El mito de Sísifo, Albert Camus
septiembre 02, 201129. Uno que se haya robado (reto 30 libros)
Más que el primer libro leído, el verdaderamente importante, es el primer libro comprado; porque comprarse un libro es un impulso metafísico, un acto de rebeldía, una concepción primaria ante el valor y la posesión del saber. Un acto de libertad, en últimas. Pero tal vez más importante que los dos anteriores sea el primer libro robado. Ya no robo libros, porque es de mala suerte: por cada libro robado, a mí me han robado diez. Alguna vez sustraje un grueso volumen de las obras completas de Maqroll, el Gaviero, saga conradiana de Álvaro Mutis, pero me aburrí tanto que yo mismo fui, avergonzado, y lo devolví al anaquel de la biblioteca sin que se dieran cuenta. Un día me eché entre los calzoncillos, mientras la bibliotecaria se daba media vuelta, el Demian de Herman Hesse, pero se me ocurrió prestarlo esa misma tarde a Geovanni Díaz y ya no me lo quiso devolver. Robé también un volumen de pensamientos de Pascal, pero dos años después compré uno idéntico y le devolví el ejemplar robado a su dueño legítimo, que ni siquiera notó su ausencia, porque dijo: “Ah, claro, te lo presté, ¿lo leíste?” Y yo le respondí: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”. Creo que esa frase esconde la metafísica de los fanáticos y de aquellos que roban lo que dicen amar. Algo habrá que decir a favor de los robos bibliográficos, y es que es válido robar lo que nadie lee. Alguien me dijo que en la biblioteca de El Carmen de Chucurí yacen impolutas las obras completas de Clarice Lispector. ¿Quién las lee? No se sabe; los libros siguen nuevos. Me consta que en la biblioteca de Cogua, Cundinamarca, está la colección Ayacucho. En la de Zapatoca, el teatro de O´Neill. En la Gabriel Turbay de Bucaramanga las cuatrocientas novelas policiales del Séptimo Círculo. En la del colegio Nuestra Señora de la Paz la Biblioteca Clásica y Contemporánea de Editorial Losada. En la de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional, la colección Biblioteca Personal de Borges y la Enciclopedia Británica; en la biblioteca de la Universidad Industrial de Santander, las obras completas de Salinger (suena grandilocuente, pero son muy breves.) Si nadie lee estos libros, buscarán dueño.
El primer libro que compré, que reafirmó mi independencia mental, que impulsó mi codicia, que estimuló mi deseo de posesión bibliográfica, fue El mito de Sísifo, de Albert Camus. Un libro para adolescentes con tendencias homicidas. Aun lo conservo, Editorial Losada, de segunda mano, rayado con lapicero de tinta azul (que es tinta de poetas frustrados y rencorosos.) Antes de mí perteneció a Rodrigo Salazar Posada, que lo compró en Madrid, España, en 1977, según consta en cerca de doce páginas estropeadas. Camus asegura de entrada que la libertad es el conflicto más antiguo y trágico del ser humano y que él sólo reelaborará algunos viejos conceptos con nombres nuevos: razonamiento absurdo, suicidio filosófico, libertad absurda, perplejidad, rebelión. La vivencia de esas ideas fueron ensayadas también como novela, en El Extranjero (como experiencia interior), y luego como obra de teatro, en Los justos (como situación). Camus escribía ideas que convertía luego en literatura. Tal vez la fecundidad del libro estriba en que no son ideas llevadas hasta la descomposición, como usualmente las estropeaba Sartre, que le acusó de falso filósofo. El mito de Sísifo es una disertación que mantiene en el fondo la pregunta que tarde o temprano nos hacemos todos los seres humanos: ¿morir o matarse? Es la pregunta de Meursault, de Hamlet, de Pavesse, de Kant. El punto de partida es: el despertar de la conciencia ante una existencia absurda. Según Camus, ocurrirá después de varios años de trabajo, de matrimonio, de hijos, de vida seria. Antes de ese despertar, se vivirá con el prejuicio de que la vida y sus obligaciones tienen sentido, de que hay una meta a ultranza (la jubilación, el prestigio, el reconocimiento, la vida eterna.) Pero el ser que despierta ante la inutilidad de los actos de su existencia, de los ritos sociales, de la eternidad, queda perplejo, al margen de la gloria y de la eternidad, y no volverá a ser el mismo. A ese despertar, cuando es inconsciente, Camus lo llama el pensamiento absurdo, y lo describe como una razón lúcida que comprueba sus límites. Cuando es un despertar consciente, un descubrimiento lúcido, lo llama el suicidio filosófico. Aquí Camus usa a Husserl, Chestov y Kierkegaard, es decir la razón, la moral y la condición humana (cuestionadas en la obra de los tres) para ilustrar cómo se llega a la absurdidad fundamental de toda existencia. El concepto central es el de libertad absurda según el cual la vida es vivida con mayor intensidad cuanto menor sentido tiene; es decir que para ser feliz hay que ser estúpido, porque el que se hace consciente vive en la angustia, en el sufrimiento. Para liberarse del sufrimiento (por la inutilidad de una existencia que sólo conduce a la muerte) hay tres posibilidades: la rebelión, la libertad o el ideal. Fabricarse una pasión, ser autónomo y dejar de obedecer. El pensamiento que libera el espíritu de la angustia es el que te pone frente a tus propios límites. La desesperación, por ser lúcida, es la felicidad. Camus cierra con una metáfora: la imagen mítica de Sísifo, de su condena a un trabajo inútil: llevar una roca a la cima y volverla a rodar por toda la eternidad. Hay que imaginárselo feliz, dice.
El mito de Sísifo, Albert Camus, Losada, 1975.
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