Ayer, Agota Kristof

mayo 10, 2012


Digamos que la hemos leído atentamente, que conocemos sus trucos y sus giros, ya que hemos intentado reproducir algunos como efectos en nuestros propios escritos; digamos entonces que imaginamos sus recuerdos. Digamos más: al tanteo, que de verdad se ha muerto. ¿Tiene eso alguna importancia? Si partimos de que nos mueve el ego en este mundo, aquí nos quedamos con nuestros escuálidos egos y nuestras anémicas vidas, pero usted se fue y ya no hay ego.
Pero si no hay ego: ¿a quién le enviamos esta carta-obituario entonces? ¿Si no hay un yo que trascienda al morir para qué sirve el arte?
El arte sería el último bastión del ego, la huella para perdurar unos años más en la memoria de otros; por ejemplo la perduración de ese nombre asociado a un cuerpo que ha muerto en un accidente de bus en Suiza. Pero el arte es un pérfido subterfugio para perdurar, ¿no cree? Los grandes escritores serán sampleados, fagocitados, deconstruidos, reiterpretados, por otros con menor o mayor talento acaso, con más fuerza vital siempre (porque están vivos), y convertirán así lo que era armonía en un montón de chatarra, o hermosearán lo impuro, y finalmente se enmendará la plana y se añadirá una nueva interpretación al mundo. Así serán borrandos todos, chicos y grandes, como los 3000 escritores que había en Francia en los comicios de la revolución, indexados por el sistema de editores de Suiza, aunque no todos eran grandes. ¿O sí? De ellos tampoco sabemos nada. No sobrevivieron sus voces.
¿Sobrevivirá la suya, Kristof, en un presente donde todos hablan sin dialogar?
Digamos ahora que usted no quería brillar. Que la traía sin cuidado la posteridad y la fama. Que era una relojera que buscaba en la escritura respuestas a la vida que había llevado, a todo lo que había dejado atrás cuando huyó de su país dando la espalda a la parentela y se refugió en ese otro país que no era el suyo hasta domar su lengua, muchos años después.
El personaje de su última novela es eso: un obrero de fábrica que está solo en un país extraño y se enamora de una compatriota anclada en el mismo país. Es un pueblo sin nombre perdido en ninguna parte, asegura el personaje, para fundar su vida en un enigma. Su trabajo estéril consiste, durante años, en aplastar una prensa contra las piezas rodantes del mecanismo que tienen los relojes en sus adentros. Ni siquiera puede llamarse a sí mismo un aprendiz de relojero. Es, aparentemente, un hombre. Aparentemente, un extranjero. Aparentemente, un obrero. En este mundo en el que ya no existe el trabajo, porque las máquinas lo simplificaron, suplantando a los hombres y las labores se compartimentan y reparten las partes del trabajo entre una minoría -y así el saber de los oficios y su secreto permanecen vedados y pueden ser patentados por grandes empresas, como ocurre en La tierra tiembla, de Visconti donde si eres pescador no sabrás del acarreo; si eres fletero, no sabrás pescar; pero si eres el jefe de la cadena, lo sabrás todo y sabrás que tu poder está en dividir y mantener atomizados a tus subalternos-, esta mitad de obrero, sin vida fuera de la fábrica, que registra cada día lo poco que recuerda de lo vivido el día anterior (por eso usa el deíctico Ayer para abrir cada entrada del diario), sin idioma, sin pasado, que huye de un secreto (haber matado al padre que lo delegó a la bastardía) descubre que, por primera vez, en años de destierro, le ha ocurrido algo verdaderamente extraordinario: se enamoró, ayer, de esa inmigrante (como él) que es una ama de casa que ve pasar las horas (como él) mientras su marido, profesor de física, trabaja arduamente en la universidad, y a la que halló y abordó en el tranvía que toma para ir a la fábrica  y le atrajo porque le pareció adivinar en sus facciones un rostro conocido (ella resultaría  ser lo que sospechó: la misma niña pecosa que se sentaba a su lado en el pupitre de la escuela primaria, cuando aun tenía madre y pasado). De modo que el ayer que soporta su vida y su huida, comienza a cobrar sentido con el hallazgo del amor platónico, y esa especie de sentimiento a medias, inefable mientras no se consuma el deseo, que podríamos llamar sin tacto felicidad, si esta felicidad no fuera entendida como empecinamiento y progreso y alcance de ideales, acaba en tragedia, que es pasar de un estado de felicidad a la infelicidad pura y rotunda (a la inversa la comedia). Ante el hallazgo de la felicidad el deíctico Ayer, el pasado, empieza a aparecer como un boceto, como un recuerdo (recuerdo significa traer al corazón).
Digamos, Agota Kristof, que el deíctico ayer empieza a significar por contraste al hoy, ante la nueva situación en que está situado quien recobra el pasado. Y aquello que detona el recuerdo es la contemplación efímera de una felicidad que por fin llega y se consuma. Esta novela es algo tan simple y terrible como el encuentro entre dos soledades. Felicidad entendida no como la búsqueda de la cima, que conduce muchas veces a otra experiencia hermana de la felicidad: la decepción; sino como experiencia vivida en un instante. Efímera.
Digamos antes de acabar, ingenuamente, porque sabemos que no va a contestar, si ese personaje parricida e incestuoso que eyaculará sobre su hermana, también es usted y no buscaba ser feliz, pero lo fue.
Es pregunta.
Digamos, ahora, que acabamos de leer un par de periódicos atrasados que registran que ha muerto Agota Kristof, calificada como “la crítica más feroz de la posguerra”. Digamos que respiramos hondo y bebemos café. Digamos que tomamos un teléfono y llamamos a nuestro mejor amigo para contarle y que el mejor amigo contesta: "¿y quién es ese señor Kristof?" Digamos que ya no importa: usted se ha convertido en uno con los personajes, y ya no nos será posible separarla a usted de ellos y que la literatura ha cobrado su efecto de mímesis y catarsis, si se permite aun hoy esos términos arcaicos pero exactos. Inventando la vida de otros, desgranamos nuestra propia vida. Sabiduría tibetana: “liberación verdadera no es morir sino saltar las muertes y renacimientos sucesivos en este viaje perpetuo que comprende múltiples incidentes dolorosos en cuyo curso nos vemos unidos a los que aborrecemos y separados de lo que amamos.” Digamos que es posible que lo haya usted descubierto a propósito: que morirse era la única forma de liberarse del dolor.
¿Sólo para volver a empezar, Kristof?
Tal vez. En la forma de una vaca. O de una hormiga. O de cualquier membrana protoplasmática.

Ayer, Agota Kristof / El Aleph

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