¿Editar en Colombia?

agosto 26, 2012

Foto, Daniel Dobleu
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En los años 60s el único Premio Nacional de Novela en Colombia lo otorgaba una transnacional petrolera, la Esso, que tenía una dependencia cultural regentada por Álvaro Mutis (más tarde el poeta pasaría un  año preso en la cárcel de Lecumberri, México, porque no le cuadraron las cuentas). La mala hora, de García Márquez, fue premiada en 1961 en dicho concurso y su pago fue de tres mil dólares que le alcanzaron al autor para comprarse entonces un carro Wolsvagen y un lote de pañales para su primogénito. El país tenía una población cercana a los 20 millones de habitantes*, las migraciones aceleradas por la violencia partidista empezaban a transformar el país rural en urbano (pese a todo se vivía un 50/50 entre población rural y urbana) y el único fenómeno literario que había conocido el país se debía al centenar de novelas de la violencia que registraban con minucia documental los episodios de sangre que convulsionaban a Colombia después de dos décadas de conflagración: La Violencia, Violencia partidista, o segunda violencia, de 3 grandes brotes que depararía el siglo XX. Algunas de esa novelas y relatos testimoniales y cuentos, acaso lo más notable y que ha sobrevivido en canastos de saldos y son una especie de totem entre el gremio de especialistas (que los buscan como curiosidades) son estos:

Zarpazo, Evelio Buitrago Salzar, Imprenta del ejército 1968; Los días del terror, Ramón Manrique Sáchez, Bogotá editoraia A.B.C. 1955; Cristianismo sin alma, Ernesto León Ferreira, Bogotá, editorial A.B.C. 1956; Marea de ratas, Arturo Echeverri Mejía, Aguirre Editor, 1960; Sangre en los jazmines, Hernando Téllez, Boletín Letras nacionales, 1966 ; El día octavo, Guillermo Martínezguerra, editorial Tercer Mundo, Bogotá 1966; El día del odio, Jose Antonio Osorio Lizarazo, Carlos Valencia Editores, 1979 (antes en Argentina, ed. Lopez Negri,1952); Espuma y nada más, Hernando Tellez, Boletín Américas, Washington (1956) reeditada por Norma en Cara y cruz (1998).

Nada del otro mundo si se tiene cuenta que la primera novela de la violencia es el Himno Nacional. El propio García Márquez (usaremos uno de sus libros como emblema, al final, por ser el primer fenómeno editorial arrollador de Colombia) menospreció esta proliferación literaria en un ensayo: Dos o tres cosas sobre Novela de la violencia, y en otro se refirió a ella como un Fraude a la Nación*** Su argumento en contra era que la literatura debía ocuparse de los  vivos, y la Colombia la literatura colombiana se había dedicado a registrar los muertos. Un argumento endeble, puesto que la literatura (la novela de la violencia), antes que las ciencias sociales, se acercó a explorar los fenómenos que apremiaban a la sociedad colombiana. Aun hoy, para la sociología y la antropología, estas novelas conservan los testimonios de primera mano (algunas fueron narradas por excombatientes o familiares de víctimas) y a través de ellas puede rastrearse la elaboración mítica de un país con un acumulado de violencia histórica que no ha podido detener, y cuyo impacto y herencias mal habidas costará generaciones enteras desmontar. Es una miopía menospreciar estas novelas porque sólo conserven un valor documental, o porque se ciñan al relato de los perpetradores: a Colombia, al continente, no lo asedia el fantasma de la soledad, sino de la violencia. El mismo García Márquez dice en una entrevista que por esos años, presionado por sus amigos (Plinio Apuleyo et al), intentó dar su propia versión del género, dándole un carpetazo a la mala forma de la novela de la violencia con La mala hora (originalmente iba a llamarse Este pueblo de mierda): una novela sobre un pueblo asediado por la peste del rumor, como tantos pueblos asediados por pasquines y chismes letales. A la misma crítica se sumó Hernando Téllez, uno de los cuentistas más notables que ha dado el país, quien decidió narrar la violencia en un ramillete de cuentos desde el punto de vista de los niños, de los sobrevivientes y de los que tenían que reconstruir la vida sobre la omnipresencia de la muerte.

Para 1962 un libro como El coronel no tiene quien le escriba (editado por el independiente Alberto Aguirre) tuvo que ser saldado y devuelto a su autor para que lo rematara entre libreros y amigos conocidos. García Márquez no recibió ningún adelanto por esa obra maestra breve. Pocos lectores advirtieron entonces la calidad del texto. ¿Qué puede desprenderse de ahí? ¿Qué el país no estaba preparado para la literatura de vanguardia? ¿Qué no había un aparato publicitario adecuado? ¿Qué el libro no era bueno si hoy se tiene como su mejor obra?

Tal vez podamos detenemos un instante para enumerar las variables: era un autor relativamente joven, posicionado ya en las élites periodísticas y cuya obra había sido reseñada por los tres críticos más leídos del país: Ernesto Volkening, Hernando Valencia Goelkel y Eduardo Zalamena Borda. Además, la Revista Mito (una revista adscrita y dirigida a la elite bogotana) había publicado íntegramente, a manera de El viejo y el mar, en Life, El coronel no tiene quien le escriba, en una sola edición. Lo que deja entrever el dato, por contraste, es que para un escritor poco posicionado, cuya residencia estaba en la periferia, era prácticamente imposible publicar un libro; y de publicarlo, prácticamente improbable verlo reseñado en un periódico de tirada nacional; y de haberlo reseñado, prácticamente imposible que su libro se distribuyera en todas las librerías de las capitales. De ahí que la mayoría de las novelas del ciclo La violencia se hayan publicado en tipografías locales, con títulos de editoras falsas y hoy duerman  bien sepultadas en el cementerio de las autoediciones. De manera que la industria editorial colombiana en los años 60 era, pese a la siguiente agudeza de Hernando Téllez, inexistente:

“Una editorial colombiana que aspire a vivir de editar colecciones literarias, pagando, como en Europa o en Estados Unidos y en algunos pocos países sudamericanos, derechos de autor, estaría preparando su propio y rápido fracaso. ¿Por qué? Porque el mercado nacional de compradores de libros -no hablemos del de lectores, pues es ese otro capitulo- es muy pequeño todavía, como corresponde a las condiciones culturales y económica del país. El pueblo no compra libros, por la sencilla razón de que no tiene con qué comprarlos y porque, además, es analfabeto en una proporción enorme como pueden garantizarlo los sociólogos titulados y que, ejercen, de tiempo completo esa distinguida profesión. La clase media en toda la gama de sus subdivisiones, géneros, escalas, cuadros, grupos, etc., dispone de una minoría culta o semi-culta que compra libros. ¿Cuáles libros? Esa es otra incógnita para sociólogos y para libreros. Pero entre profesores, empleados, estudiantes, uno que otro profesional, señoras que oscilan entre el adulterio y la cultura y se resuelven por la cultura, y un puñado de gente desinteresada y curiosa, está, me parece, salvo error u omisión, la clientela verdadera de toda librería, entre nosotros.
Es poco para poder mantener el negocio de librería, si no se contara con la venta de revistas idiotas, de novelas estúpidas, de colecciones tales como “la antología gráfica y metafísica del erotismo”, los titanes del epistolario amoroso”, “los grandes misterios de la vida”, “los 100 mejores cuentos policiacos”, “los 1000 mejores sonetos de amor”, “los premios Nobel”, “las 100 mejores novelas de la literatura universal, sintetizadas”, “el pensamiento vivo”, los “clásicos Martínez”, etc. Sin esa materia prima, sin ese aceite, o sin esa basura -como quiera llamársele- el negocio no andaría. Gracias a ella, el librero que trabaja en Colombia puede importar literatura europea o americana, y ciencia, historia, filosofía y, por añadidura, recibir en consignación o comprar, con el descuento o comisión de 30, 40 o 50%, según autor, edición y tema, el libro nacional. Pero aspirar a que librero se suicide económicamente por patriotismo y amor a las letras nacionales, vendiendo sin comisión, por ejemplo, las delicias poéticas del doctor Bonilla Naar, es una falta absoluta de caridad cristiana y de realismo.”
[La odisea de publicar un libro, El Tiempo, Lecturas Dominicales, agosto 30 de 1964. Hernando Téllez.”]

Optimista y analítico (¿notaron las comas?), pero la vida es más triste, admirado Hernando: entre los años 60s y 70s, cuando estalla el boom de las novelas latinoamericanas (con la publicación de Cien años de soledad como emblema) en Colombia había sólo tres imprentas que se repartían la impresión de libros: la Imprenta Nacional (ministerio de educación, Biblioteca Colombiana de Cultura), la imprenta de El Tiempo (en los mismos talleres se imprimía el periódico El Espectador) y Editorial Bedout que solo en 1967 lanzó al mercado 3 millones de libros: “Un setenta porciento textos escolares y el resto obras literarias, litúrgicas y místicas; 70 millones de cuadernos de su marca Bolivariano, 150 millones de sobres de diferentes tipos y muchos otros millones de libros de cuentas, juego de sociedad, cajas de cartón para empaques, talonarios de recibo, etiquetas, libretas, libretines, revistas y periódicos para uso escolar, la oficina industria y para recreación de la niñez y la juventud”. ****  (Pese a tal extravagancia, publicitada en El Tiempo por los cien años de la editorial, valga anotar que a finales de los años 30s el escritor antioqueño Fernando González expresaba, por carta, sus quejas a las mutilaciones de libros que había impreso en la Editorial Bedout y que él mismo se había pagado de su propio bolsillo). En los sesentas, los únicos tirajes masivos de autor colombiano fueron los del Primer festival de libro, auspiciado por el ministerio de educación que lanzó 300.000 ejemplares de autores nacionales a 500 pesos precio único en todo el país, y luego siguieron El día señalado, de Manuel Mejía Vallejo (premio Nadal 1963) y el El buen salvaje, de Eduardo Caballero Calderón, mismo premio, 1965, editadas en España, antes que en Colombia. Otras ediciones notables de esos años, pero casi apócrifas por minoritarias, fueron: La casa grande, Álvaro Cepeda Samudio, Ediciones Revista Mito, 1962; Cuatro años a bordo de mi mismo, Eduardo Zalamea Borda, Buenos Aires Editor M. Nieto, 1948- Lima 1970, Ed. Latinoamericana-Bedout, Medellín 1970; En noviembre llega el Arzobispo, Héctor Rojas Herazo, Ediciones Lerner 1968; Cóndores no entierran todos los días, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Ancora Editores, 1971.

Por supuesto que había otras editoras por los años 60s, de menor tamaño y cuantía y de relativo impacto: la editorial fundada por los médicos de la Universidad de Antioquia (embrión de la magnífica editora actual de la universidad), las ediciones esporádicas de la librería Lerner, y las tipografía menores departamentales que eran las encargadas de imprimir textos bajo demanda, junto a los periódicos (El Heraldo de Barranquilla, El Universal de Cartagena, La Patria de Manizales, El crisol de Cali, El Frente y Vanguardia Liberal de Bucaramanga). En Bogotá, Tercer Mundo (El día octavo, de Guillermo Martínez guerra), editorial Minerva S.A, (Datos para la historia de la lepra en Colombia durante la década de 1926, Aaron Benchetrit.) en Medellín la Librería Aguirre (sede de la ediciones de Alberto Aguirre), en Bogotá la Imprenta Patriótica del Instituto Caro y Cuervo y las ediciones asociadas a la Revista Mito.

Para los años 70s la naciente industria del libro, como la anticipaba el citado Hernando Téllez, había proliferado, atrayendo al país a Círculo de Lectores y Ediciones Destino. En lo que concierne a la impresión interna, el gobierno, a través del Instituto Colombiano de Cultura empezó a ampliar y mejorar la edición de autores colombianos. Pero tal vez el fenómeno menos estimado, y más importante de esa época sea el proyecto editorial asociado a la Revista Alternativa (órgano de las izquierdas tímidas y radicales reunidas) que aglutinó en sus diez años de duración editoras independientes de pensamiento político, contracultural y libertario. Entre las editoras que publicitan anuncios de libros en sus páginas están Punto 30 (Librería-Papelería: obras de psicología, Economía, calles 2ª De Badillo No 35-86, Cartagena- ver Alternativa, Revista, Febrero de 1975); Editorial 8 de Junio, Antioquia, Análisis de la revolución, etc); Editorial La Pulga (distribuidor de otras revistas: Pekín Informa, China Ilustrada, El manifiesto quincenario Socialista, Ideología y sociedad, ver Alternativa septiembre 1974). Editorial “Gráficas Mundo Nuevo” (servicios informativos y Prensa Latina). El comité editorial de la revista Alternativa estaba formado por Gabriel García Márquez, y el gerente de la misma era José Vicente Kataraín.

En los 80s la Editorial Oveja Negra (dirigida y montada por el ex gerente de Alternativa, José Vicente Kataraín) retomaría las banderas del pensamiento de izquierda -ya bastante pisoteadas por el radicalismo, el revisionismo y la fragmentación- en un intento de mantener en alto una línea ideológica que iría declinando con las décadas, y las equivocaciones garrafales, hasta convertirse en lo que es hoy: la editorial de las memorias no autorizadas de las putas, las memorias de criminales de ultraderecha y la busca del sexo latino. En esa misma década (los 80s) conviven en el mismo espacio editoras nacionales y extranjeras. De Colombia: Ediciones Aurora;  Carlos Valencia Editores, Arango Editores; De fuera: Seix Barral (que en asocio con Oveja negra editarán colecciones masivas de clásicos que aun subsisten los toldos de saldos); y toman asiento Círculo de lectores, Destino (El Áncora y delfín) y Plaza y Janés.

Los años 90s estarán marcados por el ascenso inusitado de Norma (según comentario de Harold Alvarado Tenorio, luego del escándalo por las ediciones autopirateadas de Oveja Negra, Álvaro Mutis intercede para que Carmen Ballcels ceda los derechos de García Márquez a Norma, lo que la catapulta de inmediato), Editorial Planeta y, al final, ya tardía, jadeante, llegará Alfaguara.

Ese es, a vuelo de pájaro, el panorama de quienes hicieron la edición en Colombia en la segunda mitad del siglo XX hasta la apertura económica que introdujo la idea del libro como objeto comercial y no como obra cultural.

Para 2010, las cifras son de la Cámara Colombiana del Libro, había en Colombia este número de editoriales registradas por ciudades: en Bogotá 169, en Medellín 29, en Cali 19, en Barranquilla 10, en Pereira 9, en Cartagena 8, en Neiva 7, en Manizales 5, en Armenia 4, en Bucaramanga 4. El rankin de editoriales, por número de títulos publicados para ese año quedó así: Norma S.A. publicó 754; Santillana S.A. publicó 617; Panamericana Editorial Ltda. publicó 286; Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus en el Sello Alfaguara S.A.  publicó132; Editorial Universidad Nacional de Colombia publicó 275; Editorial Planeta Colombiana S.A. publicó 225; Random House Mondadori S.A. publicó 188; Sociedad de San Pablo publicó 186; Universidad de Antioquia publicó 146; Leyer Editores Ltda. publicó 133; Arisma S.A. publicó 131; Pontificia Universidad Javeriana publicó 101; Universidad de los Andes publicó 101; Periódicos Asociados Ltda. publicó 100 libros. (Quedaron fuera las editoras independientes, y las comerciales pequeñas: Villegas, Intermedio, TM, Magisterio.)
Y los temas sobre los que se publicó: Educación 882 títulos (con un 6.63%); Literatura infantil 622 (4.68%); Derecho 563 (4.24%); Ciencias sociales 520 (3.91%); Literatura colombiana 492 (3.7%); Literatura y retórica 410 (3.08%); Religión 285 (2.14%); Ciencias naturales y Matemáticas 254 (1.91%); Ciencias médicas Medicina 243 (1.83%); Tecnología (Ciencias Aplicadas) 237 (1.78%).

¿Es eso una industria?
Continúa...




Fuentes*****

Lista ampliada, Novela de la violencia en Colombia

Sobre Ediciones de Alberto Aguirre 

Editorial Bedout cumple 100 años

La población y la calidad de vida en el siglo XX, Rafael Gómez Henao

Literatura colombiana: un fraude a la Nación, Gabriel García Márquez

Estadísticas del libro en Colombia 2010, Cámara colombiana del libro


La odisea de publicar un libro; Téllez, Hernando, Textos no recogidos en libro 2, Instituto Colombiano de Cultura, 1979 [Pg 654]

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