I Ching

mayo 15, 2012

 25. Uno para aprender a perder (reto 30 libros)

I ching

¿Un libro para fortalecer la voluntad? ¿O qué es aprender a perder, sino fortalecer la voluntad? Me tienta En la flor me he escondido, de Emily Dickinson, una muchacha que nunca salió de su casa, que vivió de amores platónicos, que escribió 2000 poemas geniales y cuyo pudor somático sólo le permitió publicar media docena en vida y dejó dicho estos versos que he grabado en piedra como mi lema:

Joven ateniense,
sé fiel a ti mismo
y sé fiel al misterio.
Lo demás es perjurio

Pero no. El Enquiridión de Epicteto, un manual para estoicos escrito por un esclavo liberto que pregonaba la libertad a las afueras del coliseo Romano en tiempos de Tiberio y a quien el propio emperador mandó quebrarle los pies con una porra tal vez sirva más para fortalecer la voluntad de nosotros, esclavos del trabajo, de la economía, del sexo, de la tecnología, estaría mejor.
Pero tampoco. Hay tantos tipos de voluntades, como huellas digitales, así que todos necesitamos una orientación personal que se acomode a nuestra interioridad. A mí me ha orientado en la vida el I ching. Cuando tengo que tomar una decisión que afectará un año o dos o me pondrá en aprietos la salud mental (como por ejemplo buscar trabajo o enamorarse) siempre he consultado en I Ching. A veces lo consulto inclusive para decidir el menú del almuerzo, y aunque las reprimendas por necedad han sido a palos, en ocasiones el I Ching me recuerda que hay que cuidar no sólo lo que entra a la boca sino lo que sale de ella: comida, palabras y fluidos.

Pues sí, soy adicto al I Ching, el libro que consultaba Mao Tse-Tung todos los días para guiar a 800 millones de chinos. Y es el único libro que puedo recomendar a quienes no saben gobernarse a sí mismos. Es un libro mutante. El mundo está gobernado por el Yin y el Yang, dos principios genéricos, dos fuerzas antagonistas que originaron el universo y que usualmente pueden reñir o armonizarse; por ello ninguno de sus 64 signos oraculares, por más lóbrego que parezca en el dictamen, puede aceptarse como un augurio definitivo, ya que los principios están en constante transformación y a un final le sigue un nuevo comienzo, y a todo esplendor una decadencia. Una mente lógica no hallará sentido en los augurios, pero esa es la réplica de oriente a la fatalidad de los oráculos occidentales. Una sola línea modificará el destino por más infausto o beningno que este parezca.

Lo consulto a diario, para saber cómo actuar ante las dualidades de mi vida. Lo he consultado para decidir el rumbo de una obra. Lo he consultado para saber cómo seguir viviendo. Lo consulté para rechazar un empleo. Lo consulté para conocer Cuba. Lo consulté para fundar este blog que acaba de cumplir cinco años. Incluso lo consulto cuando hay un evento que me impacta y que no acabo de digerir. Lo consulté esta mañana cuando supe que había explotado una bomba en la calle por la que pasa mi dama a diario. Y recuerdo que lo consulté hace unos años cuando vi por televisión el Tsunami que arrasó Japón y puso en aprietos la central nuclear de Fukushima. No he podido discernir, sin embargo, qué ocurre con el destino cuando el final de la vida es compartido, en las muertes masivas, en las grandes tragedias. A lo que he llegado es a esta idea: todo el mundo muere de distinta forma; o: aunque la muerte sea compartida, todos hicimos un camino distinto para llegar a ella. Lo creo de los desastres naturales, porque la naturaleza no tiene remordimientos. Pero no lo creo en la beligerancia, porque los seres humanos sí los tienen, y tienen intereses, y hacen cosas por mezquindad o por ambición o por odio o por ira. No es equiparable un atentado con un terremoto. Media esta distancia: una conciencia criminal. ¿El mal? W. Jonas solucionó en parte el problema del mal planteado por Hans Kung ante la pregunta capciosa de cómo es posible que exista un Dios omnipotente y al mismo tiempo que ocurra el Holocausto: “Dios es infinitamente bondadoso, pero el libre albedrío limita su omnipotencia”. En el caso del Tsunami el desastre te pone frente a frente con la fragilidad de la vida. En el caso de una bomba nos ponemos a buscar culpables. En el último caso casi siempre hallamos un chivo expiatorio o un genio del mal. En el desastre no hay sin embargo a quién culpar. Aun así somos homocéntricos, creemos que le importamos a las mareas, a los huracanes, a los leones, a la fuerza gravitacional. Creemos que los desastres están ahí para hacernos la vida imposible. Cuando ocurrió el Tsunami, el desastre natural más impresionante del que he tenido noticias en mi efímera vida, consulté el I Ching: el ideograma arrojado fue el primero de la serie: el acto de creación, el comienzo de todas las cosas. ¿Me hablaba del resurgir? Durante semanas pensé en qué quería decir. Sólo he podido llegar a la conclusión de que después del caos todo vuelve a empezar, y luego un nuevo caos, y luego vuelta a empezar. El propio universo morirá pariendo otro. ¿Qué hubo después del tsunami? Silencio. Hoy el paraíso quizá ha vuelto a serlo. El I Ching: “Pasan las nubes y actúa la lluvia y todos los seres individuales penetran como una corriente en las formas que les son propias.”

I Ching, traducción Richard Wilhelm, prólogo de C.G. Jung

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