El ruido de las cosas al caer, Juan Gabriel Vásquez

noviembre 30, 2011

Antonio Yammara es un profesor de derecho en la universidad del Rosario, cuyo problema filosófico más elevado es acostarse con las estudiantes y jugar al billar cerca a la plazoleta de la avenida Jiménez con sexta. El drama de su vida (la ruptura dramática de la novela) empieza cuando una de sus estudiantes queda embarazada y cuando Yammara conoce, en el billar de la calle 14, a un enigmático jugador al que matan unos sicarios en su presencia (Yammara queda malherido en dicho atentado y con un doble trauma: la herida que le provoca impotencia sexual y el consecuente derrumbe familiar.) El profesor se dedicará después del atentado a tomar pastillas para los nervios y a ordenar su memoria e indagar la vida del enigmático jugador de billar asesinado, sólo para descubrir que el crimen se relaciona con un pasado oscuro de su amigo como piloto al servicio del narcotráfico en los tiempos en que el negocio incipiente apenas era un juego de niños que odiaban la guerra pero que se fascinaban con la droga colombiana. Las tramas se urden así: Antonio Yammara empieza a narrar la historia con un evento evocador situado el día que ve por televisión la cacería desaforada contra un hipopótamo prófugo de la hacienda Nápoles que perteneció al capo Escobar (año 2008). En una digresión, salta al pasado (1996) para recordar a su contertulio del billar y el día en que entablaron un diálogo cotidiano mientras veían la cacería desaforada de otro hipopótamo también por televisión. De ahí el narrador pasa a revisar los pormenores de aquella amistad hasta el día que a su contertulio lo matan y a él le dejan malherido. El siguiente capítulo narra la historia de la convalecencia de Yammara (2008, 2009, 2010), el nacimiento de su primogénita, el trauma que le impide tener sexo con su esposa durante tres años, las burlas y rumores cáusticos que se ventilan acerca de su vida privada en la facultad, el deseo súbito de averiguar por las causas del crimen de su contertulio y la visita a la casa del difunto donde descubre una cinta con la grabación de cierta caja negra de avión accidentado que acentuará aun más el interés del narrador. Otro capítulo narra la aparición de la hija del jugador de billar asesinado, quien está en el mismo plan de reconstruir los vacíos de la vida de su padre y le propone a Yammara una visita a su finca en el departamento del Valle para que le cuente todo lo que sepa del difunto. En el subsiguiente se da la entrevista con la hija, en la cual los dos personajes cruzan la información que ambos han recopilado. Dicha información le servirá al narrador para reconstruir la vida y época de un piloto (años 60´s -´70) y su genealogía familiar en Bogotá (años ´30s) en un capítulo de remembranza atávica que además puede ser una postal de la historia de los accidentes de la aviación doméstica. Luego se dedica un capítulo para saltar a los años 60´s y ´70s, y narrar la bonanza marimbera con el seguimiento a la mujer del jugador de billar, norteamericana ella, voluntaria de los llamados cuerpos de paz norteamericanos. Ya de regreso al presente, en el último capítulo (2010), se narrará el viaje a la hacienda Nápoles del narco Pablo Escobar y a La Dorada, espacios de cohabitación del difunto con su esposa y los primeros años de la niña, todo urdido con remembranzas a dúo entre Yammara y la hija del piloto sobre la época en crecían mientras el negocio en que fue pionero su recordado se transformó en guerra y terrorismo.
Tal como está distribuida parece una novela compleja (por los saltos de tiempo) pero resulta legible por ese único punto de vista que se sostiene hasta el final: la voz de Yammara. Las coordenadas de la realidad son explícitas en toda la novela, y cada escena ocurre en espacios localizables y con protagonistas políticos y referentes sociales de nombre propio en la fauna doméstica colombiana: el café Pasaje, los billares de la calle 14 en el centro de Bogotá, la casa de la Poesía Silva, las aulas de la Universidad El Rosario, un apartamento de clase media alta, una finca que mira a los farallones de Cali, la hacienda Nápoles en el magdalena medio; y como decorados de otras épocas: La Dorada (años ´70), Aeropuerto de Techo en Bogotá (años ´30), la avenida Caracas en Bogotá (años ´30 y ´70s) y la cabina de un avión en 1996, lo que provoca en el lector (al menos el colombiano) un puente entre la ficción y la realidad, entre el pasado y el presente más inmediato. También se hacen alusiones reiteradas a personajes y líderes de la vida política colombiana, lo que enfatiza aun más la vocación de realismo del libro. Entre los recursos narrativos se destaca el uso repetido de la sinestesia (fusión de sentidos de la que viene el nombre y el registro de cada susurro que capta Yammara), la digresión, la irrupción reflexiva y la correcta disposición de proposiciones coordinadas con subordinadas (herederas del, quién lo iba a creer, gaciamarquismo más expedito). Para dibujar personajes, el autor cuenta con un poder de observación que le permite indagar sobre lo que no se dice a través de lo que los otros hacen con sus gestos y sus acciones, lo cual acusa al menos un alto sentido de la empatía, fundamental para hacer novelas introspectivas como esta.


Saturnino Ramírez, pintor colombiano
 Lo que la novela No es

Hay que decir ahora lo que la novela no es. Al menos para desmentir la campaña publicitaria que un premio de novela como el Alfaguara levanta en los suplementos promocionales del sello. El ruido de las cosas al caer No es una novela sobre el narcoterrorismo. Sus personajes se declaran víctimas civiles y físicas del miedo que provocaron las bombas de Pablo Escobar y compañía, y conversan sobre noticias viejas, pero aquí, aparte de esa escena que se narra un atentado sicarial (posterior a la época dorada del Narcoterrorismo) no encontrará el lector ni escenas, ni un fresco que reconstruya la época de transición y descomposición (entre finales de los años 80s y comienzos de los 90s en Colombia) del narcotráfico. No es tampoco una revisión de la simbiosis del narcotráfico con la guerra interna, porque el narcotráfico, como todos saben y tantos olvidan, creció al margen del conflicto armado colombiano. Hay que aclararlo para los compradores incautos de libros de moda, porque se ha difundido el eco de que El ruido de las cosas al caer es una novela sobre el narcoterrorismo y el conflicto colombiano.
Es, eso sí, un libro que inspecciona, subjetivamente (entendiendo por subjetivismo la experiencia personal), uno de los impactos de la violencia indiscriminada: la tragedia de vivir en una sociedad amedrentada por el crimen. El ruido de las cosas al caer es la aproximación a la vida cotidiana de un miembro de la clase media acomodada, asediada por el miedo al terror. La sociedad que retrata Juan Gabriel Vásquez es la Colombia urbana de clases protegidas tras los muros de las ciudades (escindidas de las guerras colombianas) que, de repente, tienen noticias de un país que se derrumba porque los muros empiezan a caer, porque ha estallado una bomba en la esquina o un avión en el aire donde podría ir tu hijo o mi hijo (o cualquiera que pudiera pagarse un viaje de avión en los años 90s.) Es la historia de adolescentes marcados, y de adultos que guardan en un codicilo de la memoria el efecto del esas marcas debidas al terror sin escrúpulos, y que han vivido con una pregunta latente durante años, hasta que un día se preguntan qué fue lo que pasó y cómo (aunque, no a menudo -no en este libro- el por qué, ni el quiénes, lo provocaron). El ruido de las cosas al caer es, en lenguaje de solapas, la historia de un hombre de clase media, impotente sexual, a causa de un trauma de violencia, que revisa los momentos que resolvieron su vida, urdiendo para ello los recuerdos de quienes le rodearon en un instante decisivo, entre los que se cuenta, ahí sí, un piloto al servicio del narcotráfico durante la primera generación del negocio.

Simetrías y correspondencias

Tomada Google Imagenes
Un aspecto relevante para aquellos que hemos leído y apreciamos la obra de Javier Marías (en especial Tu rostro Mañana y Corazón tan Blanco) es ver su magisterio estilístico, verdadero comienzo de la posteridad, incorporado a las nuevas tendencias de escritores: en este caso resulta satisfactorio ver sus recursos aplicados a disertaciones que establece Vásquez como estrategia y efecto reflexivo en medio de la narración. Vásquez construye un protagonista atento que registra todo lo que ocurre a su alrededor, los susurros voluntarios o involuntarios del cuerpo, el movimiento de las manos, la gestualidad, la proxémica (lenguaje corporal), la quinésica (distancias), el sentido de las frases y las conjugaciones, porque pretende interpretarlo todo, del otro. Sin embargo, lo que en Marías es ya pericia de autor maduro y un arduo ejercicio de fisonomista con más des tres mil páginas encima (Tu rostro mañana, Negra espalda del tiempo, Vidas escritas, Literatura y fantasma I-II-III) en Vázquez se muestra en numerosos pasajes como un ejercicio retórico, especulativo, que interrumpe la narración. En algunos momentos la narración se interrumpe y pasa ya de la digresión reflexiva a sufrir los ecos del columnismo (editorialismo periodístico) enfermedad que ejerce el autor con cierta fortuna y poco aburrimiento desde hace un par de años en periódico El Espectador, lo que invita a preguntar qué tan conveniente es el ejercicio de ese género menor si al final las novelas estarán contaminadas por disertaciones ligeras y fundamentos sin desarrollo, propios del género:

Una columna:
“Entre las muchas declaraciones olvidables y aun bastante sosas, hay una que me interesó por todo lo que dice sin decirlo. “Sólo recuerdo estar pegado al televisor”, dice Matt Damon, “a pesar de que aquello ocurría justo en la puerta de mi casa”. Como muchos, Matt Damon quería que alguien le contara qué estaba sucediendo y lo más a mano era la televisión: CNN, BBC, incluso la FOX. Lo que le sucedió a Matt Damon les sucedió a miles en Nueva York: tenían la posibilidad de asomarse a la ventana para ver las torres incendiadas, pero necesitaban una narración, alguna forma de la narración, para darle un sentido a lo que visiblemente carecía de sentido, para interpretar los hechos desnudos, para tratar de comprender lo que, ya para ese momento, era incomprensible."
Una página de El ruido de las cosas al caer:

“La gente de mi generación hace estas cosas: nos preguntamos cómo eran nuestras vidas al momento de aquellos sucesos, casi todos ocurridos durante los años ochenta, que las definieron o las desviaron sin que pudiéramos siquiera darnos cuenta de lo que nos estaba sucediendo. Siempre he creído que así, comprobando que no estamos solos, neutralizamos las consecuencias de haber crecido durante esa década, o paliamos la sensación de vulnerabilidad que siempre nos ha acompañado. Y esas conversaciones suelen comenzar con Lara Bonilla, ministro de justicia. Había sido el primer enemigo público del narcotráfico, y el más poderoso entre los legales: la modalidad del sicario en moto, por la cual un adolescente se acerca al carro donde viaja la víctima y le vacía una Mini Uzi sin siquiera reducir la velocidad, comenzó con su asesinato. “Estaba en mi cuarto, haciendo una tarea de química”, dije. “¿Usted?”
Y así va el tono de las digresiones.

Con respecto al fraseo cadencioso de la narración hay que señalar el gaciamarquismo que echa raíces en el relevo generacional.

El ruido de las cosas al caer (pg 112):
“Muchos años después, recordando ese día aciago, julio Laverde hablaría sobre todo de banderas. Recordaría a su padre llevándolo a pie desde la casa de la familia hasta el Campo de Marte, en el barrio Santana, que en esa época era menos un barrio que un descampado y quedaba más bien apartado de la ciudad.”
Cien años de soledad (pg 1):
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.”

Poesía y dos cosas sobre las clases sociales


Jaime Garzón, Parodia "Edificio Colombia"
 El efecto estilístico de la narración estriba en las mudas de tiempo, en los tránsitos de la memoria personal del narrador a la de los protagonistas y en la correcta selección del verbo (que sólo ocurre cuando un narrador ha leído poesía con lupa, y a Borges.) Desde el punto de vista gramático y poético el libro está correctamente escrito. La sintaxis es cadenciosa, con frases largas llenas de cláusulas que retrotraen el pasado. Su autor tiene una conciencia auditiva que busca dar sonido a lo que está sordo, y que resultará reveladora para los que están acostumbrados a prosas escuetas enajenadas de la experiencia sensorial. Por lo demás, una novela debería dirimirse en términos estéticos, sin reclamos de omisiones o tergiversaciones históricas. Salvo si el autor ha manifestado agitar la bandera generacional y ha salido en las pantallas y en las tribunas a decir que su libro trata el impacto del terrorismo que marcó a su generación y con esto hace al lector tragar el señuelo y pagar, por decir algo, $46.000 pesos (Alfaguara tiene los más caros del mercado en tapas endebles y papel barato) para escrutar de qué forma marcó a esa generación el terrorismo, y asomarse al testimonio imaginario de dicha época violenta y descubrir que la construcción del ambiente y las biografías de los personajes se sacrifican por el sumario periodístico donde las noticias se trasladan al texto con el mismo sesgo que aparecen en prensa (el qué y el cuándo, y no el cómo ni el por qué), ¿a falta de inmersión dramática?, y que todo el argumento se reduce a escrutar el mundo desde la óptica de un profesor de derecho (Yammara), bienpagado, escéptico, con vivienda y carro, aficionado a los periódicos y a la historia reciente, impotente (conflicto, sí, efectivo, porque un impotente hará todo lo que esté a su alcance para superar la tara) y con una vida aislada de los puntos axiales de esa, la Historia con mayúscula, que se da el lujo de enjuiciar a titulo generacional. Entonces los lectores tendremos que decir públicamente que nos engañaron. Con el libro de Vásquez debe tomarse en broma y distancia aquel hálito de testimonio generacional que se le otorga. Presenta a un personaje que describe el miedo que ha sentido de salir a una ciudad amenazada por terroristas y sicarios, y es probable que alguien que pertenezca a dichos sectores sociales (que en Colombia son los mismos que compran los libros) donde la guerra llega como imagen vía sky, skype, twitter o youtube o Sánchez Cristo (porque de otra forma ignorarían que hay una guerra terrible y deshumanizada afuera), puede que ellos, sigo, se sientan identificados con la exploración del miedo en un arquetipo de su estrato social. El autor ha tratado de hacer literatura con los orígenes del narcotráfico, y ha conseguido este libro que enganchará al lector desinformado (más por la actitud confesional del narrador que por el argumento narrado); pero hay que recordar que la gran literatura no consiste sólo en ser legible, porque de ser así Carlos Fuentes etc.

El ruido de las cosas al caer, Juan Gabriel Vásquez, Alfaguara, 2011

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