nunca habían visto antes el mar. Disponían sólo del espacio para estar de pie en la estrecha jaula. El mundo se había contraído, cambiado y cerrado en torno suyo. No podían saber o imaginar la degradación hacia la cual navegaban, porque eran criaturas orgullosas e inocentes, delicadas ambladores de las grandes praderas; no tenían ni el más mínimo conocimiento de la cautividad, el frío, el hedor, el humo y la sarna, ni del terrible aburrimiento de un mundo en donde nunca ocurría nada.”
De Karen Blixen a Isak Dinesen
En 1931, cuando volvió a su país, Dinamarca, la noble venida a menos, convertida de nuevo en Karen Dinesen, su nombre de soltera, se encerró en la casa de la familia, en Rungstedlund, a organizar las notas que había llevado como un diario durante 17 años. Era un diario que reflejaba sus inquietudes intelectuales y sus hallazgos. Había muchas reflexiones alrededor de pasajes bíblicos que develaban una cierta tendencia a la vocación religiosa. Había exotismo decimonónico de literatura colonial, había feudalismo, pero también allí estaban los cuentos de sus batallas cotidianas. Escribías éstas anécdotas para no olvidar los detalles que tanto apreciaba Denis Haas al contárselos ella, de viva voz, en los safaris. Estaba también la historia de la gacela Lulú que vivió en su casa y era más baronesa que la baronesa Blixin. La historia del jefe Kinanjui a quien por poco mata a sorbos de champaña. La historia de las mujeres masais que adoran a una Diosa más antigua que el dios de la Biblia y del Corán. Historias de enfermedades tratadas con bicarbonato y leche. Historias de colonos. De actores que atraviesan la sabana africana infestada de leones y no se mueren. Historias de viejos marineros noruegos fracasados con un sentido de la vida muy similar al de sus opuestos africanos, como si en algún momento del pasado hubiesen sido parte del mismo pueblo. Historias que narradas con impericia y en el dejo engañoso y ridículo de la nostalgia sólo habrían dado para tres cosas: o para un libro de texto británico que enseñara a los niños ingleses el exotismo del reino de su majestad, o redactado en lenguaje académico para una Antropología sentimental de lago Nog, o bien para una memoria confesional. Pero de las cartillas escolares nacen las falsas historias nacionales, de los buenos sentimientos nacen las peores novelas y con retórica académica no puede hacerse obras de arte.
El libro que rescató Karen Blixen de sus diarios (para satisfacción de los que nos declaramos hoy fanáticos de su estilo, pese a los alardes feudales y sus lunares colonialistas) no es tan romanticón como lo que presentó Sydney Pollak en su película, ni un bodrio de la escuela antropológica francesa. Ella se cuidó de las confesiones, en un estilo que refleja el pudor íntimo de la baronesa, pero que también refleja la formación intelectual de su autora. Tiene deducciones poéticas y filosóficas a partir del paisaje, y no mero exotismo. Es alta literatura. Una obra de arte imperfecta, con interpretaciones coloniales del mundo africano, con demasiados pasajes bíblicos (la excusa eterna: que no había libros en África), y el despotismo velado de una aristócrata que supone que el desarrollo de un pueblo se mide por la capacidad de entender a San Agustín y el número de carros Ford que un día atravesarán las praderas. El amor lo reviste de pasajes casi simbolistas, donde el modo en que caía el sol en una pradera puede hablar más y mejor del amor que la descripción exacerbada del sentimiento, o que el sexo mismo. Una alta estima de la vida, de las lenguas africanas, de la sabiduría ancestral, balancea los lunares desafortunados del libro. Karen Blixen no era antropóloga, ni socióloga. Era una baronesa tratando de acrecentar su fortuna en África. L a única fortuna que se llevó, es inmaterial; y está en los libros. Se convirtió en escritora. Sus manuscritos fueron rechazados, al comienzo, por los editores daneses e ingleses. Karen los envió entonces a Estados Unidos bajo seudónimo. Por eso la conocemos hoy como Isak Disenen. Luego empezaron a publicarla y a conocerla. Entonces se dedicó a escribir hasta el final. Murió en 1960, Isak Dinesen, ex baronesa de Blixen, lejos de su feudo en África, dejando media docena de libros acerca de lo sobrenatural, sobre el misterio de un continente depredado y sobre el arte de fracasar mejor. Dos de esos libros meritorios la sitúan en un lugar especial del anaquel literario del siglo XX: Memorias de África y Sombras en la hierba. Por estos libros conoció la fama. Por los libros es que su granja se convirtió en un museo.
´“para divertirme me puse a hablar en verso swaheli a los trabajadores, que en su mayor parte eran muy jóvenes. Los versos no tenían sentido, los hacía simplemente siguiendo la rima: Ngumbe na-penda chumbe, Malaya-mbaya, Wakamba na-kula manba (“Al buey le gusta la sal/ las putas son malas,/ el wakamba come serpientes”), conseguí captar el interés de los chicos, que formaron un corro en torno mío. Captaron rápidamente que el significado en poesía no es lo importante y no se planteaban la tesis del verso, sino que esperaban ansiosamente la rima y se reían cuando llegaba. Intenté que ellos mismos encontraran la rima y terminaran el poema que yo había empezado, pero no podían o no querían hacerlo, y miraban para otro lado. Cuando se hubieron acostumbrado a la idea de la poesía, me pedían: “Habla otra vez. Habla como lluvia.”´
“En algunos aspectos, aunque no en todos, los hombres blancos ocupan en la mente de los nativos el lugar que, en la mente de los hombres blancos, ocupa la idea de Dios. Una vez hice un contrato con un maderero indio, que contenía las palabras: un acto de Dios. No conocía la expresión y el abogado que estaba redactando el contrato trató de explicármela.
-No, no señora –me dijo-, no ha comprendido en absoluto el significado del término. Lo que es completamente imprevisible y al margen de las reglas de la razón es un acto de Dios.”
“Los blancos modernos en África creen en la evolución y no en un repentino acto creador. Podrían traer a los nativos, mediante una corta y práctica lección de historia, adonde estamos nosotros ahora. Conquistamos estas naciones no hace todavía cuarenta años; si compramos ese momento con el nacimiento del Señor y les damos, para ponerse a nuestra altura, tres años por cada ciento, es tiempo ya de enviarles hasta San Francisco de Asís y dentro de unos años a Rabelais. Amarán y apreciar´n mejor a ambos que nosotros en nuestro siglo. Les gustaba Aristófanes cuando hace unos años les traduje el diálogo entre el granjero y su hijo de Las nubes. En veinte años podrían estar listos para los enciclopedistas y podrían llegar, en otros diez, hasta Kipling. Debemos dejar que tengan sus soñadores, filósofos y poetas para que preparen el terreno al señor Ford.”
“Knudsen ansiaba grabar en mi mente los nombres de la gente que había conocido, sobre todo el de los estafadores y sinvergüenzas. En sus narraciones nunca aparecía el nombre de una mujer. Era como si el tiempo hubiera barrido de su mente tanto a las dulces muchachas de Elsinore, como a las insensibles mujeres de los puertos de todo el mundo. Al mismo tiempo, cuando hablaba con él, notaba la presencia constante de una mujer desconocida. No puedo decir que fue: esposa, madre, maestra o mujer de su primer jefe. En mis pensamientos la llamaba señora Knudsen. La imaginaba bajita, porque él también era bajito. Era la mujer que echa a perder los placeres del hombre y que además siempre tiene la razón. La esposa de los sermones en la cama y el ama de los grandes días de la limpieza, la que fastidia todas las iniciativas, la que lava la cara de los niños y quita la copa de ginebra de la mesa, la que personifica la ley y el orden. En sus exigencias de poder absoluto tiene cierto parecido con la divinidad femenina de las mujeres somalíes, sólo que la señora Knudsen no soñaba con esclavizar mediante el amor, sólo gobernaba mediante el razonamiento y la rectitud. Knudsen debió de encontrársela cuando era joven, cuando su espíritu era lo suficientemente moldeable como para recibir una impresión imborrable. Huyó de su lado por mar, porque ella lo odiaba y no se le acercaba nunca, pero en tierra de nuevo, allí en África, no podía escapar porque seguía con él. En su salvaje corazón, bajo su cabellera blanquiroja, le temía más que a cualquier hombre y sospechaba que cualquier mujer era en realidad la señora Knudsen disfrazada.”
“He mirado a los leones a los ojos y he dormido bajo la Cruz del Sur, y he visto incendiarse la hierba en las grandes praderas, que se cubren de fina hierba verde tras las lluvias, he sido amiga de somalíes, kikuyus y masais, he volado sobre las colinas de Ngong... nunca estaré a África lo suficientemente agradecida por lo mucho que me ha dado”.
Memorias de África, RBA editores, 1993
Sombras en la hierba, Ediciones Alfaguara S.A., 1986
Fotografìa Hector Acebes
Karen Blixen llegó a Nairobi, Kenia, África, el 13 de enero de 1914, recién casada, convencida quizá de que la endogamia mejoraba el amor, y de que toda África era su dote y la frontera natural para vivir sin corroerse un idilio de amor. Nada más ingenuo: se divorció a los dos meses y para su desgracia (que después sería su fortuna) quedó sola y al frente de una plantación (en seiscientos acres de tierra) 20 mil hectáreas de café a los pies del monte Ngong, y de fondo, al sur, el espléndido Kilimanjaro.
Había estudiado Arte en Copenhague, París y Roma. Había leído los clásicos de toda la literatura hasta entonces escrita. Hablaba al menos tres idiomas cultos: danés, inglés y francés. Sabía utilizar la esgrima, preparar manjares con mariscos mediterráneos, catar un vino de reserva de cien años de añejamiento. Tenía un sinnúmero de habilidades que le abrirían las puertas en cualquier otro lugar del mundo, menos en África. Todo lo que sabía, servía para todo; menos para coger café en África. Sabía beberlo, eso sí, descubrir el placer de la acidez y los ribetes de frutas y almendras que se perdían en su aroma mientras lo paladeaba en una plazoleta parisina. Había bebido mucho café, porque era la bebida de moda en Europa desde un siglo atrás cuando el poeta Baudelaire le escribió un poema a esa planta maravillosa que permitía la lucidez después de una noche de absenta. La bebida había sido llevada al continente cuando un puñado de jesuitas descubrió que el lote de diez mil cabras que tenían en Abisinia (Etiopía) eran todas insomnes debido a una planta de hoja cartilaginosa que tenía un fruto de baya roja muy apetecida por los caprinos. Probaron a secar las semillas de aquel fruto, a extraer el sumo mediante infusión, y descubrieron así el placer de pasar las noches en vela por la cafeína, descifrando si los negros tenían alma o acaso si Cristo y el profeta Mahoma de veras se había reunido en Etiopía dos mil años antes para beber una taza. Sin embargo, de beberse un pocillo a saber descerezarlo, secarlo al sol, despasarlo, tostarlo, ponerlo en bultos y mandarlo a Europa (para que los hedonistas escribieran poemas) había un abismo. Hondo. Insondable. 17 años le costó aprender a Karen Blixen cómo se cosechaba el café. 17 años para darse cuenta de que una decisión tomada en un banco de Inglaterra podía ocasionar una guerra en África, podría arruinar y desfigurar a un pueblo milenario y acabar de paso con las ilusiones de una baronesa venida a menos. 17 años. Los 17 años más largos y fecundos de ese subgénero llamado “literatura de memorias”.
Out of África
Traducida como Memorias de África (RBA), o Lejos de África (Alianza) o Fuera de África, es uno de los libros más hermosos que se hayan encargado de simular que no fue extorsión la extorsión que sufrió el continente africano por cuenta de los europeos. Trata sobre la iluminación de una mujer que se queda sola, al frente de una plantación de café, rodeada por guerreros Masai, por nativos Kikuyus, por leones, por alemanes belicistas, por colonos excéntricos, por safaris, por jaurías de perros salvajes, por plagas de langostas que devoran todo a su paso. A través de las palabras de Karen Blixen asistimos al esplendor de un continente que nunca más será lo que fue. La invasión de turistas que llegó a Tanzania ni siquiera tras la lectura del libro, sino cuarenta años después, al ver la película basada en el libro de Karen Blixen, nunca pudieron comprender y debieron insistir y preguntarse “¿A dónde se fue África?” hasta que el gobierno de Kenia tomó medidas en pro del turismo, hizo de la vieja plantación un museo y preparó safaris artificiales para los expedicionarios. Si hubieran leído el libro hubieran comprendido que África sólo está allí para quien sabe esperar por verla:
“Llegué al Protectorado del África Oriental británica antes de la I Guerra Mundial, cuando aún se podía decir que las Tierras Altas eran un feliz coto de caza y cuando los pioneros blancos vivían en confiada armonía con los hijos del país. La mayoría de los emigrantes había llegado a África y permanecido allá porque la vida en aquel lugar les gustaba más que en su país de origen, porque preferían ir a caballo a ir en coche, y hacer una hoguera a encender la calefacción. Querían, como yo, dejar sus huesos en tierra africana.”
Mezcla de sueño y apocalipsis, de paisaje bucólico y de sabiduría milenaria, de Mil y una noches y de El Corán, de etnografía y de cartilla escolar para niños del imperio, el libro de Blixen se compone de cinco capítulos y una miscelánea de estampas en las que la baronesa cuenta cómo se empobreció, los años de la sequía, los años de la langosta, los años de la enfermedad y las situaciones cotidianas que tuvo que afrontar una noble empobrecida que se ha quedado sola en un mundo de murmullos, de alusiones, de presencias que no pueden verse ni olerse, “sólo decir están ahí”, de peligros que atraen y de extrañas predisposiciones a asumir con alegría la desgracia. No es un libro confesional. Nunca se sabe por qué vino el divorcio, ni por cómo encontró a su amante Denis Finch Hatton, ni siquiera si era su amante, porque habla de las noches y las constelaciones de estrellas pero nunca si follaban después de leer y tomar vino en fina cristalería en medio de la nada. Mucho perdió Karen Blixen en África. La noble se arruinó en la plantación de café no porque jamás hubiera aprendido su oficio sino porque el precio internacional cayó y vino la debacle. Sabemos que se divorció después de ocho años (dije arriba dos meses porque en África ocho años son como dos meses y viceversa) por cuenta de periodistas chismosos. Su libro no es sólo románticos paisajes que no volverán. Años turbulentos para la historia de un continente que se repartía en un mapa de Europa, años de guerra mundial y entreguerra, de guerras intestinas entre etnias, el fin del África dominada (los invasores decían “protegida”) por la Inglaterra victoriana. Hay de todo: safaris, flamencos rosados, sobrevuelos sobre las fieras, soldados alemanes, caravanas de suministros, pertrechos y víveres para ejércitos que se pelean la dominación del mundo. Karen Blixen aprendió a cazar, aprendió a tratar con pueblos enemigos ,kikuyus Vs masai-morani, y hacerlos convivir en el mismo territorio, aprendió su lengua, aprendió su ritmo, aprendió de las gacelas y de las jirafas y de los leones. Los persiguió y los mató, a los leones. No por el hobby de matar como le gustaba hacerlo a Hemingway, sino por entender las leyes de la selva. El libro no es una memoria sentimental. Ahí radica su elegancia. Es una memoria austera. Del amor nunca habla. O habla sólo del ritual, no de su consumación. Pero en África se enamoró. Después de divorciada se enamoró de un aristócrata expedicionario llamado Denis Finch Hatton. Él le llevaba libros recién publicados en Eruropa como los de Hemingway los de Aldoux Huxley, le enseñaba latin, la llevaba a volar en una avioneta sobre la sombra de los flamencos rosados del lago Nog. Pero sobretodo, Denis le pedía cuentos. Cuentos narrados, a la luz de una fogata, en medio de la noche africana. Cuentos que bien podían ser los de las Mil y una noches o las peripecias de cada día en la granja. El último capítulo es uno de los más bellos relatos de amor, porque el amor es simplemente una promesa de felicidad que no se cumple. El amor es una presencia que todo lo mejora, pero no se nombra. No se dice: “y ese era el amor”. Pero lo era. Antes de marcharse de áfrica Denis Hatton muere en un accidente de avión, el precio internacional de café decae y ella se arruina, rompe su cristalería, vende los muebles y ve a dos jirafas embarcadas en un barco que las llevará a un zoológico ambulante, en Hamburgo. La metáfora de lo que ya nunca verá, la certeza de lo que se ha terminado para siempre es la imagen de aquellas dos cabezas de jirafa que se asoman en la jaula de un barco y que pronto no verán más África, sino agua, y después del agua, nieve y se preguntarán a dónde fue a parar el mundo que conocían, ese el momento más elevado del libro y del estilo: Karen Blixen les deseará la muerte. Es la visión fulminante de un momento, que vale por toda despedida. No les desea la muerte con dolor. Les desea la muerte por amor.
“Las jirafas volvían sus delicadas cabezas de un lado a otro, como si estuvieran sorprendidas, lo cual debía ser verdad. Nunca habían visto antes el mar. Disponían sólo del espacio para estar de pie en la estrecha jaula. El mundo se había contraído, cambiado y cerrado en torno suyo. No podían saber o imaginar la degradación hacia la cual navegaban, porque eran criaturas orgullosas e inocentes, delicadas ambladores de las grandes praderas; no tenían ni el más mínimo conocimiento de la cautividad, el frío, el hedor, el humo y la sarna, ni del terrible aburrimiento de un mundo en donde nunca ocurría nada.”
De Karen Blixen a Isak Dinesen
En 1931, cuando volvió a su país, Dinamarca, la noble venida a menos, convertida de nuevo en Karen Dinesen, su nombre de soltera, se encerró en la casa de la familia, en Rungstedlund, a organizar las notas que había llevado como un diario durante 17 años. Era un diario que reflejaba sus inquietudes intelectuales y sus hallazgos. Había muchas reflexiones alrededor de pasajes bíblicos que develaban una cierta tendencia a la vocación religiosa. Había exotismo decimonónico de literatura colonial, había feudalismo, pero también allí estaban los cuentos de sus batallas cotidianas. Escribías éstas anécdotas para no olvidar los detalles que tanto apreciaba Denis Haas al contárselos ella, de viva voz, en los safaris. Estaba también la historia de la gacela Lulú que vivió en su casa y era más baronesa que la baronesa Blixin. La historia del jefe Kinanjui a quien por poco mata a sorbos de champaña. La historia de las mujeres masais que adoran a una Diosa más antigua que el dios de la Biblia y del Corán. Historias de enfermedades tratadas con bicarbonato y leche. Historias de colonos. De actores que atraviesan la sabana africana infestada de leones y no se mueren. Historias de viejos marineros noruegos fracasados con un sentido de la vida muy similar al de sus opuestos africanos, como si en algún momento del pasado hubiesen sido parte del mismo pueblo. Historias que narradas con impericia y en el dejo engañoso y ridículo de la nostalgia sólo habrían dado para tres cosas: o para un libro de texto británico que enseñara a los niños ingleses el exotismo del reino de su majestad, o redactado en lenguaje académico para una Antropología sentimental de lago Nog, o bien para una memoria confesional. Pero de las cartillas escolares nacen las falsas historias nacionales, de los buenos sentimientos nacen las peores novelas y con retórica académica no puede hacerse obras de arte.
El libro que rescató Karen Blixen de sus diarios (para satisfacción de los que nos declaramos hoy fanáticos de su estilo, pese a los alardes feudales y sus lunares colonialistas) no es tan romanticón como lo que presentó Sydney Pollak en su película, ni un bodrio de la escuela antropológica francesa. Ella se cuidó de las confesiones, en un estilo que refleja el pudor íntimo de la baronesa, pero que también refleja la formación intelectual de su autora. Tiene deducciones poéticas y filosóficas a partir del paisaje, y no mero exotismo. Es alta literatura. Una obra de arte imperfecta, con interpretaciones coloniales del mundo africano, con demasiados pasajes bíblicos (la excusa eterna: que no había libros en África), y el despotismo velado de una aristócrata que supone que el desarrollo de un pueblo se mide por la capacidad de entender a San Agustín y el número de carros Ford que un día atravesarán las praderas. El amor lo reviste de pasajes casi simbolistas, donde el modo en que caía el sol en una pradera puede hablar más y mejor del amor que la descripción exacerbada del sentimiento, o que el sexo mismo. Una alta estima de la vida, de las lenguas africanas, de la sabiduría ancestral, balancea los lunares desafortunados del libro. Karen Blixen no era antropóloga, ni socióloga. Era una baronesa tratando de acrecentar su fortuna en África. L a única fortuna que se llevó, es inmaterial; y está en los libros. Se convirtió en escritora. Sus manuscritos fueron rechazados, al comienzo, por los editores daneses e ingleses. Karen los envió entonces a Estados Unidos bajo seudónimo. Por eso la conocemos hoy como Isak Disenen. Luego empezaron a publicarla y a conocerla. Entonces se dedicó a escribir hasta el final. Murió en 1960, Isak Dinesen, ex baronesa de Blixen, lejos de su feudo en África, dejando media docena de libros acerca de lo sobrenatural, sobre el misterio de un continente depredado y sobre el arte de fracasar mejor. Dos de esos libros meritorios la sitúan en un lugar especial del anaquel literario del siglo XX: Memorias de África y Sombras en la hierba. Por estos libros conoció la fama. Por los libros es que su granja se convirtió en un museo.
Citas a favor y citas en contra
“En algunos aspectos, aunque no en todos, los hombres blancos ocupan en la mente de los nativos el lugar que, en la mente de los hombres blancos, ocupa la idea de Dios. Una vez hice un contrato con un maderero indio, que contenía las palabras: un acto de Dios. No conocía la expresión y el abogado que estaba redactando el contrato trató de explicármela.
-No, no señora –me dijo-, no ha comprendido en absoluto el significado del término. Lo que es completamente imprevisible y al margen de las reglas de la razón es un acto de Dios.”
“Los blancos modernos en África creen en la evolución y no en un repentino acto creador. Podrían traer a los nativos, mediante una corta y práctica lección de historia, adonde estamos nosotros ahora. Conquistamos estas naciones no hace todavía cuarenta años; si compramos ese momento con el nacimiento del Señor y les damos, para ponerse a nuestra altura, tres años por cada ciento, es tiempo ya de enviarles hasta San Francisco de Asís y dentro de unos años a Rabelais. Amarán y apreciar´n mejor a ambos que nosotros en nuestro siglo. Les gustaba Aristófanes cuando hace unos años les traduje el diálogo entre el granjero y su hijo de Las nubes. En veinte años podrían estar listos para los enciclopedistas y podrían llegar, en otros diez, hasta Kipling. Debemos dejar que tengan sus soñadores, filósofos y poetas para que preparen el terreno al señor Ford.”
“Knudsen ansiaba grabar en mi mente los nombres de la gente que había conocido, sobre todo el de los estafadores y sinvergüenzas. En sus narraciones nunca aparecía el nombre de una mujer. Era como si el tiempo hubiera barrido de su mente tanto a las dulces muchachas de Elsinore, como a las insensibles mujeres de los puertos de todo el mundo. Al mismo tiempo, cuando hablaba con él, notaba la presencia constante de una mujer desconocida. No puedo decir que fue: esposa, madre, maestra o mujer de su primer jefe. En mis pensamientos la llamaba señora Knudsen. La imaginaba bajita, porque él también era bajito. Era la mujer que echa a perder los placeres del hombre y que además siempre tiene la razón. La esposa de los sermones en la cama y el ama de los grandes días de la limpieza, la que fastidia todas las iniciativas, la que lava la cara de los niños y quita la copa de ginebra de la mesa, la que personifica la ley y el orden. En sus exigencias de poder absoluto tiene cierto parecido con la divinidad femenina de las mujeres somalíes, sólo que la señora Knudsen no soñaba con esclavizar mediante el amor, sólo gobernaba mediante el razonamiento y la rectitud. Knudsen debió de encontrársela cuando era joven, cuando su espíritu era lo suficientemente moldeable como para recibir una impresión imborrable. Huyó de su lado por mar, porque ella lo odiaba y no se le acercaba nunca, pero en tierra de nuevo, allí en África, no podía escapar porque seguía con él. En su salvaje corazón, bajo su cabellera blanquiroja, le temía más que a cualquier hombre y sospechaba que cualquier mujer era en realidad la señora Knudsen disfrazada.”
“He mirado a los leones a los ojos y he dormido bajo la Cruz del Sur, y he visto incendiarse la hierba en las grandes praderas, que se cubren de fina hierba verde tras las lluvias, he sido amiga de somalíes, kikuyus y masais, he volado sobre las colinas de Ngong... nunca estaré a África lo suficientemente agradecida por lo mucho que me ha dado”.
Memorias de África, RBA editores, 1993
Sombras en la hierba, Ediciones Alfaguara S.A., 1986
Fotografìa Hector Acebes
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