El oficio de vivir, de Cesar Pavese

junio 19, 2012

13. Uno para conjurar el suicidio -o resolverlo- (reto 30 libros, modificado #13)


El oficio de vivir es un diario atípico: no registra acciones ni itinerarios ni escenas cotidianas. La mayor parte de sus entradas están escritas en segunda persona, con un Pavese que se habla a sí mismo para recriminarse por lo que dejó de hacer, por lo que dejó de escribir, por lo que no dijo en la cena anterior, por lo que hubiera rectificado de su proceder cada día que ha vivido y al que ya no es posible regresar. A juzgar por las recriminaciones todo se le ocurría a destiempo. O sólo podía ver el sentido de su vida en retrospectiva, cuando la juzgaba en detalle con la escritura como escalpelo. En ocasiones, tiene salidas de misoginia extrema, rayana en la depravación. En otras, aparece con un dejo de superioridad intelectual. Esto coincide con el testimonio de escritores y aprendices cuyas obras fueron rechazadas por el departamento de literatura que dirigía en la editorial Einaudi.  Las más de las veces, sin embargo, Pavese es un inofensivo bipolar que se ataca a sí mismo por causas triviales que se magnifican en el silencio.

Cuando me enteré, años después de sucumbir al hechizo hipersensiblero del diario, por las malas lenguas (la chismosa se llamaba Susan Sontag) de que toda la tragedia de Pavese se resumía en este dato escalofriante: sufría disfunsión eréctil, fue cuando el diario adquirió un nuevo sentido para mí.


El oficio de vivir es el oficio de morir.  El libro más sobrecogedor que leí a los veinte años es el diario de Pavese que lleva impresa esta advertencia: que la vida es un oficio, es decir un trabajo. Más o menos lo que dejó dicho en un libro de poemas prosaicos, Trabajar cansa, donde va describiendo algunos momentos de la vida como un contemplar y un respirar. 

Un diario es el mapa que traza el camino tomado para cumplir la cita que todos le debemos a la muerte. Tomo el volumen de mi biblioteca y reviso todas las marcas que le he puesto para resaltar tantas frases lapidarias y desesperadas. Cuando lo leí, sobrestimé la angustia de Pavese. Algo apenas natural, porque entonces era un estudiante que trataba de mantenerse en pie a pesar de mi desgarbo: había abandonado a mi novia de la época (sólo por no darle el placer de que ella me echara a mí), el tiempo entre leer y escribir mi primera novela se me iba en ver pornografía, pensaba que todas las mujeres bonitas eran inacanzables para los hombres sin dinero, y yo no tenía plata; vivía de arrimado en el apartamento de unos amigos, con una mesada de hambre, cerca al aeropuerto El Dorado (con la zozobra de que un avión me aterrizara encima) la universidad nacional y sus humanidades computarizadas me parecía un deshuesadero de estulticia (la carrera profesional se me había convertido en un estorbo), e intuía que mi vida, prematuramente, era un fracaso. Soñaba con matarme. 
 
Por muchos meses volví siempre a él para entenderme yo. Hoy creo que el diario de Pavese es un libro que hay que leer a la edad indicada: el fin de la efervescencia sexual y el comienzo de las obligaciones (la veintena), porque se requiere una cierta empatía con el sufrimiento para que la literatura cumpla otro de sus fines, además de dar consuelo: servirnos de espejo. Pero es bueno regresar a él muchos años después de haber vivido cuando la propia experiencia vital haya aterrizado y puesto en su sitio cada definición. Las grandes tragedias cambian de sentido según la edad de vida que se tenga. Lo que nos parece trágico a los 20, ya en los 30 parecerá borroso y, probablemente, a los 50 solo nos produzca asombro, o risa. 



Hay una gran pregunta que el libro no pudo responderme. ¿Puede dar un ser humano de lo que no tiene? Felicidad. Amor. Por decir lo más etéreo. La vida de Pavese dejó en el aire una respuesta tentativa: por aquellos días de agosto de 1953 en que la actriz Constance Dowling dio por terminada la relación vía epistolar, Pavese apuntó que ya no escribiría más entradas: "Todo esto da asco. No palabras. Un gesto. No escribiré más." 
Ocho días después alquiló una habitación en el Albergo Roma en la calle vía corso Rey Humberto de Turín y llamó por teléfono a todas las mujeres que conocía. Ninguna estaba en casa. Procedió entonces a tomarse dos tubos de tranquilizantes. Era el 27 de agosto de 1950.
Dijo el empleado del hotel que lo encontró muerto al día siguiente que Pavese estaba acostado sobre la cama, aun vestido con la ropa de calle y con los pies descalzos. La gafas de carey quedaron sobre la mesa de noche. Y tenía los ojos abiertos. 
Un gesto. 

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