Estrategia de guerrilla para merodear en una sociedad sin arte

mayo 10, 2013

[6. Estudio de caso: un poeta anónimo]

 
Recuerdo que cuando tenía trece años vino a vivir un poeta a mi casa que era un hotel. Había 23 habitaciones en aquel hospedaje de amor adúltero. El poeta se alojó en la habitación más económica, la 18, cuya cama se componía de tres tablones extendidos sobre dos burros de madera que hacían las veces de soportales para el camastro. Debajo de esa cama se guardaban baldosas y ladrillos sobrantes de reparaciones antiguas y prácticamente toda la habitación era ocupada por esa cama. Una franja estrecha entre la cama y la pared era el espacio que quedaba para poner una maleta y mantenerse erguido. Por supuesto, no tenía baño privado. El poeta, lo llamaré así porque se registró en el libro de huéspedes con esa profesión: poeta, fue conducido allí cuando preguntó si había un cuarto más barato de la tarifa mínima. Al ver la habitación, pareció no incomodarle la estrechez del lugar. El poeta se sentó primero en el colchón nudoso y luego acarició la textura del tendido. Se veía que sus piernas eran más largas que la cama y que habría de dormir con las rodillas recogidas si quería caber en ella. Dijo (me dijo, porque era yo el botones): “Está perfecto” y allí se alojó durante dos semanas.

Era un poeta auténtico (lo que no implica el que su poesía fuese buena o mala y él un poeta conocido). Era un poeta auténtico porque su vida codependía de su arte, porque había convertido su vocación en un oficio. Vivía de y para escribir. Iba de pueblo en pueblo con un maletín de cuero y un portafolio vendiendo su libro, o poemas sueltos en octavillas, de persona a persona. Elegía pueblos con un número de población urbana significativo (nunca inferior a 10.000 habitantes) y hacía que sus viajes coincidieran con la temporada escolar y con fechas conmemorativas como Amor y amistad y El día de la madre y otras conmemoraciones del capital que los comerciantes y mercachifles y productores de bisutería llaman “temporadas del año”. Su libro más vendido estaba dedicado a un solo tema: la madre. La mejor temporada para este libro edípico era mayo, que este mes decretado por los comerciantes para vender bagatelas y electrodomésticos como si las madres sólo hubieran venido al mundo a cocinar. Una vez elegido el pueblo, se instalaba en un hotel, estudiaba su distribución e idiosincrasia y se disponía a ubicar los colegios, el teatro municipal y la alcaldía. A los colegios iba y se entrevistaba con los profesores de lengua y de idiomas y con la máxima autoridad, el rector de la institución. Entonces les hacía un recital privado, distribuía copias de sus publicaciones (que eran sus credenciales) y solicitaba permiso para pasar salón por salón y hablar de poesía a los jóvenes y vender, por un precio ínfimo, poemas individuales que previamente había fotocopiado y cuyos temas eran los comunes de la adolescencia: primeras decepciones amorosas, amistad, aventuras, inicios en la ebriedad, juventud. Era el momento fundamental de su estrategia, el momento en que debía demostrar cierto histrionismo, porque si resultaba convincente ante los profesores, o si el rector tenía alguna fibra sensible, sería aceptada su propuesta. Entonces pasaba curso por curso, se presentaba como poeta, preguntaba a los colegiales si les gustaba o no la poesía. Si contestaban que no, preguntaba ahora si les gustaba la música o pasear por el campo, o si se habían enamorado alguna vez. Si respondían que les gustaba el rock o las baladas de cantante de moda él les explicaba que eso era justamente una forma de la poesía. Que pasear por el campo era también poesía. Que hacer lo que te gusta es poesía. Que enamorarse, era poesía. Que poesía era el tema del poema, parafraseando a Wallace Stevens. Luego empezaba el recital: buscaba con la mirada a la más bonita del salón y le declamaba un poema descriptivo y luego a la menos agraciada y la exaltaba por su extrañeza. Era una poesía lírica y rimada, y como toda rima armónica, palíndromo, anagrama o juego verbal causan entusiasmos entre los que aún descubren el potencial creativo de las palabras y sus infinitas conexiones, algunos chiflaban al final, otros aplaudían y las muchachas se sonrojaban y sonreían. Escribía sonetos, coplas y décimas. También tenía canciones que llamaba baladas y que cantaba a capela, sin instrumento. Después del recital, pasaba puesto por puesto y ofrecía, sueltos, los poemas que había declamado con tanta gracia por un precio ínfimo, y dejaba en claro que se los podían aprender de memoria y recitar a sus familiares y amigos y transformar sus versos intentando variaciones propias si se les olvidaban. Algunos compraban el poema que más les había gustado por convencimiento. Otros por vergüenza de no contribuir a la poesía. Si alguien no tenía cómo pagar la hoja, entonces él fiaba el poema y dejaba en pie el compromiso de regresar al día siguiente a cobrar. En las alcaldías variaba solo ligeramente su estrategia: buscaba al funcionario delegado para el tema cultural y le mostraba su portafolio. Luego solicitaba permiso para pasar por cada oficina y hacer recitales rápidos. Allí, como las alcaldías en muchos pueblos es la única fuente de trabajo urbano, y los empleados tenían un sueldo fijo, ofrecía sus plaquetes bajo el mismo sistema de dejar en recaudo hoy y cobrar al día siguiente. Finalmente, buscaba el teatro y ofrecía recitales públicos para los que tenía un show especial de recitación,  acompañado por una guitarra, y dividía a partes iguales el valor de las entradas. De manera que en 8 días se había convertido en el personaje más excéntrico que hubiera visitado el pueblo: los muchachos del colegio compraban la hoja (viéndolo en perspectiva, vender cada poema por separado es más rentable que vender un libro) y difundían en sus casas lo que habían oído y se aprendían el poema, mientras los funcionarios acaban por comprar el libro y el teatro por poblarse de una pequeña asistencia que se entusiasmaba de oírlo ahora tocar la guitarra y cuya asistencia le servía para pagarse los cigarrillos y el almuerzo.

Recuerdo que su imagen de patillas largas y entradas hondas en la frente le daban un aire a prócer de la república. Recuerdo que en esos días tenía gripa y que su larga nariz recta y partida por una delgada línea que dividía su tabique en dos hemisferios estaba roja y congestionada. Recuerdo que usaba unas tirantas para sostener sus pantalones que le daban un aire de dignidad payasezca pero igual se le escurrían de flacura. Recuerdo que las tirantas hacían ver sus medias rojas y azules y de rombos y combinadas sobre unos zapatos acharolados que lustraba en el patio del hotel antes de salir. Recuerdo que su voz reposada y aguda (si la oías sin verlo) hacía recordar la de una señora. Recuerdo su risa sin reservas que se contagiaba a varios metros a la redonda. Recuerdo el día que llegó a mi salón de clases y me reconoció entre los alumnos y les contó a todos que él vivía en mi casa y que era mi amigo. Recuerdo que me dio una hoja amarilla  con su poema y que cuando fui a pagárselo dijo que era cortesía de poeta. Por entonces, yo llevaba un diario en que escribía todo lo que pasaba en mi deprimente adolescencia y allí pegué ese poema del que solo me queda su título: primavera libre. Recuerdo que a mi mamá le regaló otro, alusivo al trabajo sin tiempo de una madre, y una rosa que arrancó de algún jardín el día que se marchó del hotel con la promesa de que un día volvería y nunca volvió.

¿Y por qué la historia de un don nadie en este ensayo sobre la imaginación y no una semblanza de Saramago, que provenía de una sociedad de analfabetas y llegó a Premio Nobel? Porque es la estampa de un poeta que no trascenderá a ninguna enciclopedia. Este poeta, que no obtuvo premios, esta historia menor y aburrida sobre un poeta entre millones (no sin talento, porque eso se dirime leyendo la obra y revisando sus valores estéticos) pretende introducir algunas ideas que van a contracorriente de lo que dicen los cantos de sirenas del sistema social y financiero: para hacer algo, para tener una profesión, para ser escritor, no se necesita triunfar. Para ser escritor no se necesita llegar a un millón de libros vendidos. Para ser artista no se necesita ir más allá de donde tus pies te lleven. Para ser poeta no se necesita atravesar las fronteras. Para asumir la poesía como pasión irrefrenable no se necesita un concepto ni aval externo. Ni una meca de artistas. ¿Qué se necesita para ser artista? Decisión, obsesión y distorsión. Decisión porque sin arrojarte a escribir no alcanzarás la disciplina suficiente ni ser aceptado ni sabrás cuáles son tus limitaciones. Distorsión, de la realidad, porque el pensamiento poético es un sistema semejante al pensamiento científico, pero se basa en un orden de intuiciones y asociaciones y hallazgos que no se expresan como silogismos sino como mitos, formas, sinestesias, símbolos, y lo que logre hacer un poeta con esas intuiciones derivadas del uso de una lengua y de la experiencia de vida será su creación. El arte es solo una más de las formas de la imaginación humana [Freud, ensayo sobre la infancia de Leonardo Da Vinci]. Y obsesión porque solo una fijación obstinada no se desvía. Sé que es abstracto y otros dirán que se requieren más cosas: altos estudios, publicaciones, contactos, aceptación (en una entrega sobre los mitos de la profesión de escritor, veremos que estas no dependen del sujeto sino de terceros). Es la aceptación de la vida imaginativa en medio del rol humano (resumida en esta triada de factores) lo que decidirá la suerte de un escritor en cualquier sociedad. Porque, en últimas, de este destino asumido y de tener una vida dedicada a la imaginación, dependerá la tranquilidad interior, y el enfrentamiento al problema existencial: ¿cómo separar el ser en sí del ser para sí [Sartre:, Carnets, IV, notas para Ser y tiempo]? ¿Cómo expresarse? ¿Cómo ganarse la vida de manera que encuentres una dedicación plena a la escritura? Tal como el poeta que viajaba de pueblo en pueblo con un maletín y un portafolio y los poemas sueltos que vendía uno en uno, de persona a persona, cada quién debe emprender su camino. Él no necesitaba que otro, un tercero, validara su propio trabajo. Lo hacía y simplificaba otras partes de la cadena de la producción de libros y así asumía su destino. Cuando firmó el libro de registro de huéspedes en la casilla dedicada a la profesión, escribió, sin titubeo: “poeta”.

¿Qué es ser poeta? He estudiado la biografía de muchos, he tratado alguna vez, infructuosamente, de convertirme en uno, pero no he podido y no lo sé. A riesgo de equivocarme o de parecer un patético entusiasta, supongo que un poeta es un hombre que emprende un camino y no sabe a dónde conduce. Trabaja con las palabras, con estados de ánimo, con interpretaciones de la vida a partir de huellas que se harán metáforas. Sabe expresar en la lengua que le dio su madre una parte de lo que percibe. No tiene que demostrar más que eso. Tiene que ganarse el pan en ese camino, como todos los hombres, y aun así seguir interpretando el mundo con palabras y simplificándolo en versos y seguir caminando. No puede dejarse hundir por los compartimentos del saber, con los compartimentos en que se separa el saber y las privatizaciones del acervo colectivo que convierten las ideas en dinero y que alteran el lenguaje y convierten al incauto en un retórico. Si fuese especialista en algo, tal vez no sería escritor ni poeta, porque muchas veces la ramificación del camino para especializarse, la compartimentación del saber especializado, suplanta la visión del conjunto: el pensamiento mítico, onírico, inconsciente, por pensamiento lógico, y así perdería el principio paranoico-crítico [ver Dalí, el Angelus de Millet] de la creación. Un escritor no requiere que lo consagre un tercero. Aunque el reconocimiento pueda solucionar su problema estomacal, no lo persigue. La posteridad no depende de él, de su humanidad. Depende de la calidad de lo que escriba. No teme al estigma. No debe vivir en donde se sienta hostilizado por su decisión. No debe imponer a otros la responsabilidad  de su vocación y su fracaso.

El poema que conservo en mi cuaderno, de este poeta cuyo derrotero cruzó alguna vez por el frente de mi casa, dice:

Acaso, después de la muerte hay un lugar
Para quedarme así
Despierto quizá
Con el tiempo atrás
No sentir nunca más
Que la vida fue
Un secreto guardado
Una palabra huida del amor
Todo pasó
Nada terminó
Igual que la cometa
Que ondula hacia el viento
Que vuela más allá
Que cualquier escobaneta
Y quizá decir
No hay otro rumbo más por escoger
Y quizá morir
La noche se hace día, voy a dormir

[Continúa: profesiones prestigiosas y profesiones desprestigiadas...]

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